Cuando el ex presidente Juan Domingo Perón regresó al país por primera vez después de diecisiete años de exilio, el 17 de noviembre de 1972, el movimiento político bautizado con su apellido había sido renovado por un activismo juvenil entonces en ebullición. A fines de hacer inteligible un fenómeno histórico que fue, desde ya, más complejo y abigarrado en el plano empírico, emplearé una fórmula que me permite trazar un panorama general de su derrotero con un mayor nivel de abstracción. La Juventud Peronista (JP) se había nutrido de dos grandes oleadas militantes de distinta raigambre sociocultural. La primera había sido la más esperable: una adhesión recibida de activistas de origen barrial y sindical en el marco de la llamada Resistencia Peronista. La segunda comenzó a adquirir masividad después del golpe de Estado de 1966, y fue más sorpresiva, porque en ella resultó, aunque no exclusiva, sí decisiva la influencia de los estudiantes universitarios, que habían sido un bastión opositor a la figura de Perón desde 1943. Hacia 1955, los militantes de origen universitario nutrían a los partidos opositores y a los Comandos Civiles, y fueron una pieza importante en el apoyo cívico al golpe de Estado liderado por un sector de las Fuerzas Armadas.
Además de que naturalmente se trataba de generaciones distintas, la década transcurrida había traído diversas novedades tanto en el escenario internacional como en el nacional. Allende las fronteras locales, una serie de movimientos de liberación nacional habían dado origen al denominado tercermundismo. Muchos de estos movimientos nacionalistas se volcaron hacia posiciones socialistas, siendo un caso estelar y geográficamente cercano el de la Revolución cubana de 1959. Esta, que había tenido por protagonista a un argentino al que precisamente apodaban Che, influyó en sectores de la JP tanto en lo ideológico como en las prácticas combatientes.
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Las crecientes expectativas revolucionarias de las juventudes militantes, que en el segundo lustro de los 60 eran un fenómeno internacionalmente extendido, se dieron a nivel local en el marco peculiar de la proscripción del peronismo. Este movimiento nacional-popular pudo así ocupar un lugar de rebeldía simbólica que parecía exagerada en comparación con los antecedentes concretos de su administración estatal. Ese nuevo espíritu radicalizado representaba a los llamados duros, entre los que se alineaban el grueso de las huestes de la JP. Estos acusaban a buena parte de las elites justicialistas tradicionales (partidarias, técnicas, sindicales) de ser unos burócratas dispuestos a entrar en componendas con el régimen proscriptivo. Los grupos de la JP no cuestionaban solo el papel de los neoperonistas y los vandoristas, en los que esa vocación era tan evidente que concitaba resistencias del propio Perón, sobre todo por razones de cálculo relativas a la posible licuación de su liderazgo, sino también a las franjas más tradicionales y moderadas de las segundas líneas. En los años 60, destacadas formaciones de la JP, como el Comando de Organización y Guardia de Hierro, aunque impugnaban de forma virulenta las ideas marxistas, empleaban el mismo lenguaje tremendista e insurreccional de otros que se sentían más cercanos a ellas.
Por su parte, las expresiones de la llamada nueva izquierda se mostraban en general dispuestas a reconsiderar el papel histórico del peronismo, al que ahora solían atribuir un sentido más progresivo. El perfil obrerista del populismo peronista lo hacía especialmente atractivo a los ojos de algunos ideólogos de izquierda, muchos de los cuales comenzaron a bregar por una estrategia que buscaba derivarlo desde su clásico reformismo capitalista hacia la revolución socialista anhelada. No todas las variadas agrupaciones que conformaban la JP coincidían, sin embargo, con esta orientación, en la medida que, como las mencionadas con anterioridad, adscribían a la clásica Doctrina Peronista, que se proclamaba al mismo tiempo antiliberal y anticomunista. Además, también se habían desarrollado variopintos núcleos vinculados al activismo nacionalista de corte filofascista y católico, como la agrupación Tacuara, cuya influyente diáspora originó acercamientos al peronismo. En suma, distintos juvenilismos marxistas, peronistas y nacionalistas, en versiones definidas o combinaciones eclécticas, y con múltiples contactos y transiciones entre sus miembros, dieron vida en los años 60 y 70 a un ecosistema militante que, grosso modo, coincidió en el combate contra las dictaduras militares, y muchos de ellos levantaron la consigna del retorno incondicional a la Patria y al poder del general Perón.
Durante el primer regreso del ex presidente, en 1972, la dictadura desplegó miles de soldados y el clima en las calles fue muy tenso. Aunque en esa coyuntura las organizaciones de la JP estaban abocadas al objetivo de garantizar el retorno de Perón, el conflicto ideológico y político entre ellas ya estaba desatado. Entonces el grueso de los jóvenes que habían ingresado con la segunda oleada de mediados de los 60 militaban en las filas de la JP Regionales, conformada como una colateral de la organización político-militar Montoneros. A principios de 1972, dos importantes dirigentes de la JP, Rodolfo Galimberti, un ex tacurarista que representaba especialmente a los jóvenes de la segunda oleada, y Alberto Brito Lima, un viejo activista fogueado en la “pesada” de la lucha barrial y sindical de la primera oleada, en el marco de su actuación conjunta en el llamado Consejo Provisorio de la JP, habían organizado un acto en el estadio de Cambaceres, en la localidad de Ensenada. En esta ocasión, los militantes de la JP que seguían a estos dirigentes habían coreado consignas a favor de las denominadas formaciones especiales. Hacia mediados del mismo año, en otros actos realizados en la Federación de Box y en la cancha de Nueva Chicago, en la Capital Federal, las desavenencias entre las consignas se hicieron notar. Los jóvenes promontoneros cantaban por la Patria Socialista y por una conducción compartida con Perón, mientras las agrupaciones del peronismo tradicional lo hacían por la Patria Peronista y replicaban con la exclusividad del liderazgo del conductor, al que juraban fidelidad no solo política, sino también doctrinaria. La tensión larvada estallaría el 20 de junio de 1973, durante el acto del segundo y definitivo regreso del líder justicialista, cuando los partisanos de distinto signo lucharon armas en mano por el control del palco oficial.