Malvinas, más allá de su significancia histórica y las heridas que aún duelen y nos duelen, es también una historia permanente de resurrección y reconstrucción de una sociedad que todavía la procesa con culpa y orgullo como bandera; de venas abiertas por una causa justa activada hace 40 años por una pandilla de criminales con ansias de perpetuidad; de una clase política que va y viene con reclamos que suelen caer en sacos rotos; de una patria que para autopercibirse necesita gritarla cada vez más fuerte. Y de sobrevivientes de esa aventura convertida en tragedia con jirones de épica.
Romina Ivana Calderón resume todo eso y da fe. Como hija de un veterano de Malvinas siempre supo que su rol no era el de inflarse el pecho desde la zona de confort, sino –vaya curiosa paradoja– peleándole a la vida en el campo de batalla, en el que cayó mil veces y del que se levantó otras tantas. Empoderada en sus convicciones y en su condición de mujer, abre caminos para pelear por un futuro sin víctimas. Como lo fue ella en mil noches oscuras.
Entre esas hubo una en la que revivió en carne propia una guerra que no había vivido más que a través de papá Roberto en cientos de relatos que había escuchado desde muy pequeña, cuando cada 2 de abril sentía orgullo por su padre soldado. Esta otra noche, la del 30 de diciembre de 2004, Romina estuvo junto a su familia en el boliche Cromañón, cuando una bengala desató la locura y la muerte en un recital del grupo Callejeros, y dejó al desnudo cómo la impericia y la desidia estatal estaban a la orden del día. Igual que en Malvinas.
DEL HIELO AL FUEGO
Roberto Daniel Calderón tenía 19 años cuando partió a Malvinas como cabo primero en el Regimiento 4 de Monte Caseros, de Corrientes. En las islas estuvo apostado en Ganso Verde y en el monte Dos Hermanas, lugares donde se desataron batallas decisivas que aceleraron la rendición el 14 de junio. Puso el pecho y fue leal a su tropa, y sufrió, como la mayoría de los soldados, las consecuencias de una improvisación que le dejó secuelas en el cuerpo y en el alma.
A su regreso cambió varias veces de destino, se casó con el amor de su vida, Miriam, con quien tuvo a Romina primero y a Matías después.
Roberto encontró resistencia en Miriam para ir a ese recital, pero pudieron más sus ganas y convencerla. Allá fue, entonces, a lo que sería su puerta de entrada a la muerte. Romina nació en el Hospital Militar de Buenos Aires un día fatídico: el 24 de marzo (“siempre digo que los detalles de mi vida dan para escribir un libro”); al terminar la secundaria cursó un año de Periodismo Deportivo, pero no se convenció, y mientras imaginaba un futuro dedicado a lo social, llegó Cromañón. Aún hoy recuerda con precisión el momento en el que, en su afán de proteger a su hermano, se le tiró encima con el cuerpo para que no inhalara el humo. Matías no aguantó y murió. La misma suerte corrió su papá.
De ahí en adelante, Romina vivió su propio calvario: 78 días internada, tres paros cardiorrespiratorios, una operación de pulmón, notable pérdida de masa muscular que la llevó a pesar 35 kilos, y hasta una cadena de oración de sus amigos porque el desenlace fatal era inminente. El mismo día estaban enterrando a su padre y a su hermano. “Al día siguiente –cuenta–, empecé milagrosamente a mejorar”. Y el 18 de marzo de 2005 recibió el alta. Fue la última de los heridos de la tragedia en recibirla. Su foto en la puerta del Hospital Militar con la vista clavada en el cielo ilustró la portada del diario Clarín del 19. Había ganado su propia guerra después de 78 días de lucha.
SOBREVIVIENDO
Malvinas como sinónimo de reconstrucción, se dijo. El desafío del pasado de su padre hecho presente perpetuo en la hija en una causa que no se negocia.
–¿Cómo encaraste esta malvinización que te acompaña en tu vida?
–Básicamente, a través de lo que me contaba papá y de mi trabajo. Me di cuenta de que la realidad se entiende a través de los conflictos. Y a mí me tocaron dos muy grosos. Una vez que lo perdí a él, me puse en la piel de lo que sufrieron varias generaciones de jóvenes por responsabilidad de Estados que no les garantizaron sus derechos.
–¿Resignificaste lo que hizo tu padre en la guerra?
–Absolutamente. No puedo quedarme en tratarlo solo como una víctima de un sistema, y empecé a ejercitar la memoria en lo social a través de lo pedagógico. ¿De qué manera? Escuchando, compartiendo experiencias, sacando nuevas conclusiones. Muchas veces hay que ir por fuera de los libros para generar conciencia.
A esa tragedia que atraviesa gran parte de su existencia le pone el cuerpo incansable para que una vida digna no sea una frase hecha. Recorre, escucha, activa. Como cuando, para preparar su tesis para recibirse de trabajadora social en la Universidad Arturo Jauretche, se instaló junto a una comunidad de sirios refugiados en San Luis.
Cuarenta años de Malvinas suenan duros y contundentes. El soldado-padre-compañero no está, pero vive en Romina, en su lucha de hija, una de las mujeres de Malvinas, aquellas que desde el lugar que ocuparon, protagonizaron o acompañaron agigantan esa gesta de alto valor simbólico patriótico y remarcan la deuda social con los que dieron su vida y con los que volvieron.
“En estas fechas me enojo, me angustio, recuerdo a mi viejo y lloro, una y otra vez. Mis hijas –Ana Luz (15), Ema Abril (11) y Sol (6)– no lo conocieron, pero la más chica tiene su mirada, lo que me hace pensar que somos su continuación, la siembra que no pudo cosechar, pero que está viva. Dentro de poco va a hacer más tiempo que no lo abrazo de lo que sí. Y eso duele inmensamente.”
Pero Romina Calderón no sabe de agachadas. Toma envión y se levanta para ganar su propia batalla diaria con Malvinas como bandera.