• Buscar

Caras y Caretas

           

La pluma, la voz y la guitarra

La lírica para adultos de María Elena Walsh tiene una riqueza digna de ser apreciada. Sus primeros pasos en la escritura, y en el arte en general, se dieron en el terreno del lenguaje poético, en el que descolló desde muy joven.

La precocidad para el poema es un don irreparable. Celebramos, con ese don, la tendencia hacia el hundimiento y la lira: dos “alondras persuasivas” que nos conducen a las cornisas del lenguaje. A esa región de sombras incandescentes que flagelan la trama prosaica en pos de un escándalo de significantes que harán del sentido una verdad tan luminosa como irrecuperable. Hablamos de verdad poética. Esa sierva del silencio cáustico y rebelde. “Oh profesión salobre de silencio./ Yo lo he callado todo. Las palabras/ me negaron su tránsito oportuno/ con un hilo de hierro en la garganta.” Así comienza Con la mano vacía”, uno de los textos que integran el primer libro de María Elena Walsh, Otoño imperdonable. Lo publicó en 1947, a los 17 años. Ya desde los 15, sus versos circulaban en medios de la época: La Nación, El Hogar, la revista Sur.

Desde el primer poema, “Dedicatoria”, el libro asombra por su madurez. Es cierto que la tradición metía sus narices –mucho Gustavo Adolfo Bécquer, Juan Ramón Jiménez y demás autores clásicos españoles e ingleses–, pero lo genuino singular, la escritura sin consentimiento, como plantea la poeta y teórica chilena Nadia Prado, desafía a lectores de hoy: “Piénsame como en la fotografía:/ con mi perfil rondando tu apellido./ Brizna desmemoriada que ha crecido/ al lado de tu voz, amiga mía.// Yo soy aquella fiebre de papeles/ que por los corredores de la escuela/ admiraba tu mundo de acuarela/ y la política de tus pinceles.// (…) Mi corazón en todo te comprende/ –desde su cerradura o con su llave–/ pero perdónalo porque no sabe/ en dónde acabas tú y empieza el duende// (…) En mi ciudad de mi palabra fría/ ardiendo está tu ausencia o tu latido./ Mucho antes de partir me habré perdido/ sin tu mano en mi mano, amiga mía.// (…) Te estoy queriendo única y primera/ desde mi soledad exagerada./ Siempre estaré de frente en tu mirada/ y asistiendo a tu sombra verdadera”.

Este poema de amor –amor a la poesía misma porque hace referencia al duende lorquiano, a la escuela de Bellas Artes de donde María Elena se recibió o incluso a otra mujer– anima la polisemia de todo buen poema. A pesar de la métrica, del relato interno, de una música pautada, de sus endecasílabos y cuartetos. Sucede que las imágenes, las paradojas, la visión sin censura de lo que es y será la vida (pérdida, vacío, tristeza, olvido) riman con la belleza de la sinrazón. Apenas 17 años tenía Walsh y el lenguaje pateaba por delante, haciéndose cargo de un mundo interior que, acaso, la asustaba.

A diferencia de las canciones, Walsh dejó bien en claro que el poema, siempre ripioso y coqueteando con los bordes, nunca fue sencillo. “Se anunciaba previamente a partir de una indeterminada sensación, una especie de punta de hilo inconsciente (…). No era algo que yo pudiera cometer de manera voluntaria. Podía estimularme, podía obligarme a escribir, pero el soplo poético aparecía siempre de manera abrupta e inconsciente –revela en Nací para ser breve, un hermoso libro de conversaciones con la escritora Gabriela Massuh–. Ese proceso me resultó cada vez más doloroso porque no se dejaba dominar o manejar, me manejaba a mí. Una vez comenzado el poema, ensayaba infinitos borradores hasta que lograba darle alguna forma a ese material bruto que jamás estuvo determinado por la voluntad.”

UNA SINFONÍA EN ESCENA

Sinfonía por tanta enormidad en su seno de cámara: María Elena, pluma, voz y guitarra. Hay lirismo en la música y música en la palabra. Ciertamente, como dice Diana Bellessi, la poesía siempre tiene a su favor la música: “La música que aparece como
ritmo y le da vida al verso, a la estrofa, al poema entero, volviéndolo un organismo viviente, otorgando más y nuevo sentido a los significados”. Y omo la música, en el caso de Walsh, tiene a su favor la poesía. Aunque la suya es una obra total, la poesía para adultos –cabe aclararlo en el contexto de este artículo– persistió hasta los 80. Son escasos títulos, reunidos en Los poemas (Sudamericana, 1982) o en Poemas y canciones (Alfaguara, 2014).

Poco intentó el verso libre, más bien en los últimos poemas, aunque nunca del todo, siempre alguna rima perdida buscaba apoyo en ese ritmo eficaz que ella, como dama retórica, autoriza. No cabe duda de que las mejores piezas de Walsh son las que habitan en la métrica clásica. Como este primer soneto (son tres), “Asunción de la poesía”, en su libro Hecho a mano, de 1965: “Yo me nazco, yo misma me levanto,/ organizo mi forma y determino/ mi cantidad, mi número divino,/ mi régimen de paz, mi azar de llanto.// Establezco mi origen y termino/ porque sí, para nunca, por lo tanto./ Soy lo que se me ocurre cuando canto./ No tengo ganas de tener destino.// Mi corazón estoy elaborando:/ ordeno sufrimiento a su medida,/ educo al odio y al amor lo mando.// Me autorizo a morir solo de vida./ Me olvidarán sin duda, pero cuando/ mi enterrado capricho lo decida”.

Aquí la poesía habla, se dice de sí, se expresa con la conciencia que le da la historia. Canta con el lenguaje que la existencia le depara tanto como se le resiste. Se sabe autónoma, superior, sufrida, calma: “Me importa demasiado el mundo. Ansío/ su condición de lágrima y espada./ Nada sucede en su transcurso, nada/ que no pase primero por el mío”. Walsh alcanza alto lirismo, imaginación –su don insuperable– y espesor filosófico.

LAS QUE CANTAN

Son todas. Somos todas. Porque cantar es gritar, defenderse, moverse del lugar asignado y desacatar. “Vengo a decir que en los rincones/ más difíciles del planeta/ están cantando las mujeres/ con voz de pueblo escarmentado./ Se supone que vociferan/ para morir un poco menos.” El poema entero se arriesga con éxito a un lirismo rabioso.

Sus discrepancias con los desmanes de época hicieron causa colérica en su escritura. No se trata de resaltar la denuncia sino de su capacidad para hostigar las dañinas zonas de confort a través de la acción subversiva de la palabra poética (dixit Aldo Pellegrini). En su magnífica “Oda doméstica”, María Elena Walsh entrelaza con agria sutileza el humor al desasosiego: “Por ahora vamos a perpetuarnos/ en la fugacidad de la cocina,/ a padecer el cotidiano/ fallecimiento de las cucharitas./ Una diaria estación de cacerolas/ nos ensucia pequeñamente el aire”. Y más adelante: “He pensado a menudo en todo esto,/ mujermente agobiada de plumeros./ Nos amenazan hortalizas,/ nos corren copas, números, pelusa,/ nos arrebatan tiempo reservado/ para comprar una porción de sueño”.

Escrito por
María Malusardi
Ver todos los artículos
Escrito por María Malusardi

A %d blogueros les gusta esto: