Como sucede con Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963) robustece el mito del suicidio como final ineludible de quienes llevan vidas atormentadas y escriben poemas como heridas abiertas. El suicidio, en estos casos, resulta un acto de lucidez. Reivindica la inteligencia mordaz de estas autoras. No significa que haya necesariamente una relación estrecha entre inteligencia y suicidio –uno consecuencia de la otra–, sino que quienes han llegado a regiones insospechadas del lenguaje, a sus bajofondos infernales, pueden corporeizar la experiencia con la que el significante castiga a contraluz de las batallas perdidas. Y a favor de la muerte, esa sombra que ultraja sin compasión. La poesía representa no solo una experiencia estética sino también un destino que desnudará las zonas en las que la vida ejerció severidad y maltrato: son las capas del alma que la infancia ha sustraído y acumulado como trapos viejos en los sótanos de la memoria. Desde ahí, desde ese lugar sin nombre, el poema ejerce su magia irreverente y nos deshabita, quitándonos toda posibilidad de lógica comprensión. El poema se desata en nosotros y solo mordemos un pedazo de su intemperie para vibrar en el significado urgente de su soledad: “La mujer alcanzó la perfección./ Su cuerpo// muerto lleva la sonrisa del realización,/ la ilusión de una fatalidad griega// fluye por los pliegues de su toga,/ sus pies// descalzos parecen decir:/ hemos llegado hasta acá, se acabó.// Cada niño enroscado, serpiente blanca,/ cada ínfimo// cántaro de leche, ahora vacío./ Ella los atrajo// de nuevo hacia su cuerpo como pétalos/ de una rosa que se cierra cuando el jardín// se endurece y las fragancias sangran/ en las gargantas dulces, profundas, de la flor nocturna.// La luna no tiene por qué estar triste/ mientras observa desde su cofia ósea.// No le sorprenden estas cosas./ Sus lutos crujen y se arrastran” (“Filo”, traducido por María Negroni, del libro Una especie de fe. 10 poetas norteamericanas del siglo XX, editorial Bajo la luna).
La intensidad que carga la escritura de Plath es lo que cuenta. En particular los poemas del último período. “A medida que pasaban los meses y paulatinamente su poesía se iba haciendo más extrema, el talento para transformar cada detalle creció sin parar hasta que en los últimos meses el evento más nimio llegó a ser ocasión para escribir: un corte en un dedo, una fiebre, una magulladura. La opaca vida doméstica se le fundió con la imaginación suntuosamente y sin vacilaciones”, escribe el crítico inglés Al Alvarez, en El dios salvaje, en un capítulo enteramente dedicado a Sylvia. Y narra el origen del poema “Kindness” (La amabilidad), que contiene dentro una carga de bruma irónica y sedentaria que poco a poco accionará sobre nuestros ojos nítidos con sanguínea brutalidad y belleza. “La amabilidad se desliza por mi casa./ Doña Amabilidad, ¡siempre tan gentil!/ Las joyas azules y rojas de sus anillos humean/ en las ventanas, los espejos/ se llenan de sonrisas.// ¿Hay algo tan real como el llanto de un niño?/ El chillido de un conejo puede ser más salvaje/ pero no tiene alma./ El azúcar lo cura todo, dice la Amabilidad./ El azúcar es un fluido necesario,// sus cristales actúan como un pequeño cataplasma./ Ah, querida amabilidad,/ ¡con cuánta dulzura recoges los pedazos esparcidos!/ Mis sedas japonesas, esas mariposas desesperadas,/ pueden ser disecadas, anestesiadas en cualquier momento.// Pero aquí vienes tú, con una taza de té/ coronada de vapor./ El chorro de sangre es poesía,/ no hay manera de pararlo./ Tú me entregas dos niños, dos rosas.”
Por esa época, su marido, el poeta británico Ted Hughes, produjo una curiosa obra para radio en la que el protagonista atropella un conejo, mientras conduce en la ruta. El hombre recoge y luego vende el animal muerto y con el dinero “manchado de sangre”, remarca Alvarez, le compra dos rosas a su novia. “Sylvia se abalanzó sobre la anécdota, aisló lo central y lo interpretó adaptándolo a sus necesidades (…) Su poesía actuaba como un lente extraño y potente por medio del cual la vida ordinaria se filtraba y reconfiguraba con una intensidad extraordinaria”.
“Un hilo que nos une a todas”
Insisto en que lo esencial siempre es la obra. Pero una autora de este rango nos inquieta –e incluso nos enriquece como lectores– por toda la geografía de su existir. Plath, además de ser una poeta deslumbrante, está rodeada de varias cuestiones que hoy más que nunca nos interpelan. Y en particular a las mujeres. No hay milagro más cruel que este. Sylvia Plath: amar, maternar, escribir (Editorial Las Furias, 2022) es un ensayo de la poeta María Magdalena que da cuenta de un entramado complejo y poco complaciente alrededor de la figura y la escritura de Plath. Es un trabajo que se vale de Plath, que homenajea a Plath y que se despega de Plath de manera casi refractaria, sosteniéndose con autonomía en las ideas e inquietudes de Magdalena, de todo lo que Magdalena dinamita y reconstruye, valiéndose de una escritura aguda y filosa, dulce y melancólica, lírica y desafiante.
En “Palabras introductorias. El dolor al que despiertas no es tuyo”, Magdalena escribe: “Las biografías de Sylvia Plath están llenas de intentos vanos de simplificar lo contradictorio y lo complejo: o víctima o victimaria, o santa o bruja. Plath era una norteamericana blanca de clase media que soñaba con la casa en los suburbios, el jardín, el marido perfecto y los hijos relucientes; también era una mujer oprimida por la sociedad patriarcal de los años 50 que se debatía entre la escritura y la vida doméstica; era la gran poeta y la mujer desesperada, la que percibía a las otras mujeres como una amenaza, la que se burlaba de la infertilidad, la que se vanagloriaba del ser madre como condición ineludible de lo femenino; la que celaba, hostigaba, insultaba, quemaba manuscritos de su marido; la que añoraba ‘un gran amor extraordinario creador floreciente denso’; la que abandonó a sus hijos y fue abandonada con sus hijos, la que salvó a sus hijos. No escribo para victimizar ni para reivindicar, tampoco para encontrar culpables y exigir condenas. Escribo para pensar, con las herramientas que nos facilitan las teorías feministas, lo contradictorio y lo complejo que ha sido –y continúa siendo– amar, maternar y escribir para las mujeres. Tres tareas que, siguiendo a Sigmund Freud, pueden pensarse también como imposibles cuando intentan conjugarse. Sylvia Plath es el hilo conductor de este libro. Un hilo que, de distintas maneras, nos une a todas”.
Cada “capítulo” comienza con el fragmento de un poema de Plath, traducido por Magdalena; luego continúa una prosa que desarrolla una hermenéutica singular sobre algún aspecto de la obra y de la vida de Plath; una segunda prosa que lee a la poeta estadounidense desde diversas teorías feministas que confluyen en una perspectiva que la propia Magdalena asume; y una tercera prosa, más lírica, más íntima, que surge de experiencias personales de la autora. Entre los tres registros se crea un diálogo singular y explosivo. En definitiva, No hay milagro… no solo nos reconecta con lo más poderoso de la obra de Plath, sino que nos propone un giro de otra magnitud: un encuentro próspero entre una poeta argentina y una autora de lengua inglesa que concibió una obra alucinante a la vera de una época, aún difícil, para las mujeres.
Ecos que parten
Sylvia Plath nace un 27 de octubre. Vive 31 años. El último, ya separada de Hughes, con dos bebés a su cargo (Frieda, de tres años, y Nicholas, de nueve meses) y una intensidad demoledora que la mantiene en crisis, cierra su obra con versos que laceran. Así concibe entonces a las “Palabras”, así las define: “Hachas/ con cuyos golpes resuena la madera,/ ¡y los ecos!/ Ecos que parten/ desde el centro, como caballos”.
“¿Y acaso no hay allí una mujer que, sirviéndose de la frustración, el resentimiento y la furia, escribe los mejores poemas de su vida? –remata Magdalena–. Este, podríamos considerar, es su último acto. No el darse muerte. Sino el haber llegado tan lejos. Con la escritura. La única felicidad libre de todo mandato.”