El general Alejandro Agustín Lanusse había dado un golpe dentro del golpe para clavarse en la presidencia en 1971. La marea ascendente de la resistencia a la dictadura militar con organizaciones políticas, político-militares, sindicales y estudiantiles hacía crujir el presente. Y más todavía: temer por el futuro liberal-conservador. Para atar a la vaca había que enjaular hombres. Y el poder militar pensó en la Cárcel de Máxima Seguridad de Rawson, fundada en 1935, en la Patagonia rala y alejada de los centros urbanos donde subía la espuma de la rebelión.
En la Siberia argenta, con seis pabellones distribuidos en dos bloques paralelos conectados por un pasillo, con setenta guardiacárceles, una guardia de reserva, una compañía antiguerrillera de ciento veinte efectivos y la Base Naval Almirante Zar a 18 kilómetros, fugarse era un sueño congelado. Pero adentro comenzaron a pasar cosas que aún no sucedían afuera: los militantes pesados de las orgas guerrilleras, las marxistas Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), tejían con los peronistas de Montoneros una circunstancial mesa política de la que saldría un comité de fuga que se integró con Marcos Osatinsky, Roberto Mario Santucho (ERP) y Fernando Vaca Narvaja (Montoneros).
Antiguos presos comunes, peligrosos chorros que jamás le habían esquivado al bulto, contaban la historia de un presidio inviolable. Pero los muchachos y muchachas que hacían del coraje a cara o ceca la prueba de su conciencia política se lanzaron. Pensaron aun en hacer un túnel que los depositara en el vacío sureño, pero abandonaron la iniciativa después de romper unas baldosas y comprobar las complejidades del suelo.
TOMAR EL PENAL
La idea sorpresiva, la más increíble para concretar la huida fue, a su vez, la más obvia: tomar el penal, claro, pero sin que un solo tiro rebotara en los pasillos ni en el desierto. Fueron meses de organización minuciosa, de recursos varios para que un guardia les proveyera silenciosamente el imprescindible arsenal. Afuera, tras superar tensas discusiones sobre la pertinencia de la fuga, se preparaba la logística para un escape descomunal de más de cien presos: vehículos para llegar al aeropuerto de Trelew, distante a 17 kilómetros; el secuestro de un avión para que desde la Argentina militar se pasara al Chile por entonces redimido de Salvador Allende.
Nada había quedado al azar en esa rigurosa planificación: los primeros guardias que se debían reducir para intimidar e inhabilitar al resto, los circuitos de fuga para llegar en un relámpago a la bendita puerta, el silencio que debía preservarse sin fisuras. Acaso nadie pensó que en las situaciones límite un hombre, cualquier hombre, no necesariamente hace lo que se espera. Ese 15 de agosto de 1972, el guardiacárcel Juan Gregorio Valenzuela disparó contra toda lógica cuando ya los presos tenían los pabellones bajo control. El intercambio de disparos con Osatinsky llevó al guardia a la muerte. Afuera esperaban dos ómnibus para transportar a los fugados al aeropuerto, también un Ford Falcon verde que llevaría a la cúpula guerrillera con Carlos Goldemberg al volante. Pero, además del intercambio de algunas señales confusas, cuando se escucharon los balazos los choferes de los dos micros dedujeron que el operativo había fracasado.
El tiroteo había destrozado el plan y nadie tenía línea para juntar los pedazos. Ese plan “consciente, planificado, pensado y selectivo”, como explicaría días después Roberto Santucho, quedaba en manos de la intuición desesperada. El chofer del Falcon había resistido el pánico y esperó con el motor en marcha que llegara el sexteto de la cúpula (Santucho, Enrique Gorriarán Merlo, Vaca Narvaja, Osatinsky, Roberto Quieto y Domingo Menna) para partir rumbo al aeropuerto de Trelew. Allí ya esperaba el BAC 1-11 de Austral con un pasaje integrado por guerrilleros consignados para tomar la nave y desviarla, según el diagrama inicial, a Puerto Montt, en el sur de Chile. Otro grupo de diecinueve presidiarios logró esquivar la reacción del personal penitenciario y consiguió una acechada libertad. Pertrechados, con los uniformados pisándoles los talones, los integrantes de la cúpula treparon al avión pero la paciencia y las condiciones no les alcanzó para esperar a sus compañeros. Tras reducir a la tripulación ordenaron poner proa hacia Cuba. El piloto les dijo que la nave no tenía la autonomía de vuelo necesaria para rumbear hacia el Caribe y obedeció la orden de partir hacia Santiago de Chile.
Los que habían logrado salir de la cárcel arribaron al aeropuerto en varios remises. Tarde. El avión ya había levantado vuelo y la estación aérea, aunque habían conseguido tomarla, lucía rodeada por efectivos que alcanzaban para una guerra regular. Los fugados decidieron convocar a la prensa, a médicos que certificaran su condición sanitaria, a abogados que los asistieran: los radicales Mario Abel Amaya e Hipólito Solari Yrigoyen. La rápida adecuación a la derrota pasaba por negociar un regreso al penal de Rawson, obtener la promesa pública de buen trato y entregarse. Consiguen la palabra militar, pero será una palabra traidora. Lo sabrán enseguida, cuando el ómnibus al que son llevados no avance hacia el penal de Rawson sino a la Base Almirante Zar de la Armada. En tanto, Lanusse había declarado a Rawson y Trelew zona de emergencia, lo que implicaba militarización y estado de sitio.
EN CHILE
El avión con los seis jefes guerrilleros aterrizaría en el Chile de la Unión Popular. Multitudes fueron a esperarlos en un arranque movilizador para que Allende no los extraditara. La situación es complicada porque Chile queda expuesto a incumplir tratados y a descalabrar una relación diplomática que se estaba recomponiendo. Desde La Habana, Fidel Castro anuncia que recibiría a los jefes guerrilleros argentinos en su país. Esto es lo que finalmente se cumple después de unos días en vilo y de marchas en la Argentina y Chile.
Los y las presas fueron tratados en un tono neutro mientras los abogados y el juez estaban presentes. Luego fueron repartidos en las celdas de la base y ya la neutralidad se trasmutó en agresión. El capitán de corbeta Luis Emilio Sosa y el teniente Roberto Guillermo Bravo se encargan de las amenazas, de comandar las guardias con las armas amartilladas, de escenificar simulacros de fusilamiento, entre otras sevicias que se completaban con rudos interrogatorios entre las 3 y las 5 de la mañana. La negativa de los presos a hablar desquiciaba a los uniformados.
Las movilizaciones en el país y aun en Trelew, en un episodio conocido como el Trelewazo, pretendían montar una cobertura popular. Pero hubo una noche, la del 21 de agosto, donde los fugados fueron tratados con una gentileza que escondía la conmiseración por lo que, sabían los penitenciarios, sucedería a la madrugada del día siguiente, cuando los guerrilleros fueron obligados a salir al pasillo y apuntar la mirada al piso. Desde uno de los flancos, un cabo identificado por su gordura lanzó la primera ráfaga de un fuego a discreción que mató en el acto a trece de los militantes y dejó al borde de la muerte a seis, de los que se salvarían tres: María Antonia Berger, Alberto Camps y Ricardo René Haidar. En 1976, el videlismo desapareció a los tres sobrevivientes.