Era una tarde sofocante de enero de 2019 cuando en el andén de la estación Julieta Lanteri del subte H –parada de la Facultad de Derecho de la gloriosa Universidad de Buenos Aires– escuché a un muchacho preguntarle a su amigo:
–Che, ¿quién era esa mina?
–Alguien importante que se murió.
Mi carcajada fue tan estridente que uno de ellos me increpó:
–Señora, ¿qué dije de gracioso?
Le expliqué que me había conmovido la manera en que se referían a Julieta, a la que suponían importante para merecer que su nombre fuera una estación de subte, y que por lo menos habían tenido el interés de preguntar y no eran zombis que saltaban de estación en estación sin ver lo que los rodeaba. Rápido, entre el chirrido de frenos y puertas y empujones, los tres nos alejamos del andén. Ellos me contaron que estudiaban Abogacía. Dejaríamos pasar varios subtes hasta subirnos finalmente a uno más vacío que nos permitiera seguir hablando. Ocurría una rara química: cierta complicidad intergeneracional –yo los triplicaba en edad– y cierta ternura en la avidez por saber qué nos separaba del mundanal ruido del tango de Gardel. Esa mina, les sinteticé, había sido una heroína nacida en Italia, nacionalizada argentina y definitivamente bonaerense. Había sido una de las fundadoras del movimiento feminista y sufragista; además había tenido que hacer lo que hacen aún hoy muchos extranjeros para conseguir su ciudadanía y para poder estudiar Medicina en la UBA: casarse con un argentino, un tal señor Renshaw, en 1910, de quien se separó un año después. Había sido la primera mujer de nuestra historia y de la de Latinoamérica que se había animado a pelear para poder votar, cosa a la que los varones argentinos tuvieron derecho de entrada después de 1912. Ella no, ella fue perseguida, hostigada… Y entre el chirrido y el calor sofocante, entre preguntas y más preguntas de esos dos desconocidos esa tarde infernal –casi cien años después de que Julieta se animara a protagonizar el primer acto sufragista en la calle–, la historia de esa “mina” parecía fascinarles como si les hablara de una roquera famosa. Una “mina” que se había animado a empadronarse para votar en una mesa frente a militares; a pelar una y otra vez hasta llegar a la Corte Suprema adversa a su derecho a ser médica y ciudadana; que batallara por los derechos civiles que liberaran a las mujeres de la esclavitud de padres y maridos; que se animó a ser candidata a diputada una y otra vez, y que luego del primer golpe militar de nuestra historia, en 1930, endeudada y cansada pero no rendida, esa mina, esa mujer, fue espiada y perseguida… El viaje había llegado a su fin. Les recomendé entonces que consultaran una nota de Adelia Di Carlo en la revista Caras y Caretas Nº 1.744, de marzo de 1932, titulada: “La gran líder del feminismo argentino ha muerto”.
–¿Pero cómo murió? ¿La mataron? –preguntó uno de los ellos. Daba por sentado que en la Argentina para ese tipo de luchadores y luchadoras revolucionarias el destino probable es la violencia estatal.
–Dijeron que en un accidente, acá cerca, en Diagonal Norte y Suipacha. El 23 de febrero de 1932. Tal vez ustedes como estudiantes de Derecho logren dar con la causa que desapareció mágicamente… Pero el personaje que manejaba el auto era…
–No, no nos espoilee el final –imploró uno de los muchachos–. Lo averiguaremos nosotros –desafió. Antes de despedirnos, les dije que igual ya no importaba el nombre del victimario.
Mientras me alejaba rumbo al Obelisco, recodé que Silvia Bleichmar, una de las más grandes intelectuales argentinas, solía decir que nadie recordaría nunca el nombre del mutilador de la estatua de la Venus de Milo. Pero que seguramente nadie olvidaría a Fidias, su creador.