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Juanito Berni Cedrón

Fue una noche inolvidable porque hay momentos que nos unen a la cadena de las generaciones a las que tributamos. O, simplemente, son las formas del amor y la amistad que toma nuestra historia personal, también universal. Como todos los veranos porteños, el calor era sofocante aquella noche de enero de 2008. Soplaban lenguas de fuego que no se apagaban con los litros de champán y agua que corrían. Había que ser valiente para aparecer trajeado al festejo, que eran dos: el mío y el de Aníbal Cedrón, que había nacido dos días antes que yo. Ambos cumplíamos 60 años. En cada festejo, celebrábamos haber sobrevivido como generación política a las matanzas habituales en nuestra patria, a las desilusiones amorosas y a los exilios internos y externos. Es decir, no nos arrepentíamos de nada. Es más, cada año brindábamos por persistir en la idea setentista de que la libertad y la vida valen la pena para luchar por un país mejor aunque la victoria sea esquiva. Lo cierto es que Aníbal hizo su entrada triunfal, abrazado a un cuadro envuelto a las apuradas, con estilo atolondrado. Era un desorden en las formas que nunca, obviamente, definían el fondo de su carácter de artista plástico, militante de la historia y la memoria, culto y exquisito, capaz de una generosidad ilimitada, como solía definir su amigo y maestro Luis Felipe Noé. Cuando abrí el regalo, la fiesta desapareció. La imagen de Juanito Laguna lo cubrió todo. Era el espejo de nuestros sueños: por tantos niños como él, pobres y marginados, habíamos querido cambiar el mundo. Si la idea de piedad existía, anidaba en el brillo de los ojos tristes de Juanito, el muchachito de Villa Piolín que el gran Antonio Berni pintó a partir de 1961 y que había comenzado a pensar ya en 1930, durante la gran crisis capitalista, por militante comunista y porque sabía de la ferocidad de la pobreza como estigma del futuro. En 1934, Berni había retratado magistralmente en Desocupados y Manifestación –enrolado, me explicó Aníbal, en la corriente del realismo latinoamericano– las marcas de esa crisis en la Argentina. Lo hizo con el mismo estilo de otro contemporáneo de Berni, el gran periodista y escritor Bernardo Verbitsky en su non fiction Villa Miseria también es América (1957), porque la saga de Juanito también fue pensada en 1961 como una novela pictórica de los suburbios, de esas vidas entre la basura sin reciclar de los bordes de la ciudad, con casas de cartón y lluvia y barro de las villas miserias, de la que emergió también el retrato de Ramona Montiel. Con Juanito y Ramona, Berni le puso nombre a la historia de injusticias que nos sublevaron. El retrato de Juanito que Aníbal me regaló esa noche es una reproducción 35/200, firmada y fechada en birome por Berni en 1961. Es de los primeros bocetos de la serie, un cuento neorrealista que nunca se interrumpió y parió la saga de Juanito mirando la televisión, o remontando su barrilete, o llevándole la comida a su padre obrero. Aníbal era, para entonces, no sólo mi amigo sino también un hermano elegido. Tenía ya una obra contestataria del poder y la maestría de uno de los mejores dibujantes de su generación. El cuadro de Juanito se lo había regalado su padre, un militante comunista amigo de Berni, que había soñado que su hijo fuera arquitecto para construir casas populares. Pero Cedrón, como Berni, creía que la política y el arte se revolcaban como amantes condenados a la eterna lucha por la libertad y la justicia. Aníbal murió en 2017. Como dijo Simone de Beauvoir ante la tumba de Sartre: tu muerte nos separó y mi muerte no nos unirá. Pero la mirada de Juanito, querido Aníbal, en el cuadro que ahora mismo estoy mirando, sí.

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