Había partido en silencio de una Buenos Aires distinta de la que fue escenario de muchas de sus historias, huyendo de la “mishiadura”, como tantos de sus personajes, cuando los años 90 agonizaban, pero todavía no presagiaban el estallido. Falleció en Santiago de Chile, en febrero de 2002, y su último adiós mereció escaso interés en el medio literario, como una continuidad del ninguneo de una prolífica obra que abarca títulos capitales de la narrativa argentina contemporánea, enrolada en el realismo y el neorrealismo, con identidad nacional y pulso popular.
Bernardo Kordon, el escritor de las dos muertes, también supo tener dos vidas. Porque su raigambre inconfundiblemente porteña, de la que dan cuenta Un horizonte de cemento (1940), Reina del Plata (1946) o Alias Gardelito (1956), se conjuga con un espíritu viajero y cosmopolita cristalizado en otros tantos textos como Vagabundo en Tombuctú (1956), Tambores en la selva (1946) y Lampeão (1953), además de su atenta y extendida mirada de la China posrevolucionaria, plasmada en el clásico de culto Seiscientos millones y uno (1958), de lo mejorcito producido en el conspicuo género de viajes de nuestra literatura.
Nacido en 1915, era hijo de inmigrantes rusos judíos y su padre tenía una imprenta sobre la avenida Callao. Por aspiración familiar, debería haber sido médico o algo por el estilo, pero él quiso ser escritor.
“La imaginación trabajó a mi favor. Y eso me hizo feliz”, resumió cuando las cartas estaban echadas y no se arrepentía de ninguna de sus elecciones.
Su debut literario, jovencísimo, lo pinta de cuerpo entero. Con unos pesos, regalo de su madre, publicó Vuelta de Rocha, una colección de “brochazos y relatos porteños” bajo el sello Ediciones AJE (Agrupación de Escritores Argentinos), que se publicitaba en cancioneros populares de la época, nada más ajeno al gran mundo de las Letras. Con ese primer hijo todavía tibio en las manos, corrió a dejar “olvidado” un ejemplar en los vagones del tranvía Lacroze, con la secreta expectativa de encontrar al lector anónimo y sencillo, laburante, capaz de reconocerse en sus páginas.
Sus personajes eran eternos perdedores, marginales, “buscas” –de ayer, de hoy y de siempre: de ahí, la vigencia kordoniana–, con los que entabló trato en sus vagabundeos urbanos y suburbanos.
“He conocido hombres y no héroes. No me interesan como tales. Y por eso mismo, no siento la necesidad de meter héroes en mis obras”, explicitó alguna vez.
De esa madera, están tallados sus prototípicos Toribio Torres (Alias Gardelito) y Kid Ñandubay. El primero es un tucumano que llega a la gran ciudad con la ambición de ser cantor de tangos y termina inmerso en una red de contrabandistas. El segundo es un boxeador de origen judío llamado en realidad Jacobo Bernstein, que sueña con campeonar y al final se convierte en módica atracción de circos de provincia.
Si bien su mundo narrativo era otro, no fue indiferente al brutal disciplinamiento social implementado por la última dictadura, y sus consecuencias. En un tardío volumen editado por Torres Agüero a mediados de los años 80, Los que se fueron, supo anticipar el horror de las exhumaciones de cuerpos de desaparecidos, en un cuento de atmósfera grotesca y asfixiante, “Descansar en paz”.
Actualmente, su obra está desperdigada en editoriales ya extintas y los añejos volúmenes recopilatorios (Sus mejores cuentos porteños, El misterioso cocinero volador y otros relatos, Un taxi amarillo y negro en Pakistán y otros relatos kordonianos) cual piezas para buscadores de tesoros ocultos, olvidados en las estanterías de las librerías de usados.
PANTALLA GRANDE
El desinterés de la crítica literaria de su tiempo contrastó con la atención que le prestó el cine, ese otro medio de masas que valoró el vigor de su escritura, inscripta en una temática popular. Varias de sus historias fueron adaptadas a la pantalla grande, desde la temprana versión de Alias Gardelito (1961), que dirigió Lautaro Murúa sobre guion del escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, con Alberto Argibay en el papel protagónico y música de Waldo de los Ríos.
Sergio Renán se basó en sendos cuentos de Kordon para su película Tacos altos (1985), la historia de redención de una prostituta que encarnó Susú Pecoraro.
Pero Kordon raramente se involucró en los proyectos cinematográficos, ni con sus resultados. “Sucede que el cineasta trabaja con un material muy elemental que es la imagen. Pero esto no es de ahora. Antes también se decía ‘una imagen vale más que mil palabras’. Yo pienso que la palabra tiene más peso que la imagen porque toca más hondo. La palabra activa la imaginación, la imagen la limita”, apuntó.
Menos conocida es su faceta como traductor. A comienzos de los 50, trasladó del francés al español la novela ganadora del prestigioso Premio Goncourt 1949, Week-end à Zuydcoote, de Robert Merle, rebautizada astutamente 48 horas en Dunkerque. No parece un mero trabajo por encargo. Los protagonistas de la historia son cuatro combatientes con perfiles bien diferenciados: un cura, un especulador, un simplote y un intelectual. En el fondo, cuatro desesperados a la espera de ser rescatados de la playa en improvisadas barcazas de salvataje, mientras las balas pican alrededor. Podrían ser personajes de algún cuento inédito del propio Kordon.
TRIBULACIONES
En tiempos turbulentos, se mantuvo políticamente independiente, entendiendo (cosa rara) al primer peronismo y simpatizando siempre con la izquierda, lo que le valió, en 1969, una temporada de exilio en Chile, otra de sus patrias de adopción.
A instancias de una política de apertura e intercambio del nuevo régimen que buscaba legitimación en el concierto internacional de naciones, fue de los primeros intelectuales argentinos en visitar la China maoísta, cuando la República Popular no contaba ni una década de existencia y su población se mantenía por debajo del millar de millones de habitantes.
Por esos motivos, además de los estrictamente literarios, Seiscientos millones y uno es un texto único en su tipo, un libro de viaje iniciático y revelador, con ecos de Marco Polo.
En el transcurso de los años, regresó al gigante asiático otras siete veces, actualizando siempre sus impresiones, incluyendo el impacto de la polémica Revolución Cultural sesentista y hasta manteniendo una entrevista personal con el líder Mao Zedong, de quien observa cualidades artísticas de poeta (le recuerda a su amigo Pablo Neruda) y director de teatro, esa disciplina tan afín a la cultura china tradicional, que le merece un largo capítulo en sus memorias.
“¿Acaso el más genial de los directores de teatro no era el mismo Mao? Supo conducir a ochocientos millones de chinos a representar su propio rol, al extremo que perdieron la cuenta de que todos interpretaban”, ponderó.
En otro de sus periplos, por Europa, transitó en ferrocarril desde Varsovia hasta Cracovia, para visitar luego Auschwitz, sobre las mismas vías que trasladaban a los trenes de exterminio.
“¿Por qué se habla del milagro alemán como algo de los últimos tiempos? Auschwitz es todo un monumento a la organización alemana”, desliza con cruel ironía en Manía ambulatoria.
El fervor democrático de los 80 reivindicó su figura: recibió el Diploma de Honor en la categoría Cuento por primera obra publicada antes de 1950 (compartió cuadro con Borges y Silvina Ocampo).
Los ligeros 90 fueron de un previsible olvido, que aún se prolonga.
Sus últimos años transcurrieron en un asilo en la capital trasandina. Ya había perdido a su compañera de tantos años (y viajes), Marina, aunque a veces se refería a ella como alguien presente, y aseguran que todavía canturreaba tangos, otra de sus pasiones.
“Porteño significa la pertenencia a un puerto y eso significa abrirse al mundo”, se definió Kordon. Más que una declaración de principios, un certificado de identidad.