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Spregelburd: “El único lenguaje posible en el teatro es el del humor”

Foto: Lucas Suryano

Una obra de teatro independiente, cuestionadora y que invita a reírse de los prejuicios instalados en la sociedad, llega a la calle Corrientes. Se trata de Inferno, estrenada en el Teatro Astros el pasado 7 de septiembre. Caras y Caretas conversó con su director, dramaturgo y actor, de Rafael Spregelburd; con la diseñadora de vestuario, Lara Sol Gaudini, y con el músico en vivo, Nicolás Varchausky.

–Escribiste Inferno por encargo de un teatro austríaco. ¿Cómo decidiste presentarla en Buenos Aires?

Rafael Spregelburd: –Hace un tiempo que mis obras son trabajos comisionados de otros países y siempre lo hago poniendo un ojo en el encargo, qué es lo que ellos necesitan. En este caso, una obra por los quinientos años de El Bosco, pero también sabiendo que más tarde me voy a apoderar de eso para hacerlo yo. Así que siempre estuvo el plan de hacerla. Con La terquedad pasó lo mismo. Tardamos ocho años en conseguir un teatro que pudiera montarla y, en este caso, pandemia mediante, hubo seis o siete años de demora.

–Es muy novedoso el cruce entre dictadura y comedia.

R. S.: –No creo que la obra sea estrictamente una comedia, más bien tiene una estructura bastante trágica, lo que pasa es que nuestro lenguaje, y creo yo, el único lenguaje posible en el teatro, es el del humor. Humor que no busca hacer gags o hacer reír, sino que simplemente la mostración de lo otro, de lo ajeno, de lo ridículo. Es una de las formas de la percepción más asociada a esto que es el teatro. El teatro es una herramienta muy pobre para afirmar o negar nada. Solamente puede formular preguntas, y cuando estas preguntas están tan fuera de eje, como en el caso de esta pieza, es natural que surja el humor. Al mismo tiempo, son temas tabú, muy difíciles de tocar, porque si no se tornan monumentales, se habla de estas cuestiones con un aspecto de mausoleo. Ya sabemos de qué lado están los correctos y de qué lado están los malos y es muy difícil construir teatro con eso porque no hay ninguna posibilidad de alterar la información que el espectador bienpensante ya tiene en su cabeza, son temas poco tratados porque muchas veces no hay más que decir al respecto. Todo lo que se puede decir son obviedades, no es mi lenguaje y no creo que sea posible hacerlo a esta altura de los acontecimientos. Lo que hay es una obra viva que puede tener zonas muy risibles y zonas muy amargas pero para mí lo más importante es seguir hablando estos temas y encontrar la manera de que no se vuelvan museísticos.

–Es interesante el planteo de la fábula de Inferno respecto de que quien sobreviva a un campo de concentración vivirá en el infierno, es decir que no hay salvación posible.

R. S.: –Se ha reflexionado sobre la figura del delator, del traidor, está el libro de Ana Longoni, Traiciones, que analiza cómo la literatura argentina toma la figura del sobreviviente del campo de exterminio de la dictadura porque fue un tema que dividió aguas. Cualquiera que salía con vida de esos centros era sospechado inmediatamente de colaboracionista, muchas veces incluso fusilado por las propias instituciones revolucionarias. Lo que se tenía como dogma es que era preferible morir en combate, incluso iban preparados con una pastilla de cianuro para morir, antes que caer prisioneros. Esa moral casi católica de sacrificio generó un tabú muy grande respecto de este tema porque desplazó el eje: en vez de reconocerle a la dictadura una enorme eficacia para instalar el miedo, se considera a la víctima como parte de los victimarios. Una persona que es secuestrada pasa a ser culpable de algo que se obtiene con tortura, es un tema que no está para nada solucionado. En el caso de esta fábula que hemos construído, una vez que se está en el infierno, se está siempre en él. Los personajes dicen “ninguno de ellos pudo tener una vida después de esto”. Y es muy probable que haya sido así. No tengo elementos biográficos para pensar qué le puede pasar por la cabeza a una persona en esta situación, simplemente la imagino con teatralidad, pero sí coincido en que es el infierno.

–¿En qué consiste el “caos escénico”?

R. S.: –Es una pregunta en la que me van a ayudar mis compañeros, quienes solo son responsables del caos. Esta es una obra que se podría haber hecho en un espacio vacío; en un teatro sin recursos, seguramente habríamos apelado a imaginarlo todo y no a utilizar los recursos visuales, técnicos y económicos en nada que no fuera humano, que es como estoy acostumbrado a hacer mis espectáculos, a escenario vacío. Pero dado que esto es una producción del Teatro Astros, de Andrea Stivel y Claudio Gelemur, se nos ofreció la posibilidad de imaginarlo todo. La primera propuesta de Santiago Badillo fue un espacio con una gran dosis de horror vacui, todos los rincones tienen información, en todos hay algo para leer, algo que dice, algo que distrae. Él concibió este espacio como si hubieran llamado a siete directores de arte diferentes y cada uno hubiera tenido la misión de construir la casa del protagonista. La casa está reducida a una cama, una mesa, dos sillas, una botella de whisky, un teléfono y nada más. Esto está multiplicado por siete. Hay siete camas, siete mesas, con distintos estilos, como si cada director de arte hubiera dicho “yo la imagino así”. Nosotros los empezamos a mezclar y empezamos a construir esa textura que hace que los actores tengamos que estar saltando arriba de los muebles para poder ocupar el espacio. Es también una libre interpretación de lo que yo creo que sucede en la pintura de El Bosco. El Bosco no deja resquicio. En todos los rincones de su pintura está pasando algo y eso te llama la atención sin jerarquías. A lo mejor está pasando algo en un primer plano y el segundo o tercer plano te está mostrando algo que tiene exactamente el mismo interés. Entonces, ¿cómo hago para dirigir la mirada? Es una mirada que se vuelve caótica porque empieza a no haber jerarquías claras. El caos escénico es algo que siempre me interesó mucho y de esta manera el espectador nunca está seguro de estar mirando el lugar correcto. A esta propuesta inicial de Santiago Badillo se sumó lo que pedimos y encargamos a Lara Sol Gaudini, la vestuarista, y a Nicolás Varchausky, músico en escena, que trabajan en esa misma consonancia.

Lara Sol Gaudini: –Hay algo que me pasó viendo la obra desde los hombros del escenario: se ven un montón de cosas que no ve el espectador y hay una construcción casi de instalación que hace un tránsito que por ahí no es legible inmediatamente por parte de quien lo ve, y hay algo del trabajo de figura-fondo que está hecho en un proceso en el que también la lectura de los actores en ese espacio hace que a veces se entierran, no se entierran, se ven, no se ven. Tiene que ver con lo que propuso Santi en un principio y con lo que construímos una multiplicidad de elementos en el escenario. Por un lado, hay algo en el desarrollo del vestuario en relación a cómo los actores atraviesan la escena. Por ejemplo, con Andrea Garrote construíamos algo en relación con las mitades de los vestuarios de los personajes, con la idea de que no fueran cambios completos, sino un poco como sucede en los sueños o en la pesadilla, que algo parece una cosa pero no es. No queríamos que hubiera una referencia directa a una época o momento histórico sino que la lectura del espectador pudiera ser bastante personal.

R. S.: –Perdón, había una cuestión muy definitoria en el vestuario y era si lo anclábamos o no en los años 70, entonces decidimos que para que no se expoileara eso, porque sí ocurre en los 70 pero el espectador no lo sabe, el espectador cree que él ha sobrevivido, con lo cual había que mixturar mucho estilos, épocas y años para que la pregunta desapareciera, tenía que volverse teatral y no de representación histórica.

–Y el músico…

R. S.: –El músico de la obra es también muchos músicos. Por momentos hace música de fondo de los bares donde se reúnen los personajes, hay un borracho que toca un organito, un casiotone al que le faltan teclas, cada uno tiene su correlato físico.

–¿Cómo es el “caos musical” de la obra?

Nicolás Varchausky: –Siguiendo lo que decían Lara y Rafa, la estructura de la obra son siete cantos, así como se multiplican situaciones por siete como en la escenografía, o en el vestuario, la composición musical acompaña esa idea, y hay de hecho siete fuentes sonoras diferentes. Hay diversidad en los géneros y en las estéticas musicales, pero también en los dispositivos que uso para producir la música. Hay desde transformadores a los que capto el campo electromagnético para producir sonidos diferentes, hay una cama que se vuelve una fuente de una especie de rave/murga, está la guitarra eléctrica, una máquina de escribir, está este casiotone, canto también, están los discos de vinilo que mezclo en vivo; así que hay siete fuentes a partir de las cuales se producen siete sonidos diferentes que se vinculan con las siete virtudes que este personaje necesita adquirir para salir de ese infierno.

R. S.: –Cuando decidimos hacerla con Guido Losantos, nos reímos porque tenemos un parecido físico y lo quisimos explotar. La obra no está escrita para eso, pero dado que se trata del tema del plagio y la pesadilla, uno en la pesadilla pierde su identidad, no tiene muy en claro quién es, tampoco tiene claro si uno está adentro o afuera, cuando uno sueña se ve a sí mismo, así que nos venía muy bien ese parecido físico, pero también nos venía muy bien la idea de plagio. Hay en determinado momento en que los dos hacemos lo mismo y esto produce una especie de doppelganger horroroso. El tercer elemento masculino, que es el músico, a veces participa y a veces no de esa confusión, queremos integrarlo pero lo negamos, a veces le contamos pero lo descartamos; tiene que ver con esa indecibilidad que se tiene en el sueño, donde las cosas son y no son al mismo tiempo.

–En todas tus obras aparece esta idea del lenguaje como estafa, a la vez que es lo que más amás…

R. S.: –La pregunta es: ¿se puede vivir adrede fuera del lenguaje? Yo no llamaría amor a esta relación con el lenguaje. Es amor-odio, nos burlamos un poco de esta gran impronta psicoanalítica, que entre nosotros y el mundo hay un muro y ese muro es el lenguaje. Vivimos en un mundo interno y también está el mundo real y nuestra manera de aprehender el mundo real es a través del lenguaje, les ponemos nombres a algunas cosas y a otras no les ponemos nombre, esas otras cosas persisten pero como sombras, como síntomas innombrables dentro de nuestras experiencias y el lenguaje, la gramática, un lenguaje que además es construído por nosotros pero también es impuesto por un afuera que no elegimos. Me interesa mucho el poliglotismo, me hace pensar en cómo pensaría una persona que no habla el castellano como lengua materna sino otro idioma. Siempre me encuentro a dos aguas. Cosas que en castellano pueden ser equívocas, como “el encendedor de lata/el encendedor delata”, y otras que en otros idiomas no significan nada, se van a volver locos los traductores de la obra para hacer todos los juegos lingüísticos que tenemos. Si hay algo que mis obras afirman siempre es eso: el lenguaje es nuestra manera de ser en el mundo, pero no lo llamaría amor.

–¿Por qué el Astros?

R. S.: –Lo del Astros es una especie de milagro. Es un teatro que estuvo cerrado mucho tiempo y que con la reapertura que hacen Andrea Stivel y Claudio Gelemur le quieren dar un perfil diferente, un perfil que por otra parte ya se viene gestando. Están faltando en Buenos Aires salas que tengan teatro de arte pero que al mismo tiempo tengan las dimensiones para hacerlo redituable. Algunos teatros han tomado esta posta, como el Picadero, el Metropolitan, la sala Caras y Caretas donde suele estrenar Kartun, que en una sala del querido teatro independiente perdería dinero o perdería a los actores, que se irían rápidamente a una obra más redituable. Hay una zona del teatro local que necesita salas de trescientas o cuatrocientas butacas para poder subsistir. Yo nunca había tenido acceso a estos espacios, si bien muchas de mis obras en otros países se estrenan en espacios comerciales. Esta obra se hizo en un teatro grande, obras como Lúcido se hicieron en París en sala de quinientas personas y fueron éxitos comerciales, pero por algún tipo de prejuicio la cartelera porteña no suele programar en el espacio de la calle Corrientes al autor nacional. Es la primera vez que un teatro de estas características decide convocarme con mi obra sin cambiarle una coma para transformarla en algo que el público de la calle Corrientes quiere pero no tenemos ni idea qué es y me pagan los ensayos y producen la obra. Por eso digo que es una especie de milagro. De hecho, hace unos años fantaseaba con irme del país porque hay otros lugares donde trabajo con más comodidad, donde mis obras encuentran más rápidamente un sistema que les da sentido. No me iba porque trabajo mucho en el sector audiovisual y mi trabajo a estas alturas es más intenso en el cine que en el teatro, pero también porque en muchos casos tenía la suerte de poder ser comisionado con obras extranjeras y el dinero lo ganaba de esa manera y luego montaba la obra en el teatro independiente para perder ese dinero que ganaba. Al mismo tiempo, mi relación con el teatro seguía siendo apasionada porque podía hacer mis obras. Con la pandemia eso se cortó, se cortaron los viajes, se cortaron los teatros independientes, ya no son redituables y de hecho, si no hubiera existido la propuesta del Teatro Astros, no sé si estaríamos teniendo esta charla porque son irresistibles las propuestas del exterior y muy muy duras las condiciones en Buenos Aires, así que realmente se nos juega mucho en esto. Se nos juega un cambio de paradigma que no solo me beneficia a mí. Una obra como La traducción, de Matías Feldman, desalojada del Cervantes por terminar su contrato, no tiene dónde subsistir si no es en un espacio grande, así que todos estamos muy pendientes de este experimento.

–¿Cómo fue el proceso de ensayos?

R. S.: –El proceso de ensayos fue curioso porque se tuvo que adaptar a unas normas que no suelen ser las de mi compañía, El Patrón Vázquez. Solemos ensayar mucho tiempo. Aprovechamos el tiempo en los ensayos para tocar el texto, reescribirlo, hacer que le encaje al actor como si fuera un vestuario, hay muchas cosas que están escritas sobre la peculiaridad de los mismos actores que trabajan en mi compañía. Así que en este caso fue una mezcla bastante extraña porque teníamos un plazo, ensayamos cuatro meses, normalmente se ensaya dos o tres meses en el circuito comercial; nosotros ensayamos cuatro meses con muchas interrupciones porque estábamos filmando, para mí es poco tiempo para lo que estoy acostumbrado a hacer. Yo suelo ensayar entre seis meses y un año con muy poca frecuencia semanal, lo cual me da el tiempo entre ensayos de cambiar, reparar, tomar distancia. No creo que el texto sea una partitura que se tiene que realizar así como está. De hecho esta versión difiere bastante de la versión alemana que estrenaron los austríacos. Hay muchos cambios en el texto para mejor. Si tuviera que editar una versión de la obra, publicaría esta y la otra la considero no estrenada, inédita; todavía no verifiqué si funciona. Quiero resaltar la inclusión de un fotógrafo artista como Marcos López, que hizo un trabajo increíble sacándonos fotos y pintándolas muy en consonancia con lo que es la obra. Andrea Stivel y Claudio Gelemur estaban encantados con que Marcos aprovechara la marquesina de led de la calle Corrientes como una galería de arte.

–¿Cómo fue el trabajo con los actores y actrices?

R. S.: –Me parece importante señalar que este es un elenco realmente construído con la complicidad absoluta de sus integrantes: a Guido Losantos ya lo mencionamos, quiero nombrar a Andrea Garrote. Es la primera vez que trabajo con Violeta Urtizberea. Con Andrea queríamos armar un elenco en donde hubiera dos edades diferentes, por un lado para renovar la energía y también para que pudiéramos probar algunas escenas que requerían edades diferentes. No sabíamos cómo podía funcionar porque Andrea y yo nos conocemos hace mucho tiempo, sabemos lo difícil que es trabajar con un director que es también actor de la obra, porque no estoy afuera, estoy adentro, lo que percibo lo percibo desde dentro. El orden externo me parece necesario pero es un tema menor para mí, es un tema coreográfico que tarde o temprano se ordena solo. Nos reímos mucho porque quien ha colaborado mucho con esto es nuestro asistente Pablo Cusenza, y también nuestra productora, Caro Stegmayer, a quien cuando mira de afuera la llamamos Coni y ahí es nuestra coreógrafa. Está muy bien que alguien que está afuera mire y diga porque a mí me interesa menos esa zona. Así que somos un equipo con una confianza medio tácita. Fue interesante incorporar a personas nuevas y ver que se podían sumar a ese nivel de confianza. En Inferno hay mucho de propuestas de los actores de las que yo me apropio con mucho goce porque digo “sí, sí, es lo mejor que le puede pasar a este texto”.

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