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Ley Sáenz Peña: hacia la democratización del voto

Tras la caída de Rosas, en 1852, el liberalismo impuso la práctica del fraude electoral con el fin de retener el control de las instituciones políticas y garantizar la reproducción ampliada de sus beneficios. Su ejercicio instaló una distancia infranqueable entre el pueblo y el sistema representativo.

En las once elecciones presidenciales previas a 1912, la participación electoral promedió el 1,7 por ciento de la población total. La realización del fraude requería de una cuidadosa ingeniería, que incluía un empadronamiento en el Registro Electoral, controlado por el oficialismo. Así, el fraude comenzaba con la inscripción indebida de ciudadanos ausentes y fallecidos y la omisión de opositores.

En el día de votación, los clubes electorales urbanos o los cascos de las estancias concentraban la clientela de cada gran elector, desde donde se organizaba la “marcha hacia las urnas” para emitir el sufragio y dispersar a los opositores. 

Una práctica habitual consistía en “volcar los registros”, destruyendo las actas oficiales y las boletas electorales y reemplazándolas por otras que asignaran la victoria a la facción que conseguía realizar el cambio. También era frecuente la compra de sufragios o su canje por empleos en empresas prestatarias de servicios públicos.

Para la década de 1890, la presión de las clases medias para consagrar la “pureza del sufragio” y las propuestas revolucionarias del anarquismo en las clases bajas pusieron un cerco al régimen oligárquico. Los sectores más reaccionarios incrementaron la represión y el control social con la sanción de las leyes de Servicio Militar Obligatorio (1901) y de Residencia (1904), que permitía deportar a los inmigrantes que desarrollaran actividades políticas o sindicales.

Una voz discordante era la de Roque Sáenz Peña, un conservador progresista estudioso de los procesos de modernización política y expansión del sufragio, cuya casi segura victoria en las presidenciales de 1892 fue impedida por Julio A. Roca al postular a su padre, Luis Sáenz Peña, lo que motivó la declinación de su candidatura.

Roque Sáenz Peña.

El fin de una era

Pero los años 90 y la primera década del siglo XX fueron el escenario de aparición de partidos modernos y permanentes que expresaban los intereses y expectativas electorales de las clases medias, como la UCR y el socialismo. El reclamo de transparencia electoral se tradujo en tres revoluciones radicales que, aunque fracasaron, pusieron al régimen en terapia intensiva. Mientras tanto, la conflictividad social se incrementaba y la Argentina era una olla a presión.

Ante la gravedad de la situación, la candidatura de Roque Sáenz Peña cobró vida nuevamente,  aunque su propuesta reformista estuviera lejos de concentrar un respaldo unánime en la oligarquía. Inspirada en la reforma electoral británica de 1832, apuntaba a ampliar el universo de sufragistas a las clases medias y los trabajadores criollos, excluyendo a los inmigrantes.

Apenas asumió la presidencia, en 1910, Sáenz Peña convocó al líder radical Hipólito Yrigoyen para consensuar las reformas y lo invitó a compartir la autoría del proyecto que se giraría al Congreso Nacional. Yrigoyen aprobó los cambios pero se negó a firmar en conjunto, ya que la presidencia de Sáenz Peña, pese a sus buenas intenciones, era producto del fraude electoral. A cambio, se comprometió a no entorpecer su implementación.

La Ley Sáenz Peña mantuvo el carácter universal del sufragio proclamado por la Constitución de 1853 y centró su atención en la creación de las condiciones indispensables para posibilitar su ejercicio. De este modo, para evitar manipulaciones, eliminó el Registro Electoral a cargo del Ministerio del Interior, y lo reemplazó por el Padrón Militar Permanente, y estableció la obligatoriedad del sufragio para los argentinos nativos o naturalizados mayores de 21 años de sexo masculino. De este modo, al imponer la participación electoral como carga pública, liquidaba otro de los fundamentos esenciales del fraude: la escasa participación ciudadana y la utilización de amenazas como la pérdida del empleo, el encarcelamiento o la leva militar para sumar sufragios o disuadir a los opositores. Para garantizar adicionalmente la seguridad de los electores, se impuso la cabina aislada o “cuarto oscuro”.

La ley también estableció el sistema de lista incompleta, para asegurar la representación institucional a la primera minoría.

Tapa de Caras y Caretas de noviembre de 1899 ejemplificando el fraude electoral antes de la ley Sáenz Peña.

Pese al visto bueno de Yrigoyen, el trámite de aprobación no fue sencillo. La conflictividad obrera se incrementaba, las bases radicales perdían la paciencia y exigían acciones revolucionarias concretas, y los sectores más reaccionarios de la oligarquía que mantenían una fuerte representación legislativa –sobre todo en el Senado– la rechazaban. Sin embargo, Sáenz Peña no desistió, y finalmente, el 10 de febrero de 1912, se sancionó la Ley Nacional de Elecciones N° 8.871 o Ley Sáenz Peña, publicada en el Boletín Oficial el 26 de marzo de 1912.

El 28 de febrero de 1912, en un manifiesto al país, el Presidente exhortó al pueblo. “He dicho a mi país todo mi pensamiento, mis convicciones y mis esperanzas. Quiera mi país escuchar la palabra y el consejo de su primer mandatario. Quiera el pueblo votar.”

Si bien el plan conservador preveía que el radicalismo obtuviese la primera minoría, los primeros resultados de su aplicación, en 1914, lo desmintieron. El régimen oligárquico era el producto del fraude y no podría subsistir sin él, por lo que las presiones para anular la ley se incrementaron.

Sáenz Peña falleció el 9 de agosto de 1914, por lo que el encargado de resistir los embates oligárquicos sería su sucesor, Victorino de la Plaza, quien garantizó la vigencia de la ley a rajatabla.

El 2 de abril de 1916, Hipólito Yrigoyen se impuso en las presidenciales con el 47,25 por ciento de los sufragios, y fue consagrado por el Colegio Electoral el 26 de julio. El 12 de octubre, se produjo su asunción con una participación popular de más de cien mil personas. Así, la era del fraude dejaba paso a la democracia efectiva en la Argentina.

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