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Esencial a los ojos

Recuerdo el impacto que sentí en el debut de Invisible, aquel 23 de noviembre de 1973 en el teatro Astral. Salieron con un escenario a oscuras, como para que se nos hiciera carne su nombre. Aplausos, gritos de “¡no te vemos!, ¡prendan la luz!”, y de pronto Spinetta que saluda: “Hola… ¿están bien? Vamos a iniciar el recital con ‘Elementales leches’. Precisamente, leche: alimento y procreación. Óvulos, cromosomas, universos estallando y agrupándose en la sinergia Spinetta-Machi-Pomo. Luis Alberto Spinetta venía de la elegante sofisticación de Pescado 2 y del grito silencioso de Artaud; Carlos “Machi” Rufino y Héctor “Pomo” Lorenzo habían integrado la sólida base rítmica de Pappo’s Blues en el álbum Pappo’s Blues Volumen 3. La estructura de trío de Invisible sugería un retorno a los colores rockeros primarios: guitarra, bajo, batería. Sin embargo, el de Invisible era un universo expansivo y envolvente. Por un lado, los temas cortos, flechas mensajeras como el propio “Elementales leches” y su alarma contra energías que se desperdician (“lo que está y no se usa nos fulminará”); “Estado de coma”, espejo del apocalipsis inminente de un país en caída libre hacia la barbarie; y “Lo que nos ocupa es esa abuela, la conciencia que regula el mundo”, metáfora sobre esa perenne amenaza ecuménica que se cierne sobre nuestro libre albedrío como un fantasmal dictador orwelliano.

Luego había composiciones extensas, como “El diluvio y la pasajera”, “Irregular” o “Azafata del tren fantasma”, donde los músicos se soltaban en aventuras instrumentales que escribían su propia e imprevisible lógica. Entretanto, las letras ardían con imágenes de intrigas y corrupciones palaciegas –otra alegoría de la convulsionada Argentina del 73– y de un esperanzado renacer tras el desastre, como en “El diluvio y la pasajera”.

Dos palabras clave en Invisible eran intensidad y amplitud. En “Suspensión”, la tensión es claustrofóbica, al límite de lo tolerable: Spinetta, Machi y Pomo haciendo grunge antes de que se inventara el término. “Irregular” tiene un protagonista disparando observaciones existenciales desde una impasible distancia crítica sugerida por un clima musical de lenta languidez. “Jugo de lúcuma” es pura psicodelia y erotismo en clave jazzera. Pero siempre había lugar para otro color, y el Spinetta de los arcanos, alquimias y misterios cósmicos vuelve a la superficie en “La llave del mandala”, entre una cortina de riffs poderosos. En menos de una hora, Invisible te paseaba por una despiadada gama de emociones y corredores estilísticos que abordaban el rock, el jazz, el blues y demás planetas musicales y se las arreglaba para hacerlos orbitar en armonía alrededor del sol del trío. Siempre al rojo vivo, con un Spinetta yendo de un extremo al otro de su rango vocal.

LAS DISTINTAS ESTACIONES

La exuberancia de esta primera etapa de Invisible se cristalizó en el álbum debut homónimo –aquel que traía en su portada el dibujo Charcos, de M. C. Escher– y se extendió hasta la deliciosa melancolía de “Viejos ratones del tiempo”, el simple que marcó su despedida del sello Talent. Al principio me costó subirme a la nueva etapa que se abrió con el álbum Durazno sangrando. Quizá lo viví como un disco algo fragmentado y disperso, después de la cosmogonía perfecta del primer repertorio. La perspectiva de los años, sin embargo, me ha permitido revalorizar la majestad de estas cinco piezas. Aún me siguen pareciendo más importantes que el todo que conforman en el álbum, pero descubrí un inquietante deleite en su manifiesta asimetría. Las mini-suites “Encadenado al ánima”, de quince minutos, y “En una lejana playa del animus”, que dura casi diez, dominan el álbum con sus cambiantes paisajes instrumentales. La primera remite a un silencio de dios bergmaniano, con imágenes de noche, ardor, humo; un universo indiferente: dragones sin ojos, mujeres sin caras y planetas “que giran sin saberlo”. En la segunda, el clima es diferente. Hay una sensación de paz que simboliza el agua en constante fluir. De hecho, el elemento agua marca el nexo con el tema central, el que da título al disco. El poeta apunta a un renacer de la vida, pero ha de costar: el fruto deberá sangrar para que su semilla trascienda. El crecimiento individual o colectivo simbolizado en el barco de “Pleamar de águilas” semeja una lenta travesía, como si toda bendición divina habitara el limbo de una eterna adolescencia.

Pocos grupos se han reinventado sin un cambio radical de integrantes– como Invisible en El jardín de los presentes. El guitarrista Tommy Gubitsch aporta otra dimensión a su sonido, pero el cambio de fondo pasa por otro lado. El Invisible 73-75 disparaba su diatriba ecuménica desde un lugar indefinido y místico, terráqueo y celeste a la vez. El modelo 1976 es decididamente urbano. Desde el ominoso Buenos Aires de la dictadura, Invisible nos convocaba a rescatar “Los libros de la buena memoria”, a no dejar que nuestra corteza humana ardiese en la pira de la locura fundamentalista. En sintonía con Spinetta, Machi, Pomo y Gubitsch, entre las cadencias de ese rock que tornasolaba en baladas empapadas de aires tangueros, ansiábamos flotar por encima de aquella realidad claustrofóbica; como esas golondrinas de Plaza de Mayo; volar por encima del dolor, de las súplicas que nadie quería escuchar. O como el Capitán Beto, pasear los mojones inquebrantables del ADN suburbano –los amigos, la familia, el barrio, los ritos cotidianos– en un colectivo que mutase en nave espacial para surcar la galaxia del hombre y dejar atrás el miasma de aquella era de oscuridad.

Muchos vivieron como un anticlímax la separación de Invisible a poco de estrenar El jardín de los presentes en el Luna Park. Creo que fue un final lógico para un grupo que no se guardó nada en sus tres años de vida. Fue testigo de su tiempo y lo reflejó en una música y una poesía que abrazaron la realidad y la supieron llevar a otro plano, invistiéndola con la resonancia de los grandes misterios. Cuando más insignificantes e impotentes nos sentíamos, Invisible nos recordó con otras palabras la frase inmortal de Joni Mitchell: “Somos polvo de estrellas/ somos dorados/ y tenemos que encontrar el camino de regreso al jardín”.

Con leves modificaciones, esta nota apareció originalmente en la revista La Mano.

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