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“Admiro de Atahualpa su memoria aplicada a la vida”

Ilustración: Jung!

Ilustración: Jung!

Lidia Borda tiene una voz muy versátil, tal vez una de las más coloridas entre las cantantes argentinas de los últimos tiempos. En su tono de soprano está la impronta de su formación clásica, pero en sus comienzos, a inicios de los 80, optó por el jazz y el blues junto al grupo Los Moyanos. Sin embargo, poco a poco la balanza se iría inclinando hacia el tango. Al parecer, fue decisivo el característico fraseo pausado de Luis Cardei –la cautivó por completo–, que le hizo descubrir las infinitas posibilidades expresivas del 2×4 y, sobre todo, que le mostró que para asomarse a ese universo no era necesario gesticular o modular como un compadrito.

Luego llegó la época del espectáculo Glorias porteñas y su disco debut, Entre sueños (1997), el primero de nueve, que la fueron posicionando como una de las más respetadas cantantes de tango, al menos del incipiente siglo XXI. Borda se presentó en el Festival Grec de Barcelona, en Extremo do Mundo en Portugal, en Cité de la Musique en Francia y en el Bergen Festival de Noruega. Entonó temas en inglés, francés, italiano y portugués, y no es casual que en 2002 fuera la única artista latinoamericana invitada a cantar en la reinauguración de la Biblioteca de Alejandría, en Egipto.

Su estilo es una síntesis de su formación musical, forjada en la niñez, en la casa familiar del barrio de San Martín, donde se escuchaba tango, rock y folklore. También en estas aguas se adentró la cantante, arriesgada y en constante búsqueda: en 2014, grabó el disco Canciones de Atahualpa Yupanqui, en el que interpretó de manera muy personal doce de sus canciones. Al cumplirse treinta años de la muerte del poeta, guitarrista, cantor y activista político, Borda dialogó con Caras y Caretas sobre la vigencia de su obra.

–¿A qué atribuye que los temas de Atahualpa Yupanqui sigan siendo reversionados desde distintos géneros musicales?

–Su tipo de música y de poesía es parte de una estética que encierra un pensamiento completamente atemporal, filosófico, de metáfora existencial. Hay una profundidad en sus reflexiones y en su palabra que no son condicionantes del tiempo.

–No solo era compositor, sino que tenía una vasta obra literaria y era un activista político.

–En esa época, muchos artistas sobresalientes del folklore y del tango eran multidisciplinarios. Y el hecho de abarcar varios aspectos implicaba un compromiso que pasaba por una postura social y política ante la vida, algo que en ese momento cultural tenía mucho peso. Por eso él reflexionaba del modo en que lo hacía.

–Suele investigar mucho el contexto en el que fueron escritos los temas que selecciona. ¿Busca en ellos algún punto de encuentro con un momento particular de su vida o de arraigo con su propia historia?

–Lo que admiro de personajes como Atahualpa es su memoria aplicada a la vida. Porque tiene que ver con mi historia, con la de mis padres. Me parece que eso debe mantenerse vigente. Cuando era chica, tenía una cotidianidad con su música, como con la de tantos otros. Nací en los 60 y junto a los 70 fueron décadas en las que ese movimiento cultural estaba en ebullición: la palabra y la poesía al servicio de lo popular era lo cotidiano. Ese pensamiento, para mí, tiene vigencia.

–En el tango, su voz es una marca entre tradición e innovación. ¿Cuál fue el disparador para acercarse a las canciones de Yupanqui con su propio sello?

–Algo muy importante al pensar en la interpretación es cuando convoco a los arregladores. En el momento de cantar, me dejo llevar, no racionalizo. Obviamente, estudio mucho y me gusta jugar con mi voz. Pero los arreglos son importantes porque también disparan un camino interpretativo. Para el disco sobre Yupanqui me reuní con Daniel Godfrid, con quien trabajo desde hace muchos años, y con mi hermano Luis, a quien convoqué específicamente en algunas canciones. Primero, porque es guitarrista, como Atahualpa, y conoce mucho su obra, pero además porque vive lejos de la Argentina, y la distancia me parecía un elemento fundamental para pensar en sus canciones.

–Más allá de las canciones que forman parte del disco, ¿cuáles son las que más la conmueven de Yupanqui?

–Una que me conmueve mucho es “El alazán”. Habla sobre la muerte como un gran abismo y de un gran amor, que puede haber sido el caballo, su compañero, pero hay una reflexión sobre un dolor muy hondo ante la ausencia de ese ser. Cuando salió ese disco hacía un tiempo que había muerto mi mamá y pensaba mucho en ella cuando cantaba esa canción, porque habíamos sido muy compañeras durante la vida.

–Yupanqui decía que la milonga sonaba a selva. ¿Su formación en artes visuales aporta imágenes a la hora de pensar en cómo abordar una canción?

–No hay otra posibilidad para mí que llenarlas de imágenes. Cuando pienso en las canciones, las imágenes aparecen como sensaciones físicas. No hay manera de que interprete algo que no me conmueva físicamente. Esa conmoción ocurre siempre en algún momento: cuando llamé a la canción para ser cantada o me llamó para que la cantara.

–Se destaca como una cantante de tango particular, incluso se abrió paso en ese género con una voz de soprano. ¿Nunca pensó en dedicarse a la lírica?

–En varias oportunidades. Y cada tanto retomo la idea, pero queda ahí. En realidad, cuando pude tomar la decisión de qué cantar me volqué más hacia lo popular. Lo lírico me lleva a un mundo más exclusivo e ideal, y me parece más interesante la música popular: habla de lo que yo quiero hablar.

–En sus comienzos también cantó jazz y blues. ¿Qué viene próximamente?

–Los sábados de mayo estaremos en el Torquato Tasso con Ariel Ardit, con quien nos volvemos a encontrar después de catorce años, en un espectáculo tanguero. Por otra parte, tengo un disco grabado, Caramelos surtidos, que probablemente salga en junio. Allí volqué todas las cosas que me gustan y me pude relajar un poco, me dio la posibilidad de ir hasta donde quise con los géneros y con la voz. Es cierto que canté jazz, pero me llevo mal con el idioma extranjero. No porque no lo pueda cantar, sino porque no lo encuentro como ropa propia. En un momento integré una banda de jazz y de repente me pregunté qué hacía yo hablando de la Ruta 66 (risas). Si bien hay emocionalidades universales, la poesía no se dice igual acá que en Francia o Estados Unidos. Y hay que entender por qué se dice de una manera y no de otra. A mí me gusta aliarme con mi propio lenguaje. Con la música que entiendo, en un territorio que me resulta cercano y tangible.

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