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“María Elena tenía un gran sentido del humor, inteligente e irónico”

Como tantas infancias generacionales, creció leyendo y escuchando a María Elena Walsh en tanto autora para chicos, y continuó leyendo y disfrutando luego su obra adulta. Aunque en el caso particular de Ana María Shua replicó esa ambivalencia, ya como escritora multigénero, escribiendo para todas las edades con la misma calidad y dedicación, sumando premios y distinciones. Una somera aproximación a su profusa bibliografía, que se dispara a los 16 años con la colección de poemas El sol y yo, nos pasea por la novela (Soy paciente, Premio Losada 1980; La muerte como efecto secundario, elegida entre las cien mejores de los últimos veinticinco años; Hija, su más reciente título en el género); el cuento (Los días de pesca, Viajando se conoce gente), guiones cinematográficos (¿Dónde estás amor de mi vida, que no te puedo encontrar?, con dirección de Juan José Jusid), el ensayo (Libros prohibidos) y el singular arte del microrrelato o ficcion brevísima, en el que es una verdadera especialista.

Además, ha recopilado leyendas latinoamericanas dedicadas a la difusión de la lectura entre el público infantil. Su aproximación a Walsh comenzó de la manera más insólita, fruto de una gran timidez adolescente, pero con el tiempo, se ganó un lugar en la consideración de la gran personalidad de nuestra cultura.

–¿En qué circunstancias conoció a María Elena?

–La traté en dos momentos muy distintos de mi vida. Porque la conocí cuando yo era apenas una adolescente de 16 años que había publicado su primer libro, El sol y yo, con un premio del Fondo Nacional de las Artes en un concurso donde ella había sido justamente parte del jurado. Eran otros tiempos, era más complicado, no había tantas alternativas de comunicación como hoy. Así que me fui con el libro en la mano y toqué la puerta del departamento donde vivía. Y ella misma me atendió, vestida con un pantalón blanco y una remera del mismo color. Espantosamente tímida como era yo, le puse el libro en la mano y salí corriendo en dirección a la escalera. No esperé siquiera al ascensor.

–¿Con el tiempo estableció un tipo de vínculo con ella?

–Sí, bastante más adelante, en los últimos años, entablamos una relación de amistad y nos vimos muchas veces. La visitaba en su casa. Ella no recordaba el episodio en cuestión, pero todavía me imagino la cara que habrá puesto ante semejante situación.

–¿Le hizo alguna devolución de sus textos?

–No hablábamos de libros, ni de los míos ni de los de ella. No hablábamos de libros ni de autores, en general. Sino de las cosas de la vida. Hablábamos mal del prójimo, que siempre es tan divertido. Aunque cuando un libro le gustaba mucho, compraba cierta cantidad para regalárselo a sus amistades.

–¿Qué rasgo recuerda de su personalidad en el trato cotidiano?

–Era una persona muy graciosa, divertida y malévola a la vez. Tenía un gran sentido del humor, inteligente, irónico y hasta podía ser cruel. Aunque está claro que no era esa característica la que volcaba en su obra ni para chicos ni para grandes.

–¿Cuando la vio por última vez?

–Ya estaba en cama y sufriendo mucho. Una vez llegué a la casa de visita, y me encontré que la habían trasladado por un accidente en el tobillo. Quedó con secuelas de un cáncer de hueso del que se había curado, pero tenía una grave debilidad ósea. Incluso hasta el día de hoy mantengo una relación afectuosa con Sara (Facio, su compañera de décadas).

–¿María Elena tuvo algún tipo de influencia sobre su escritura?

–Fui muy lectora de sus primeros libros de poesía, para chicos y para grandes. De adolescente, me aprendí Otoño imperdonable (elogiado por Juan Ramón Gimenez). También me gustaban sus libros infantiles y creo que esas lecturas aparecen en mi propia obra, porque aun hoy me sigue fascinando su poesía para chicos.

–La obra infantil de ella es disruptiva respecto de lo que se consideraba apto para los chicos promediando los años 60.

–Claro, porque existía mucha censura, mucha psicopedagogía mal entendida. No podía haber conflictos, todo tenía que estar ordenado. Los grandes autores como ella, pero también Laura Devetach y Elsa Bornemann, escapaban a ese corset a través del humor. En ese aspecto, su manejo del recurso humorístico a través de juegos de palabras no fue meramente transgresor, sino que fue único, y lo sigue siendo. Jerarquizó el folklore, y de alguna manera, sus propias canciones se convirtieron en folklóricas, porque las madres se las cantan a los hijos con variantes.

–Usted que también escribió para chicos, ¿nota un cambio de percepción en el público infantil?

–No, creo que los chicos cambiaron mucho menos que los grandes en todo este tiempo. Veo que los siguen entreteniendo las mismas cosas. La poesía no es una cosa de época.

–Pensaba en los dispositivos digitales que hoy están al alcance de los más chicos.

–Los chicos leen igual que antes, ni más ni menos. La lectura nunca fue masiva. Cuando yo era chica y fanática de la lectura, eran muchos más los que jugaban que los que leían. No tiene que competir con los dispositivos digitales, porque es una competencia imposible. Me preocupa más que los adultos no lean.

–Durante la dictadura, muchos autores de cuentos infantiles padecieron la censura y hasta persecuciones.

–Sí, quizá no fue tanto el caso de María Elena. Pero mucha literatura para chicos no estaba bien vista. Se la consideraba peligrosa y perturbadora, por su exceso de imaginación, decían “exceso de fantasía” de “Una torre de cubos”, de Laura Devetach, que tuvo que mudarse de Córdoba a Buenos Aires, en busca de anonimato. Una historia como la de “Un elefante ocupa mucho espacio”, de Elsa Bornemann, se consideraba una incitación a la rebelión, dirigido a la subversión. Había prohibiciones regionales, que se podían extender a todo el país, y había prohibiciones específicas para las escuelas.

–En esa época, y como autora para adultos, usted publicó Soy paciente (1980), una sutil metáfora sobre la dictadura, mientras María Elena escribía sus columnas periodísticas, como aquella tan recordada, “Desventuras en el País-jardín-de-infantes”, recurriendo a otra metáfora, paradójicamente de corte infantil.

–Yo no era muy consciente de eso, me fui dando cuenta después. Porque no sé si me hubiera atrevido a escribir una novela con esa intención. La dictadura tenía un discurso médico al respecto. Porque se consideraba a la sociedad un cuerpo enfermo, con el mal de la subversión, que debía ser extirpado. Hoy en día, Soy paciente figura como lectura recomendada por las Madres de Plaza de Mayo.

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