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Oscar Alemán, un gato con uñas de guitarrista

“Yo tengo seis trajes de escena y puedo ponerme cualquiera… pero no encuentro de la noche a la mañana, un tipo que cante en español, en francés, en portugués, en italiano, que baile, que sea negro, que toque guitarra, cavaquinho, pandeiro, contrabajo, batería, y que además, sea buen tipo, ¡y vos me lo querés quitar!”, se indignó Josephine Baker respecto de la oferta que le hacía el gran Duke Ellington por su músico estrella, a quien quería sumar a su orquesta de jazz, a fines de los años 30.

“Ese gato tiene raíces”, volvió a ponderarlo el Duke, escuchando una perfomance improvisada en la recepción que le tributaba la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires, con motivo de su largamente esperado arribo para presentarse ante el público porteño, tres décadas más tarde.

Escalas de una vida transitada sobre aguas turbulentas, para entonces Oscar Alemán había disfrutado del aplauso y el glamour de los salones parisinos y también ganado el reconocimiento popular en la Argentina tras su regreso forzado por la guerra, pero padecía el penoso olvido y las estrecheces económicas que lo devolvían a su niñez casi huérfana, en el sur de Brasil.

¿Quién era ese hombre diminuto de tez morena disputado por dos íconos de la música popular del siglo XX, capaz de hacer malabares con su guitarra sin resignar jamás el ritmo ni el sonido peculiar que le arrancaba a su instrumento?

Hay una palabra que lo define: swing. Figura clave de la escena del jazz criollo con proyección internacional, Oscar Alemán no fue simplemente el mejor en lo suyo, sino un animal de escena sui generis, único en su tipo.

Nada hacía presagiar que un oriundo del Chaco profundo, nacido en la localidad de Machagai en 1909, pudiera desarrollarse en semejante estilo cosmopolita y global, aunque la música ya estaba en sus genes. Su madre, de origen quom, tocaba el piano y su padre, uruguayo, pulsaba la guitarra. Con sus hijos (Oscar fue el cuarto de siete), papá Moreira formó la agrupación familiar Sexteto Moreira, dedicada a los ritmos nativos. La primera habilidad del futuro virtuoso de las seis cuerdas fue el baile.

“Yo nací bailando malambo, que no tiene nada que ver con lo que después hice toda mi vida. Pero eso vino porque el ritmo está dentro de mí… y el jazz es ritmo. Pero el jazz es, a la vez, musicalidad, y yo creo que he tenido las dos cosas; que las tengo todavía”, apuntaba en una entrevista para la revista Crisis, promediando los años 70.

Tras un fugaz paso por Buenos Aires (tocaron en el Parque Japonés y en el viejo Luna Park de la calle Corrientes, entre espectáculos de varieté) esa parte de la familia se encamina a Brasil y hace base en Santos, por una posibilidad de trabajo para el padre.

Ahí, la ya precaria situación económica no hace más que empeorar, y los hijos mayores salen a realizar changas, cuando llega la noticia de la muerte de la madre en Buenos Aires. Atravesado por el dolor, la impotencia y la pérdida, Moreira se suicida, arrojándose de un tranvía al vacío. Abandonado inexplicablemente por sus hermanos, Oscar se enfrenta a un destino de chico de la calle.

Buscando la manera de sobrevivir, merodea los alrededores de un hotel y casino de lujo. Abre las puertas de los vehículos que estacionan, lleva changuitos a la feria, para ganarse unas monedas, y duerme en la plaza. El cocinero del lugar se apiada de ese chico desvalido y le entrega un pan y una banana diariamente. A la noche, lo deja dormir en el sótano del establecimiento.

Mientras tanto, Oscar atesora celosamente moneda tras moneda para llevárselas a un luthier, a quien encarga un cavaquinho, un pequeño instrumento de cuatro cuerdas similar a una guitarra hawaiana, con el que piensa ganarse la vida, mientras practica con un modelo prestado.

Una tarde se entera del fallecimiento del artesano y toca la puerta del local cerrado por luto, creyendo dilapidado todo su esfuerzo. Pero el buen hombre ha expirado dejando como última voluntad a su esposa que le haga entrega a su cliente del cavaquinho terminado y del estuche más valioso de sus vitrinas.

Oscar ya tiene su cavaquinho, ahora le falta aprender a dominarlo.

Como en el restaurant del establecimiento ya se ha convertido en un “che pibe”, en una ocasión que falta un número de animación, se ofrece para reemplazarlo y toca una composición de su autoría. La audiencia queda encantada con el prodigio y le pide más piezas, pero el nobel músico se dispensa. Solo saber tocar un tema, que tiene que repetir a pedido del primer público que celebra sus habilidades.

Persevera, se inicia en la guitarra y conoce a Gastón Bueno Lobo, con quien formará un dúo y será prácticamente un segundo padre para él.

“Él era brasileño, pero adoraba Francia, como yo. Por eso, le puso ese nombre, Les Loups (Los Lobos). Y mirá, anoche estaba tocando en Lobos y me acordaba de él, mi compañero, que se suicidó después en Río Janeiro, hace una punta de años. Los dos tocábamos guitarra hawaiana, tocábamos guitarra criolla, yo a veces tocaba cavaquinho y él me acompañaba con la criolla. O yo tocaba la criolla como solista y él me acompañaba con otra criolla”, recordará de aquellos tiempos iniciáticos.

De regreso al país, hacia 1925, con el dúo ya establecido, consigue el éxito en esa Buenos Aires de pronto promisoria: conoce a Gardel y a Discépolo, incursiona en el tango y graba un poco de todo, con Los Lobos, integrando un trío junto al violinista Elvino Vardaro, o como solista. Pero los sueños y el afán de aventura los arrastra a ambos a un viaje transatlántico, rumbo a Europa, acompañando a la orquesta de un bailarín negro, Harry Fleming, que convence al capitán de hacer exhibiciones de box.

“En el barco, hacíamos dos peleas por noche. Una de peso gallo [donde peleaba el propio Alemán, curtido en las calles de Santos] y otra de peso mediano, donde peleaba Fleming. Peleábamos contra los pasajeros o con los marineros. Los músicos de la orquesta apostaban con plata que les daba el mismo Fleming y ganábamos siempre. Nos hicimos una punta de mangos hasta llegar a Cadiz”, rememoró esa otra faceta de su personalidad.

París era una fiesta

Con Fleming recorrieron gran parte de España hasta que a Alemán le llegó una invitación de esas que no se puede rechazar. Josephine Baker, la primera estrella afroamericana del espectáculo internacional, estaba formando su orquesta y los músicos le habían echado el ojo a ese guitarrista multifacético, por entonces anclado en Madrid, a la espera de una nueva oportunidad.

En la estructura del espectáculo, el guitarrista tenía su gran momento solista entre los cambios de vestuario de la diva de ébano. Tocaba jazz, su gran amor, pero también tango, música brasileña o cubana, o incluso una tarantela, y el teatro se venía abajo.

Su histrionismo innato se ponía de manifiesto en otras vertientes, como salir disfrazado… ¡de la propia Baker!

París fue pródiga en vinculaciones artísticas y afectivas. Ahí se relacionó con el gran Django Reinhardt, a quien un accidente doméstico obligó a desarrollar una técnica única para tocar la guitarra. Alemán y él llegaron a ser buenos amigos y a descollar en improvisaciones en el Hot Club, sala frecuentada por lo más conspicuo y exigente de la escena jazzera. También allí conoció a su primera mujer, Malou.

Ya tenía su propia orquesta y era dueño de la banda sonora de su vida, cuando la ocupación alemana le reorientó la brújula.

Una mañana de 1940, salió a pasear con su perro Pack y se topó con una patrulla, que respondió a las increpaciones de una paseante, con el disparo mortal de sus fusiles. Alarmado por el estruendo, el perro de Alemán comenzó a ladrar, recibiendo el mismo tratamiento. A su dueño no le fue mejor. Le advirtieron que las personas de color no eran bien vistas por el flamante régimen que gobernaba su amada Francia. Oscar volvió a su casa y comenzó a hacer las valijas.

Después de una traumática salida donde debieron resignar joyas y valores para ganar la buena voluntad de los funcionarios de migraciones, arribaron a Buenos Aires con 90 pesos en el bolsillo y la guitarra que, como siempre, debía ser su medio de subsistencia.

En una ciudad cambiada pero receptiva, eran los tiempos de la “típica y la jazz” animando los bailes en salones del centro y de los barrios. Oscar encontró terreno fértil para ganar rápido reconocimiento como el “rey del swing”. Ahora estaba al frente de un quinteto que incluía al talentoso violinista Hernán Oliva, pero el choque de egos abortó la experiencia luego de un incidente en Punta del Este, donde tuvieron a un espectador fanático, el multimillonario Aristóteles Onassis.

Musicalmente inquieto, Oscar expande la agrupación a sexteto, a una orquesta, para incursionar en otros ritmos, sin abandonar nunca el jazz que impregna su manera de hacer música.

Su personalísima versión del bolero “Bésame mucho” vende un millón de copias y rivaliza en la cartelera de Radio El Mundo con los demás artistas que provienen del palo del tango.

En la vida personal, forma pareja con una joven y ascendente actriz, Carmen Vallejo, madre de una niña que adoptará su apellido, Selva (futura protagonista de telenovelas) y de su única hija biológica, India Morena. Un remanso de familia entre tanta pérdida.

Tócala de vuelta

El hombre que atendió el teléfono ese día en su departamento de la calle Maipú, en pleno microcentro porteño, pasaba por un mal momento artístico y económico, de esos que duran años. Nadie recordaba por entonces que había hecho bailar a miles de parejas al ritmo de sus formaciones, el boom del folklore y la explosión del rock ocupaban las preferencias del público joven; ni siquiera los jazzeros más consecuentes lo tenían en cuenta, fascinados por las nuevas corrientes del género y por el esperado arribo de esa leyenda viviente y vigente, Duke Ellington.

Fue el propio Duke quien los puso en la pista. Recién llegado al país, el celebrado director de orquesta preguntó inmediatamente por él, por Oscar Alemán.

Por eso sonaba el teléfono en su departamento, invitándolo a la recepción en honor del ilustre huésped que tendría lugar en la embajada de los Estados Unidos.

Los elogios sinceros de Ellington, que tanto emocionaron a su destinatario, despertaron cierto interés en el ambiente y revitalizaron una carrera casi liquidada. El niño mimado de la Baker, el compadre de Django Reinhardt, malvivía de dar clases particulares de guitarra.

Después de foguear su repercusión en reuniones de acólitos, se programa un concierto en el teatro Santa María del Buen Ayre, recibiendo cálida recepción y respetuosa crítica.

Vuelve al ruedo. Las actuaciones se multiplican en el interior del país. Y a partir de 1973, sus presentaciones en la disco top Enterprise se convierten en un must de las temporadas de verano en Mar del Plata. Justamente actuando en esa ciudad, a comienzos de la década siguiente, sufre una descompensación que lo mantiene internado varios días. Aunque se recupera, el debilitamiento físico debido a un agudo cuadro de cirrosis, sumado a la profunda melancolía por la partida de afectos cercanos como el comediante Dringue Farías, le apuran un final de notas bluseras, el 14 de octubre de 1980.

“No tuve tiempo (de adquirir fundamentos teóricos). Pero para mi musicalidad no hubiera servido de nada, porque la tuve y la tengo adentro, y no necesita nada. Pero me hubiera servido, sí, para escribir, para poder dejar cosas o para no tener que explicarle a otro músico todo lo que yo quiero.”

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