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La acción subversiva de la poesía

Pellegrini, Cessel y Madariaga.

La realidad sin la energía dislocadora de la poesía, ¿en qué queda? Con este verso, René Char abre el poema de uno de sus libros más potentes, La palabra en archipiélago. Lejos de interrogar, la pregunta que lúcidamente propone Char se sitúa en el rol de una respuesta. Quienes han abrazado la poesía como una forma de vida, como un modo de estar en el mundo, lo saben. La poesía no está precisamente hecha de respuestas sino de aporías, de disturbios lingüísticos, de verdades rotas, de lesiones inconexas. Porque el poeta desorganiza con la palabra (la afila, la afina, la trasviste) cierto orden del mundo y propone otro, animado por el desastre y la amenaza de disolución. La poesía desestabiliza la opacidad de la niebla. Y ve furor donde ya no se vislumbra nada nuevo ni ascendente.

Sin duda, quienes llevaron a su paroxismo estas premisas eruptivas –la poesía como revuelta, como visión y videncia onírica, como exaltación de la libertad, la imaginación y el amor, como quiebre de todos los estamentos que anquilosan y encarcelan– fueron los surrealistas (amparados por la magia de sus antecesores: Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Mallarmé). El movimiento nació de la mano de André Breton en 1924, en la Francia de entreguerras, tras la disolución del dadaísmo. De ahí en más, el surrealismo, sin duda el más perentorio de todos los movimientos de vanguardia de comienzos del siglo XX, nunca desapareció. De una u otra manera, diferentes rasgos, gestos y modalidades que componen la espesura de su propuesta persisten hoy, siempre en estado de fluidez convulsa, entrometiéndose en la poesía de todas las lenguas. “Es probablemente el movimiento literario y artístico de mayor significación en el siglo XX –confirma el poeta y ensayista argentino Raúl Gustavo Aguirre–, no solo por las obras que de él derivan directa o indirectamente y los problemas sobre los que replanteó y profundizó la discusión, sino también porque en cierto sentido resume y abarca los movimientos que lo precedieron a partir del romanticismo, de cuyo aspecto individualista subjetivo puede considerarse una culminación.”

Un siglo después, leemos a algunos de los autores y autoras (pocas, por cierto) que dejaron ahí su huella (o que fueron huellados/as por el surrealismo también) y descubrimos voces poderosas, ineludibles y, a veces, insuperables.

Poetas surrealistas argentinos/as

Pero no estamos aquí para hablar del surrealismo francés, del que nadie discute su materna paternidad. Sino del movimiento surrealista argentino, que tuvo su fundador y activista férreo: Aldo Pellegrini. Sobre las premisas de Breton (por cierto, más complejas de lo que se cree o de lo que suele rumorearse, y que están expuestas en los dos manifiestos y otros tantos ensayos que constituyen el corpus teórico de este autor), Pellegrini y el resto de los integrantes levaron anclas y compusieron sus naves líricas. Como los poetas que se forjaron en el surrealismo original y que fueron capaces de ir más allá, es decir, de construir una obra singular y acabada, como René Char, Paul Éluard, Joyce Mansour, Valentine Penrose, Antonin Artaud, Louis Aragon, Tristan Tzara y el propio Breton, entre otros, nuestros surrealistas piden que los leamos por encima de los habituales prejuicios que suelen atrincherar esta estética (palabra que los surrealistas puros no aceptaban pero que alude, principalmente, a la idea de la escritura automática como método esencial), y que sepamos acariciar y recoger la autenticidad de sus poéticas. Cabe enfatizar que quienes trascendieron las primeras páginas del movimiento han hecho del lenguaje un lugar sagrado y corrosivo e iluminado por un trabajo puntilloso en el que, es cierto, se privilegia la palabra y la imagen como epifanías (lo que el inconsciente dicta como chorro, lo que el logos suele impedir y amurallar) pero que siempre supera esa instancia: los poetas genuinos tallan y remedan, hurgan y sintetizan, destilan y sustituyen, hacen de sus revelaciones una pieza única, compacta, iridiscente.

Entonces, acudamos a las más de 300 páginas de Poetas surrealistas argentinos/as, volumen publicado recientemente por Ediciones en Danza, donde se ofrecen diez voces que respondieron abiertamente al surrealismo, más allá de sus particularidades y derroteros póstumos: Aldo Pellegrini, Juan José Ceselli, Enrique Molina, Carlos Latorre, María Meleck Vivanco, Juan Antonio Vasco, Francisco Madariaga, Carmen Bruna, Julio Llinás y Celia Gourinski.

“El presente volumen intenta delinear una secuencia estética trazada por poetas argentinos y argentinas que adhirieron, desde algún sitio, al movimiento surrealista fundado en Francia en la década del 20, e implantado con vigor en la literatura nacional recién a comienzos de la década del 50”, escribe en el prólogo el poeta y editor Javier Cófreces, curador responsable de este volumen que ofrece, además de poemas, material teórico, fotos, imágenes de manuscritos, testimonios y entrevistas que hacen del libro una instalación flotante.

Los movimientos pasan, quedan los poetas

“Hay una fuerza en el hombre, proveniente del simple hecho de vivir, que condiciona su destino de modo fatal. Esta fuerza que se vuelve visible a cada momento a través de las manifestaciones del amor, que tiende a trascender del individuo en una comunión con el todo, tiene sus propias leyes irreductibles a los esquemas racionales. La poesía aparece como expresión de ese impulso hacia el cumplimiento de un destino vital, y la fatalidad de ese destino se revela en la poesía como un hecho indiscutible. La poesía no es, por consiguiente, un lujo o un divertimento, sino una necesidad, del mismo modo que lo es el amor.”

Así comienza “La acción subversiva de la poesía”, uno de los ensayos más hermosos y necesarios de Pellegrini, donde deja en claro que, por encima de todo, solo cuenta la poesía y sus engranajes. Aquel que la ignora es un mutilado, acusa Pellegrini sin empacho. Pues los siete autores y las tres autoras que convergen en Poetas surrealistas argentinos/as han tendido sus rieles con total entrega. Cada quien impone su propia cuerda y vibra en propio azar.

Enrique Molina (“Es tan extraño perdurar, oír aún/ la grave letanía de los huesos y el hechizo del mundo”), Francisco Madariaga (“Me llevaré una comarca de esteros/ lagunas, palmares,/ y unos labios, unos ojos, mis/ caballos”) y el ya citado Aldo Pellegrini (“En voz muy baja/ para poder atravesar la fragilidad de tu sueño/ te haré la revelación de las formas/ te contaré la belleza/ de lo que nunca se vive”) son los autores de mayor presencia en la tradición: alojan una obra extensa y acaso menos desamparada que la de sus tres compañeros de juego, Juan Antonio Vasco (“Eres el agua negra donde toda blasfemia alcanza la transparencia del deseo”), Juan José Ceselli (“La cama hace agua por todas partes/ Mi almohada es un pez enorme/ Y mientras el agua invade los pasillos donde esperan turno las desgracias/ Yo nado desesperadamente/ Hacia la pequeña mesa de luz”) y Carlos Latorre (“Soltarlo todo/ La determinación/ Los meandros de la aventura/ La bala perdida/ La locura de lógico terror especial/ Y sobre todo soltar la libertad encadenada a la falsa movilidad del movimiento continuo”). No habría manera de acceder a las obras de estos tres autores si Ediciones en Danza no hubiera editado sus obras años atrás.

Julio Llinás tuvo mayor visibilidad a fines de la década del 90 gracias a su obra narrativa (uno de sus relatos fue llevado al cine por María Luisa Bemberg: De eso no se habla), pero la poesía permanece aún en las sombras: “La danza va por el sendero hacia los/ labios maternales, la danza de la espuma y/ la irrisión./ Oh mil cantores de la noche roja, la/ danza envuelve el oxígeno avaro del/ desierto, y hace temblar de mansedumbre a/ un alacrán de ojos azules, embajador de la/ tormenta”.

Ni hablar de las tres mujeres: María Meleck Vivanco (“Los muertos no perdonan que lloremos su ida./ Amemos su venganza./ Porque dejan las manos asidas a los árboles/ y crecen crecen crecen/ hasta cubrir los cuerpos por quienes padecieron/ y degollar sus besos con tijeras de lluvia”) fue rescatada por la editorial independiente La mariposa y la iguana, y Celia Gourinski (“En aquel tiempo, cuando era pájaro, solía empinarme hacia el sol, que como bondadosa madre me insinuaba caer a pique en el mar// Recuerdos de niño demente/ Lucidez que reina en el momento de morir”), por Argonauta, la editorial creada por Aldo Pellegrini y que aún perdura en manos de Mario, su hijo. La gran noticia es que la editorial Hilos editará prontamente su obra completa.

Carmen Bruna no asoma en ninguna expedición. Pero veamos la irreverencia de su lírica: “Mi cabeza cortada deja en todos los navíos/ una mancha de sangre herrumbrosa/ mis lágrimas se desploman de las ventanas de los esqueletos/ como tristes copos de nieve,/ llegará la noche con su persecución tibia de adormideras/ y rodarán mis falanges por senderos de plumas:/ en las mañanas me costará resucitar/ al llamado del sol, al horizonte de los balcones/ sin el auxilio de las semillas de las amapolas,/ náufraga sin juicio atada a la vieja rama del árbol/ como un barrilete preso en los primeros brotes de septiembre”.

Un doble perfil ofrece el surrealismo, dice Octavio Paz: ha sido una revolución, es decir algo que comienza, y también una tradición, algo que regresa. Graciela Maturo, que exaltó en un ensayo voluminoso la fuerza del movimiento en nuestro país, nos ayuda a cerrar este artículo con inteligencia y emotividad: “El surrealismo ha devuelto al arte su condición mágica, lo ha reintegrado a la vida del hombre, no como han pensado algunos críticos haciéndolo un mero producto de esa vida, una secreción humoral, una deposición de sus apetencias, sino –y sobre todo– como actividad capaz de iluminarla e influir sobre ella”.

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