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Otras historias

Ilustración: Emiliano Raspante

Ilustración: Emiliano Raspante

Eduardo Gómez volteaba troncos en un pueblo de no más de 3.400 personas al sur de la provincia de Chaco, Villa Berthet. Su salario era el único ingreso en la casa de adobe donde vivía con su hermano de ocho años, su madre y su abuela. En 1981 fue convocado al servicio militar. Debió haber regresado en marzo del año siguiente. Pero nunca más lo vieron.

Ese año, Norma Gómez leyó dos cartas. En una de ellas Eduardo Gómez, su hermano, contaba que lo habían llevado a la guerra en Malvinas. En otra, un jefe militar comunicaba que Eduardo había muerto en combate en monte Harriet. La madre no quiso creerlo, eligió soñarlo con vida.

En el ventoso cementerio de Darwin, diez años después, ese rescoldo de ilusión se avivó con fuerza. Parada frente a la tumba de un soldado solo conocido por Dios, la madre imaginó a Eduardo preso en Inglaterra y se preguntó cómo podía ser que el único otro conscripto de Villa Berthet que peleó en las islas tuviera una placa con nombre y su hijo no.

En 2011, el abogado Alejo Ramos Padilla ofreció representar a la familia en la Justicia para que el cuerpo de Eduardo y los otros 122 soldados enterrados hasta entonces como NN pudieran ser identificados. La madre aceptó y Norma empezó a recorrer el país en encuentros con familiares de otros ex combatientes. Al final, un grupo de familias presentó un recurso de amparo aceptado por el juez Julián Ercolini, mientras la ex presidenta Cristina Fernández solicitaba la mediación de la Cruz Roja ante el gobierno inglés.

“Años después me llamaron, me dijeron que habían identificado a Eduardo, y pregunté si estaba entero”, cuenta Norma Gómez. “No recuerdo la respuesta, no recuerdo nada más, solo que fui hasta el edificio de la ex ESMA con mi abogado”. Su madre ya había muerto.

Norma Gómez viajó a Malvinas junto a su hermano mayor y 88 familias. Ahí sí, había una lápida con el nombre de Eduardo. De los 123 cuerpos enterrados como NN, 119 fueron identificados gracias al trabajo del Equipo Argentino de Antropología Forense.

POSGUERRA

El miedo a un ataque enemigo en la Patagonia crecía al acercarse a Malvinas. En Bariloche, se temía la detonación de un misil sobre el centro atómico ubicado a diez kilómetros del casco urbano. Por las noches, Mariana Penna tapaba todas las ventanas con acolchados. Tenía 20 años, trabajaba en El Turista, una empresa que donó cientos de kilos de chocolate a las islas.

“Los domingos iba a armar encomiendas. No cobraba por eso y estaba suspendida sin sueldo, pero igualmente lo hacíamos con entusiasmo. Algunas compañeras escribían cartas a los soldados, aunque al que después sería mi esposo nunca le llegó ni una caja ni una carta”, destaca Mariana Penna.

Luis Rojas y ella se conocieron un año después de la guerra en un encuentro de amigos y se pusieron de novios. Aunque él prácticamente nunca habló de Malvinas, su conducta revelaba como rastro todo el peso espantoso de la guerra: el ruido perturbador de una moto, la piel lesionada de pies ateridos, la tos latente.

“No quiso nunca ir al psicólogo. Por suerte lo contuvieron la familia y el trabajo. Trabajaba como técnico en la cooperativa eléctrica de lunes a viernes, y a veces iba sábados y domingos. No quiero pensar, me decía, y se iba. Otras veces se encerraba. Otras, pedía que lo dejáramos tranquilo”, dice Mariana Penna.

“Malvinas es orgullo y dolor para Luis”, dice. “Malvinas fue el orgullo de haber defendido la patria y el dolor de alzar la vista y ver flamear la bandera inglesa, llorar por haber perdido tantos compañeros, haber perdido el poder.”

El periodista argentino Roberto Herrscher, ex combatiente en Malvinas, revela cómo fue el regreso. A algunos de sus compañeros –destaca– los bajaron en algún punto cualquiera de Buenos Aires. Enfajinados, sin monedas, subieron a un colectivo y pidieron al chofer por favor viajar gratis porque volvían de la guerra. Algo de eso está narrado en su libro Los viajes del Penélope.

FELICIDAD Y TRAGEDIA

Hilda Vallina y Rodolfo Carrizo no podían creer la algarabía argentina por el desembarco de tropas en Malvinas, si tan solo horas antes la dictadura había reprimido la primera gran movilización multisectorial contra el gobierno. Ella, 23 años, y él, 26, vivían casados en La Plata y militaban sus últimas semanas en el Partido Comunista.

A los pocos días, Rodolfo recibió la orden de reincorporarse al ex Regimiento de Infantería 7, donde el año anterior había cumplido el servicio militar. El telegrama no precisaba destino.

“Yo trabajaba en una escuela rural en El Pato, provincia de Buenos Aires, y desde ahí cruzaba el parque Pereyra Iraola hasta otra escuela en Florencia Varela. Un día me llevé una radio y en ese trayecto escuché que los ingleses habían desembarcado en las islas. Me invadió un miedo atroz, pensé que matarían a todos. Luego, en la escuela, sentí que en el mismo instante en el que estaba en medio del patio podrían estar matando a Rodolfo”, confiesa Hilda Vallina.

Familiares de combatientes empezaron a reunirse en el salón del Círculo Italiano en La Plata. Reinaba la zozobra y la incertidumbre. Trescientas personas compartían la poca información que algunas recibían en cartas. Como piezas de puzle, intentaban reconstruir la suerte de cada uno de los suyos.

A principios de junio, la familia de un soldado le contó a Hilda que Rodolfo estaba herido pero vivo, y que la tropa volvería al continente. El día indicado, en el epílogo frío del otoño, ya de noche, miles de personas se congregaron en las puertas del Regimiento 7 con banderas y carteles a recibir los camiones con soldados que ingresaban al establecimiento. Allí se reencontraron.

“Para nosotros, todo era felicidad. Para otros, la noticia de la muerte o la continuidad de la incertidumbre fueron tremendas”, dice Hilda Vallina.

Rodolfo Carrizo volvió con 17 kilos menos. Esa noche lo esperaba un puchero, una familia contenedora que le permitió recomponerse rápido. A los 20 días ya estaba trabajando, dormía bien, comenzaba a reencontrarse con ex combatientes con los que fundaron el Centro de Ex Combatientes de Islas Malvinas (Cecim) de La Plata, una organización que acompaña a los soldados e impulsa la causa que investiga violaciones a los derechos humanos que ejercieron superiores sobre soldados conscriptos. “No había ayuda psicológica estatal y muchos no tenían recursos. Algunos pudieron soportarlo, otros no”.

Carrizo –hoy presidente del Cecim– regresó a las islas en 2007 y 2014 con sus tres hijos. Visitó la fosa de monte Longdon donde combatió. Plantó pinos. Hilda dice que la historia de Malvinas y Rodolfo continúa.

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