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Legado eterno

Ilustración: Juan José Olivieri

Ilustración: Juan José Olivieri

Gustavo Leguizamón fue autor de más de 800 obras; muchas de ellas, clásicos absolutos del folklore argentino más sofisticado. Esas canciones conservan una conmovedora vigencia popular. Se lucen tanto en la voz de Mercedes Sosa –para citar a la mejor (pensar solo en su versión de “Si llega a ser tucumana”, de 1995)– como en los escasos registros propios al piano e, incluso, de su destemplado canto. Casi no grabó: las causas habrá que rastrearlas en una mixtura de desinterés y tensiones con la industria discográfica. El sitio donde esas piezas alcanzan un nivel superlativo es dentro de un artefacto maravilloso, con sus reglas y singularidades: el Dúo Salteño, su gran creación. Es un dúo que puede considerarse trío: el Cuchi fue mentor, arreglador y director musical de la dupla de Patricio Jiménez y Chacho Echenique. Más allá de especificaciones técnicas (no cantar por terceras, evitar el unísono, desarrollar melodías independientes) y sin olvidar los hallazgos musicales y vocales, el dúo funciona como una revelación profundamente poética.

El caso del Cuchi es único por muchos motivos. Como sus adorados Macedonio Fernández y Enrique Villegas, su diletante ambular por la cultura está atravesado por corrientes filosóficas y por el hechizo que produce su carisma en el relato oral. Palabra y música –desde la de los valles de su tierra hasta la de Arnold Schönberg, pasando por el jazz y la bossa nova– confluyen en su mirada cósmica. La definen. Echenique dijo una vez: “Siempre hablaba filosóficamente del tiempo. Parecía estar volando”.

Dentro de la vigencia de la obra, existe una arista agazapada y poco vindicada: su relación con la palabra escrita. Eclipsado por la estatura de Manuel José Castilla y de Miguel Ángel Pérez, era un poeta siempre al acecho. En los esporádicos conciertos que dio como solista, solía prologar las canciones con parlamentos en los que desplegaba una picaresca erudita y popular, entre Fray Mocho, Vizcacha y los filósofos griegos que devoraba. Son relatos memorables que se extendían en una versión académica –pero no menos informal– en los claustros. Ejerció por años como profesor de Historia de secundario y sus clases son legendarias en Salta: aún hoy alumnos veteranos hablan de “la desopilante hora del Cuchi”.

BAGUALAS DORMIDAS

Fue un experto en zambas y opinaba que toda zamba encierra “una baguala dormida”. Su afán renacentista era periférico y mundano al mismo tiempo y lo multiplicaba en intereses: los pájaros, la buena gastronomía, Borges, Bakunin, Alban Berg, Satie, Bartók, Stravinski, Ravel y también Duke Ellington, Art Tatum, Ella Fitzgerald y Billie Holiday y Heitor Villa-Lobos y Chico Buarque. Llegó a hacer conciertos de campanas e intentó una sinfonía de locomotoras. “La locomotora –decía– puede ser un instrumento musical maravilloso, con dieciocho escapes de gas que son sonidos y un pito con el cual se pueden hacer maravillas, sin contar con su misma marcha.” Odiaba los festivales en general y el de Cosquín en particular. “En Cosquín nunca hay nadie”, opinaba con resignado sarcasmo.

Escribió mucha poesía, mostró poco y tuvo un período romántico. Como muestra, vaya un poema firmado el 11 de mayo de 1946, inédito durante más de medio siglo. Era una época de idas y vueltas de Salta a la Capital. Se titula “Sometimiento”: “Noche desesperadamente enfurecida, de cerros y lluvias./ Cuánto demoré en pronunciar el beso que no logró alcanzarte./ Habías aprendido del viento a huir de mis manos buscadoras./ Y te dormiste con el sueño de todas las mujeres,/ que se dejan amar como las rosas. Por las alegres voces de tus años,/ supe que al álamo verde de tu juventud no podía regarlo con mi sangre./ Cuando volvíamos, quedó colgado de tus puertas/ el llanto de un mendigo recién nacido./ La ciudad maldita nunca comprenderá mi regreso”.

En un dossier que le dedicó la revista cultural Las Ranas, que dirigía Guillermo Saavedra, Federico Monjeau escribió sobre una puntal interpretación del Cuchi de su zamba “Maturana”, a piano y voz: “La zamba está dicha casi a los gritos, sílaba por sílaba, nota a nota, como si el cantar quisiera documentar la naturaleza cambiante de la melodía, cuya altura se modifica efectivamente sílaba por sílaba (…). Y a su vez es la manera en que Leguizamón trasmite el drama del hachero Maturana”.

Entre los muchos temas que firmó letra y música se encuentran “Chacarera del expediente” –en el que de un modo tangencial cuela su profesión de abogado– y “Zamba del carnaval”. También piezas que dejan filtrar lo social, a la manera yupanquiana, como “Coplas de Tata Dios”: “Pobrecito Tata Dios/ administrando perjuicios,/ pobreza, muerte y olvido./ La pucha con el oficio”.

COMPOSITOR MINUCIOSO

Uno de sus hijos, Delfín, contó lo minucioso que era en el momento de la creación. “Se ponía a trabajar con cuatro notas hasta que lograba una síntesis exacta de lo que quería. Era muy cuidadoso de la composición, la iba trabajando y puliendo continuamente. De todos modos, vivía en un estado de creación permanente. Podía ir caminando por la calle y estar componiendo, iba silbando, creando un poema o pensando en algo que tenía que ver con alguna dimensión del arte. Escuchaba las bocinas de los autos y las pensaba como melodías posibles y no como ruidos de la ciudad. Estaba convencido de que los zorzales le contestaban, y era verdad. Se ponía a silbar, y hasta que el zorzal no le repetía el silbido no paraba.”

Cuando murió, en la bisagra del fin y comienzo de milenio, se encontraba –perdido en una nebulosa, casi sin memoria y con un piano desafinado– en su modesta casa de Salta rodeado de hijos y de pájaros que seguían respondiendo a sus silbidos. Algunos años atrás había escrito una zamba hermosísima. El detonante fueron unas cataratas que le estaban devorando la visión, pero bien leído el poema “Me voy quedando” funciona como una despedida: “Me voy quedando ciego./ La luz titila en mis huesos/ solo la noche derrama/ su esperanza en el silencio/ dorado, herido/ por lunas que pasan cantando./ Me voy quedando solo/ lejos del cielo y el tiempo/ entre huellas desoladas/ sin mujeres y sin perros/ que huelan los rastros/ Por donde transitan los sueños. (…) A veces no sé quién soy/ La lanza de mi silbido/ Va alborotando recuerdos/ Desenredando caminos/ Mientras mi risa/ Cae en el abismo”.

Su risa pudo haber caído en el abismo, pero la belleza de su obra es un conjuro que sigue desenredando caminos. Perdura en cada silbido, en cada tarareo inconsciente, en un misterioso lugar muy parecido a la eternidad, bajo los pliegues de la cultura de un pueblo.

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