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El camino de un cuadro

Corría la década del 60, y no sé si la memoria me falla o si en verdad concentra las imágenes más cruciales, más emblemáticas de aquella época, pero mi recuerdo me indica que Berni era una palabra casi común. Como si dijéramos “Soda Stereo” o “los Redondos” o “2 Minutos”. Teníamos apenas 13, 14, 15 años, y Berni era uno de los grandes creadores que iban a acompañar nuestra adolescencia, junto con Alberto Bruzzone, Álvaro Castagnino, Demetrio Urruchúa, Carlos Alonso. Tengo para mí que no había una barrera para acceder a los creadores y a sus obras; al contrario, me parece que ese encuentro estaba facilitado por las galerías de arte, el Instituto Di Tella en la calle Florida y la revista el Escarabajo de Oro, entre otras. Y no sé cómo, pero de alguna manera, de boca en boca y de noticia en noticia, todos sabíamos todo. Cuando digo “todos” me refiero a las compañeras de la división en la secundaria, a nuestros amigos del Industrial Huergo o del Nacional Mariano Moreno, que iban a buscarnos siempre a la puerta del colegio cuando terminaba el horario de clases, y con quienes compartíamos el descubrimiento de la misteriosa “Buenos Aires”, los cercanos recovecos del parque Rivadavia con pasillitos y vueltitas y pequeñas colinas por las que saltábamos y corríamos y que fueron testigos de los besos de nuestros primeros amores. Alguien siempre sabía de la muestra pictórica de uno o de otro y también las direcciones de los talleres de cada uno y el modo de acceder a ellos. A Berni lo conocíamos por su progresismo y su identificación tan directa con los seres más desvalidos, con las causas sociales más ligadas a las luchas de los trabajadores y por una sensibilidad sin tapujos que lo hizo entregarnos la saga de los dos maravillosos personajes que son Juanito Laguna y Ramona Montiel. Esas pinturas hablaban de nuestro justiciero sentiradolescente, y esos no sólo eran cuadros de dos dimensiones, eran historias enteras, polimórficas, que narraban de manera profunda las vidas de quienes estaban pintados en sus telas.

Algunos años después, ya terminado el colegio secundario, mi hermana me regaló una litografía de Berni. Era el rostro de un niño. Lo cuidé y conservé durante muchos años y viajó conmigo a todas partes. El mismo Berni, de puño y letra, era el que había firmado esa reproducción, y se decía que no habían sido muchas, de tal modo que tener eso conmigo era un lujo, un privilegio, un orgullo.

Pasaron los años, en 1984 tomé contacto con el Hogar Amparo Maternal en el barrio de Núñez, destinado al cuidado de madres adolescentes solas y sus hijos. Contra mis prejuicios, descubrí que, a pesar de ser una institución sostenida por una orden religiosa, era muy progresista. Sor Rina Angela y sor Daniela, provenientes de Turín, eran unas monjas muy cultas y muy comprensivas y le habían dado a esa institución un toque acorde al correr de los tiempos. Así, las paredes del hogar estaban cubiertas no sólo con frases bíblicas, sino también con poesías de diversos autores, como Pablo Neruda, por ejemplo, y obras del genial fotógrafo argentino Pedro Luis Raota, quien se dedicó con un gran arte a retratar a las mamás adolescentes y sus hijos. Después de conocer al plantel directivo y a la población del hogar, después de trabajar con ellas bastante tiempo, decidí que esa reliquia que tenía conmigo merecía tener otro lugar, así que regalé la obra. No sé si Berni allí era tan conocido como lo había sido para mí en la adolescencia, pero sí mantengo en mi retina los rostros emocionados y alegres de quienes estuvieron conmigo en el momento de la entrega del regalo, de lo que seguramente era uno de los rostros de Juanito Laguna.

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