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Una semana no tan santa

Nada de aquella Semana Santa de 1987 puede entenderse si no se miran hoy los juicios a los genocidas.

Aquel intento golpista, sólo frenado por la movilización popular que se gestó en todo el país, buscaba sacarle de las manos a la democracia naciente su mayor objetivo: condenar a los responsables de la dictadura, desde el primero al último.

Hasta horas antes del 16 de abril de 1987 se buscaba justicia. Justicia por cada uno de los crímenes cometidos. Justicia para cada uno de los criminales. No importaba que se llamara Ernesto “Nabo” Barreiro, en definitiva, quien ha quedado para la historia como la chispa de aquellos encendidos días, cuando decidió fugarse ante la citación que – en abril de 1987 – le envió la Cámara Federal de Córdoba para presentarse a declarar como indagado.

Acusado como torturador del centro clandestino cordobés La Perla, luego de un primer arresto militar en un cuartel, Barreiro fue protegido por un grupo militares cuando la policía fue a buscarlo para que concurriese a Tribunales. El coronel Luis Polo entre ellos. Unas horas después, escapaba.

Previamente intercomunicados y luego de acumular semanas de fragoteo, centenares de oficiales del Ejército resolvieron el primer atentado contra el orden democrático después de 1983. El centro de la actividad golpista se concentraba en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. Allí puso el ojo el país y también gran parte de la prensa mundial. Los ilegales exigían que se frenaran los juicios, pero en el fondo pretendían un golpe de timón en la conducción del Ejército. Raúl Alfonsín era además de presidente de la Nación, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. ¿Cómo entonces alguno de ellos se atreve a decir hoy que eso no era un golpe?

El elefante blanco de aquella chirinada fue otro hábil escapista, que se hacía llamar también Héroe de Malvinas. Mohammed Alí Seineldín, el Turco. Si bien la cara ante las cámaras en Campo de Mayo la ponía un hombre de nariz de boxeador, Seineldín era quien desparramaba por los círculos de oficiales del Ejército la voz acusadora contra el gobierno de Raúl Alfonsín acusándolo de “gobierno de zurdos”.

El de la nariz chata y anteojos verdes, el teniente coronel Aldo Rico, fue a partir de allí la estrella mediática de una Semana Santa que demostró dos cosas: los criminales del terrorismo de estado se encontraban tan desparramados como unidos ideológicamente en los cuarteles, y el pueblo argentino mayoritariamente no estaba dispuesto a entregar.

Rico tenía un estado mayor. Los coroneles Enrique venturino, Arturo González Naya y Horacio Martínez Zuviría, y el mayor Gustavo Breide Obeid. Llamaban a su alzamiento “Operación Dignidad”.

Con todos sus indignos, Rico depuso al director de la Escuela de Infantería y comenzó a recibir adhesiones: Regimiento 14 de Infantería Aerotransportada de Córdoba (donde estaban Barreiro y Polo), el 19 de Tucumán (coronel Angel Rafael de León), el 4 de Infantería de Monte Caseros, Corrientes (coronel Héctor Alvarez Igarzábal), el 21 de Infantería de Neuquén (teniente coronel Alberto Valiente) y el 35 de Infantería de Rospenteck, Santa Cruz (teniente coronel Santiago Alonso).

Ese levantamiento a punta de metralla logró algo que millones de argentinos/as no esperaban. Que Alfonsín acelerase decisiones que avergonzaban hasta a los propios radicales: la ley  de Obediencia Debida estaba hecha a medida de los carapintadas, en realidad a medida de todos los genocidas.

Si millones de pulsos se paralizaron aquellos días del otoño 87 fue porque el cuerpo y alma de los argentinos/as no estaba dispuesto a conceder nada a los militares de la infamia. Y esos millones confiaban en Alfonsín. Llenaron la Plaza de Mayo, llenaron calles y plazas del país: muchos fueron hasta la puerta de los cuarteles para enfrentar a los sublevados cara a cara. Y eso que se venía de una primera desilusión, la ley de Punto Final que se había sancionado en 1986 y que disponía que todas las denuncias debían hacerse en sesenta días, de lo contrario la acción penal se extinguía.

Alfonsín optó en Semana Santa por la salida que en su libro de Memorias (2009) calificaría de “inevitable”. Es decir, aceptar las dos demandas centrales de los carapintadas. Echar a Ríos Ereñú de la jefatura del Ejército y prometer la Ley de Obediencia Debida.

35 años después

Contra Aldo Rico continúan las investigaciones por el rol que cumplió en las desapariciones forzadas de Américo Sady Arce y de su esposa, Delia Kennedy, hermana de la fallecida dirigente peronista ortodoxa Norma Kennedy (10 de mayo de 1976). Si bien en 2006 el entonces juez federal de San Martín, Suárez Araujo, le dictó una falta de mérito, la causa por el secuestro de Delia en Munro y de su esposo en Capital Federal, continúa abierta en la búsqueda de pruebas que determinen la identidad de los autores. Rico en 1976 puso como coartada algunos testigos que afirmaban su presencia en una cena la misma noche del secuestro. Norma Kennedy siempre afirmaba que esos testigos eran arreglados.

Hoy se pasea por algunos canales de televisión bajo la cobertura de piedad que le da su participación en Malvinas, sin recibir el reproche de una serie de periodistas desquiciados que lo avalan como expresión de la mano dura. Rico es, sin dudas, la última cara pública de la impunidad, a quien cierta prensa le permite todo.

Barreiro cumple hoy prisión domiciliaria en su departamento de Capital, avenida Las Heras 1975, 1° B, en el barrio porteño de Recoleta. Varios de aquellos carapintadas hoy son juzgados en la causa conocida como “Regimiento de Mercedes” por los crímenes cometidos en la zona Oeste de la provincia de Buenos Aires.

La consigna de las Madres y Abuelas de Plaza de mayo (Juicio y castigo a los culpables) cuenta hoy con un importante nivel de aprobación en la dirigencia política argentina, aún de la llamada centroderecha. Imposible de pisotear por amnistías, indultos y menos por medidas de la Corte (aquel fallo del 2 x 1 mostró nuevamente el grado de repudio popular), el juzgamiento es la herramienta que nos permite seguir reclamando Justicia.

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