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Un legado invencible

Fotomontaje: Juan José Olivieri

Fotomontaje: Juan José Olivieri

Cada 24 de junio las radios pasan “Volver” o “El día que me quieras”, alguna señal de TV emite aquellas añejas películas en blanco y negro, el Cementerio de la Chacarita se colma de homenajes y visitas que revalidan el ritual del cigarrillo y los sitios web publican notas que giran en torno a tres o cuatro temas: los datos cruzados sobre su lugar de nacimiento (y las teorías más desopilantes que mezclan chauvinismos y conspiraciones), las novias difusas, su arte, el vuelo fatal. El misterio es el elemento que atraviesa la leyenda. Lo que no ofrece dudas es su obra, invencible. No hay manera: Gardel –la frase no es poética o metafórica– inventó el tango moderno. Configuró la matriz, el molde sobre el que trabajaron todos los cantores que lo sucedieron. En el recorrido de su breve y fulgurante trayectoria delineó un género que no existía: antes de él era campo, arrabal, un rumor de payadas, cuerdas pulsadas monótonamente, coplas populares; luego de Medellín, junto con la interacción de otros factores, quedó tendida la mesa para la época dorada del tango. En el origen aparece en la misma línea de otros artistas de pueblo, como Agustín Magaldi e Ignacio Corsini. Pero Gardel desarrolló en poco tiempo una clarividencia que fue, también, ambición. Su genio artístico más el carisma, el cuidado de la imagen y el final trágico modelaron el mito.

Se puede dividir la obra en etapas. Pese a su muerte temprana, la discografía es extensa y con al menos tres características: un comienzo criollo, un intermezzo guitarrístico y tanguero y un epílogo de música global. Entre 1912 y 1935 grabó unos 950 temas. Espejado en payadores y artistas anónimos, el arco fue de un cancionero nacional –estilos, valses, tonadas, cifras, zambas– hacia el repertorio de rítmicas más neutras de los temas de las películas, esas canciones que no tienen un género definido y que constituyen sus clásicos indoblegables: “Volver”, “Soledad”, “Cuesta abajo”, “Mi Buenos Aires querido”. En el medio, entre la pampa y Nueva York, ahondó en lo que hoy se llamaría crossover. En una maniobra en sintonía con cierta protoglobalización (otro signo de su modernidad), cantó shimmys, bambucos, pasodobles, fados, foxtrots, pasillos, canzonetas, rumbas y jotas. Su cuna arrabalera, que derivó en el uso de un lunfardo exquisito y en pasiones típicamente porteñas, como el turf, los naipes y la amistad, no fue obstáculo para cambios estéticos que se desarrollaron a la par de la conquista de mercados. Solo así se entiende la ausencia de localismos en las letras concebidas por ese otro genio llamado Alfredo Le Pera, un repertorio funcional a los argumentos de las películas. Resulta llamativo que esas piezas notables fueran a pedido. Son canciones que volaron muy por arriba de los guiones que adornaban. Excepto por los fanáticos, las películas de Gardel son fácilmente olvidables: las canciones son eternas.

DETALLE SUSTANCIAL

Hubo en esta línea que se puede considerar evolutiva un detalle sustancial. Durante la carrera de Gardel se produjo un acontecimiento clave en la manera de escuchar música: se pasó de la grabación mecánica a la eléctrica. El año bisagra es 1926. Su voz cambió en esas casi dos décadas. Complicado saber cuánto corresponde a los procesos naturales de las cuerdas vocales, cuánto a la sabiduría del cantor y cuánto a la tecnología. En las grabaciones rudimentarias de los inicios exhibía un registro de tenor, acorde con su fascinación por los divos de la lírica, y ya sobre el final cantaba como un barítono, con un fraseo y un manejo expresivo extraordinarios. Qué decir de su canto. Gardel era capaz de llorar o reír a través de la interpretación: basta escuchar, para poner solo dos ejemplos, “Soledad” (tal vez su canción más perfecta en letra, música y voz) y “Rubias de New York”.

La primera grabación corresponde al año 1912. Con música anónima, es un estilo titulado “Sos mi tirador plateado”, basado en el poema “Retruco”, de Oscar Orozco, que Carlitos volvió a grabar en 1917 y 1933 con el nombre de “El tirador plateado”. Fue el puntapié inicial de una serie para Columbia Records. Gardel buscaba su destino de artista, caminaba barrios, se apoyaba en diferentes acompañantes. Como señaló el especialista Héctor Benedetti: “El año 1912 encuentra al cantante en medio de avatares que incidirán en su vida artística. Es un período de búsqueda de su posición interpretativa, en la que hace y deshace sucesivamente un dúo con Francisco Martino, un trío con Martino y José Razzano y un cuarteto con Martino, Razzano y Saúl Salinas, hasta quedar configurado definitivamente como Gardel-Razzano en diciembre de 1913”.

TRABAJO FEBRIL

El ingreso de José Ricardo y luego de Guillermo Barbieri consolida el característico sonido de las guitarras. Son tiempos de trabajo febril. Esta etapa, que en un momento ancla en el que fue quizás el mejor trío (Barbieri-Riverol-Aguilar), es la más veneradas por los tangueros de prosapia. Gardel empieza a difundir repertorios de autores y compositores como Cadícamo, Discepolín, Lito Bayardo. En 1927 da a conocer “Barrio reo”, “Ventanita de arrabal”, “Amurado”, “Un tropezón”. El folklore cede definitivamente frente a piezas como “Qué vachaché”, “Duelo criollo”, “Tengo miedo” y más adelante “Yira yira”, “Viejo smoking”, “Senda florida”, entre decenas de versiones y estrenos. Sus viajes (Barcelona, París) le dan un roce internacional que capitaliza. Filma y cada película es la catapulta de nuevas canciones. En 1932, ya asociado a Le Pera, el éxito se vuelve incontrolable. La película Tomo y obligo es un suceso monumental.

En 1933 vuelve a Buenos Aires. No puede saberlo: es el último año en la ciudad que lo sigue adorando como un talismán. Vive con su madre y graba, entre otros temas, “Madame Ivonne”, que quedará en la historia como el tango final registrado en la Argentina. Se instala en los Estados Unidos y en dos años filma para la Paramount Cuesta abajo, El tango en Broadway, El día que me quieras y Tango bar. Graba para la RCA Victor su cancionero más célebre: “Arrabal amargo”, “El día que me quieras”, “Lejana tierra mía”, “Sus ojos se cerraron”.

El mundo siguió andando, sí. El 24 de junio de 1935 quedó trunco un sueño demasiado bello, demasiado nuestro. Resulta contrafáctico calibrar hasta dónde habría llegado como artista ícono de una de las manifestaciones más exquisitas de la cultura del siglo XX, como es el tango. Perdura una obra vasta, rica en matices, que añeja como un vino noble. Las grabaciones están ahí, a un par de clics. En cada escucha hay un aspecto a descubrir. Sutilezas, revelaciones, hallazgos que confirman la fantástica sentencia popular: “Gardel cada día canta mejor”.

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