Cada 16 de septiembre, Pablo Díaz tiene un ritual: contar y volver a contar lo que pasó hace 46 años. La Noche de los Lápices se convirtió en una fecha cargada de simbolismo, pero sobre todo en una muestra de lo que fue capaz de hacer la última dictadura militar. El secuestro de diez estudiantes, y el asesinato de seis de ellos, las torturas, vejaciones y abusos que sufrieron en el Pozo de Banfield, se transformaron en una historia que -por repetida en películas, charlas y libros- no deja de helar los huesos. Para Díaz, sobreviviente de ese trágico episodio, es además una fecha que lo deposita una y otra vez en ese momento, en sus 16 años, la adolescencia perdida entre los gritos de dolor, los golpes y la muerte rondando alrededor.
“A veces hago el esfuerzo para creer que fui testigo de eso”, dice a Caras y Caretas. “Todo este horror vivido me angustia cuando veo la banalización de la violencia, del odio. Me angustia mucho el odio porque es el origen de los campos de concentración, de la tortura, de la muerte, la picana y las violaciones”, agrega.
Por eso, el aniversario de la Noche de los Lápices se constituyó para él en un “ritual”. “Nosotros no pudimos construir el adiós, yo les dije ‘hasta luego’ a los chicos. No pudimos tener un velatorio para saldar las deudas. Lo que tenemos son rituales, el ritual de la Noche de los Lápices. Y es este, la necesidad de hablar, de contar cómo eran”, explica.
La historia es conocida. El 16 de septiembre de 1976, en La Plata, se inició un operativo conjunto de efectivos policiales y del Batallón 601 de Ejército para capturar a un grupo de jóvenes que tenían entre 16 y 18 años, y en su mayoría eran integrantes de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), que reclamaban por el boleto estudiantil secundario gratuito.
“Yo no escondo las filiaciones políticas, pero yo lo viví como lo que le pasó a un grupo de amigos y amigas”, dice Díaz. “En la calle hubiésemos sido militantes, pero en el pozo de Banfield fuimos otra cosa. Cada uno de nosotros, en el extremo donde estábamos, fuimos más amigos que militantes. Siempre pienso y me pregunto, ¿cuántas veces violaron a Claudia (Falcone) sabiendo que la iban a matar? Es la Justicia la que tiene que responder, pero la Justicia se calla”, lamenta.
-¿Siente que hubo un retroceso en materia de Justicia?
-Hubo un deterioro de la justicia, a lo largo de estos años. Cuando fui a declarar en el juicio a la Junta de Comandantes, creía que iba a dar testimonio en la justicia terrenal y divina. Cuando entré, sentía que había llegado, dije: “Acá estoy, guardé todo para esto”. Y hoy, en el juicio del Pozo de Banfield, en el que declaré hace un mes, vi a tres hombres que viven en country, que no pagan ganancias y que se querían ir rápido a sus casas. Si el crimen de los crímenes tiene arresto domiciliario… ¿qué nos queda?
-¿Todavía siente la necesidad de que se siga contando esa historia?
-Año tras año, pienso lo mismo y digo: “Ya está, ya di mi testimonio”. Pero siempre hay algo que me dice, “no, pará, no estamos tan bien”.
-¿Qué sucedió?
-El negacionismo.
-¿Está más presente?
-Sí. No sé si es que está presente en los adultos y han encontrado la forma de que esté presente en los jóvenes. El negacionismo es una instancia de retroceso muy grande, desde lo humano. El ser humano lleva consigo mismo la contradicción de poder hacer el bien y el mal, pero generalmente hace el mal. En esa debilidad que nos lleva a generar odio, discriminación, individualismo y desinterés por la pobreza, el sufrimiento.
-El negacionismo siempre aparece a través de la discusión de cuántos desaparecidos hubo.
-Si hubo 30 mil o 9 mil… hace poco le dije a los jueces del caso del Pozo de Banfield: pongan a 9 mil personas en fila, a la primera desnudala, ponele picana en los pechos, violala y quemala. A la quinta persona, se van a cansar, ¿y a quién llaman? ¿A sus amigos, a sus familias? Ahora, ¿les importó la primera? Si no te importó la primera, estamos en un problema.
-¿Se perdió la perspectiva de ese tipo de vejaciones?
-Exactamente. Es la pérdida del valor esencial, de la vida y su contemplación. Lo cualitativo es algo banal porque se centra en un debate incierto.
-Por eso es importante su testimonio.
-Siempre me preguntan lo mismo, ¿cuál fue la razón por la cual nos detuvieron? La respuesta es muy simple: sensibilidad social, amor y pelea. Eso es lo que querían borrar. En el fichaje nos definían como peligrosos mínimos, pero potenciales subversivos. La capacidad crítica de una adolescente respecto de las injusticias, de la pobreza, es el peligro en sí mismo para que te conviertas el día de mañana en un adulto que pelee en los sindicatos, en la universidad o en los barrios. Fuimos detenidos por la semilla, para no poder brotar. Era la mentalidad persecutoria de la dictadura, del autoritarismo. Siempre me acuerdo que en un interrogatorio, un coronel, Campo Amor, casi que me retaba, me decía que cómo podía ser que yo, que en mi casa tenía de todo, iba al barrio; por qué, si en mi casa de clase media profesional, me había metido en eso.
-¿Esa era la razón por la que estaban detenidos?
-Exacto. En nuestra historia de vida, fueron dos años. Claudia tenía 16 años, ¿cuánto pudo haber vivido hasta entonces? No tuvo más historia que la de su secundario, la agrupación política partidaria, el barrio, las peñas y los besos, el amor adolescente. Nuestra propia adolescencia puesta ahí, juzgada para la muerte, el asesinato, la violación y la tortura. Todavía me sigo preguntando cosas.
-De todos los recuerdos que tiene de ese momento, ¿qué es lo que siempre se le viene a la mente en estas fechas?
-La historia de la Noche de los Lápices fue creciendo, madurando y consolidándose a partir de distintas generaciones. Cuando se hizo la película, los libros y en el mismo juicio, veíamos que había una reacción de cuidado para que los chicos no participaran, porque les podía pasar lo mismo. Generaba el “no te metas”. Hoy, cuando termino de dar una charla, la primera es si extraño esa época. La Noche de los Lápices es una historia de amor, no tengo dudas. Me dejó la historia compartida, más de 90 días en el Pozo de Banfield, con compañeros y compañeras. Éramos adolescentes que pedíamos por mamá y papá, éramos amigos que pensábamos en ir a tomar cerveza cuando saliéramos de ahí, a seguir siendo adolescentes, con todo el respeto que tengo por padres, madres, hermanos y amigos que necesitan reivindicar de acuerdo a lo que ellos extrañan. Pero yo los vi íntimos, amigas y amigos. Extraño el espalda con espalda con Claudia, los cantos, el estar, las ganas que teníamos de comer una milanesa. Yo tuve una visión íntima, tal vez egoísta: no declaré para la sociedad, declaré para mí, bajo el juramento personal de que no los dejara ahí, de que iban a salir.
Díaz habla de sus miedos y de sus fantasías. De alguna forma, el haber sufrido una tragedia de estas dimensiones siendo apenas un adolescente, lo colocó en un lugar de testigo clave, pero también con la carga de transformar ese dolor en una misión de vida. “Mi fantasía es que cuando la naturaleza me lleve, volver a verlos y preguntarles si, como sobreviviente, hice todo lo que ellos esperaban que hiciera”, reconoce. Jack Fuchs, sobreviviente de Auschwitz, le dijo una vez que el hombre es potencialmente bueno y potencialmente malo. Esa frase le quedó grabada. “Una vez en una conferencia, yo tendría unos 40 años, le pregunté a Fuchs si cuando tuviera 70 iba a seguir hablando de lo mismo. Él me miró y me dijo: ‘Sobrevivimos para dar testimonio y siempre vamos a tener la responsabilidad de crear felicidad’. Tal vez sea así. Tengo 63 y sigo hablando”, dice.
-¿Sigue atesorando ese momento, más allá de lo que pasó después?
-Sí. Cuando mi hija cumplió los 16 años, yo la miraba pensando en los 16 años de Claudia. ¿Qué habrán visto? ¿Es el fundamentalismo que cruza la calle? Se me hizo más incomprensible todavía. Como le dije en un debate, en el juicio, al coronel Sánchez Toranzo, si nos escuchaba la guardia hablar, ¿de qué hablábamos? Tal vez nos vieron como demonios, no sé. No tengo posibilidad de comprender. Yo no me salgo que teníamos 16, 17 años. No son poses. Fuchs contó que cuando volvía al campo de concentración después de un día de trabajo forzado y veía que alguien ya no estaba, no hacía nada, iba a su barricada y se acostaba a dormir. Uno espera una pose, algo heroico. Aprendí entonces a decir la verdad, la historia misma. Ahí me animé a decir que en el simulacro de fusilamiento me hice pis y grité “¡mamá!”. Estoy convencido de que los chicos fueron dignos hacia la muerte. María Clara Ciocchini, que era muy católica, nos pedía que rezáramos. Nosotros nos preguntábamos dónde estaba Dios, nos habían torturado, estábamos para la muerte, lo sentíamos en el abandono: no nos daban de comer. Ella rezaba y rezaba y fue a la muerte rezando y creyendo. Hace dos años le escribí al Papa Francisco. Tenía una foto de él saliendo de Auschwitz, con el rostro apesadumbrado. Le pregunté si nos había visto ahí y le conté la historia de María Clara, que murió como una mártir, murió creyendo en Dios. Después de hablar con el Papa, pude contarle a la hermana de María Clara que él la considera una mártir.
-¿Alguna vez algún represor le explicó algo?
-No, no.
-¿Ni siquiera un pedido de perdón?
-No. En un juicio a los Carapintadas, a Caridi, que era jefe del Estado Mayor, le preguntaron en qué otro momento se hubiera levantado, y dijo: “Cuando estrenaron la película de la Noche de los Lápices, por lo que provocaba en nuestros hijos”. Después de ver la película, los hijos les preguntaban si habían estado en esa operación.