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Mate, tango, fútbol

Ilustración: Víctor Augusto Peña

Ilustración: Víctor Augusto Peña

Tengo una imagen perdida un poco en el tiempo, pero si hago un esfuerzo y la traigo al presente es tan vívida como si la tuviera frente a mí, ahora. Es la imagen de mi padre sentado en una sillita baja en el patio de mi casa de la infancia, tomando mate y escuchando fútbol o tango. Pienso y siento que hay tres momentos: el mate, el fútbol y el tango, que son como un trípode sobre el que la Argentina descansa, y me falta un cuarto: el teatro. Por lo menos eso se dice: en la Argentina, al menos en Buenos Aires, hay más teatros que en cualquier parte del mundo, y probablemente así sea.

Mi padre y su hermano Mauricio tenían una ferretería en Cangallo y Paraná. Desde allí se irradiaba gran parte de la cultura porteña de aquella época. Fueron surgiendo los teatros independientes La Máscara, Fray Mocho, el Teatro del Pueblo, etcétera. La ferretería era un semillero generador de creaciones, eso está muy bien contado en la película Espérame mucho (1983), de Juan José Jusid.

Esa imagen de la infancia me lleva a un momento de mi vida que no me alegra recordar; no formo parte del capítulo “infancia feliz”, muy por el contrario, son fotos de una infancia triste las que me acompañan –sea por razones familiares o sociales–. Pude rescatar la niñez (muchas veces doliente y tenebrosa) gracias al gran escritor argentino Álvaro Yunque, quien en sus libros retrataba a niños sufrientes, que no transitaban una infancia dorada. A partir de esas lecturas, la literatura comenzó a entrar en mí como una gran compañera de la que nunca me alejé.

Mi padre amaba el tango tanto como el fútbol; de hecho, muchos conocidos lo llamaban Labruna (gran delantero de River en sus tiempos). En lo que respecta al tango, él y mi mamá lo bailaban y cantaban, y recordaban con una inmensa emoción las veces que habían ido a escuchar cantar a Gardel en vivo en el barrio de Almagro.

A pesar del optimismo histórico, casi adolescente, que tenían ambos (lo digo ya a la vuelta de la vida y con admiración por esos sentimientos), cantaban muy seguido las letras de Discépolo: amargas, pesimistas, dolientes, desesperanzadas. Así sonaban en mi casa. Eso era la argentinidad para mí: el mate, el tango y el fútbol. no sé si por pelear con los mayores, o por qué otra razón, no me gustaba el tango, hasta que conocí a Piazzolla y escuché a Pugliese. Pero eso ya fue a mis 17 años, recién entonces y muy lentamente el tango comenzó a entrar en mi vida, demostrando que tal vez sea cierta la frase que una vez me transmitió alguien cuyo nombre no recuerdo: “El tango no les gusta a los jóvenes, empieza a formar parte de uno recién cuando sos grande”.

Leo las letras de Discépolo que tengo frente a mí en este momento, necesitaría muchas páginas para hablar de ellas. ¡qué gran poeta! cuánto había pensado, cuánto había sufrido.

Me produce orgullo darme cuenta de que él, con su versatilidad –escritor, poeta, músico, actor, director, cineasta, guionista–, está en las bases de mi formación. Y que como él hay una gran cantidad de creadores que están allí junto a nosotros, transmitiendo ese modo universal de pensamiento que hace de la Argentina, a pesar de todos sus males y desgracias, una nación fuerte, en vías de formación como tal, en la cual esos ejes de los que hablaba en un comienzo son cruciales.

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