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Cuando la bandera argentina flameó en Malvinas en 1966

Hubo algunos problemas en el momento: el liberal-medievalista Juan Carlos Onganía,  dictador de turno –el que decía “yo no tengo plazos, tengo objetivos” y sus camaradas lo eyectaron–,  debía jugar al golf esa tarde con Felipe de Edimburgo, príncipe consorte de la reina Isabel II, por esos días de visita oficial en la Argentina. Hubo problemas después: el dúo de jóvenes militantes del Movimiento Nueva Argentina (MNA), que condujo lo que aquel 28 de septiembre de 1966 pasaría a la historia como Operativo Cóndor, Dardo Cabo y Alejandro Giovenco, se bifurcarían en dos agrupaciones con el olor a pólvora de época. Cabo en Montoneros, Giovenco en la Concentración Nacional Universitaria (CNU). Se desprenderían entonces el primero por izquierda y el segundo por ultraderecha. Fue otro paso de reubicación ya que, inicialmente, ambos provenían de Tacuara.

Pero aquel día, hace 55 años, cumplieron con una aventurada determinación política como lo fue aterrizar en las Islas Malvinas, plantar la bandera argentina, cantar el “Oíd mortales” transidos de emoción y entusiasmo. Con ellos había 16 militantes más y  una sola mujer en ese grupo de 18 almas: María Cristina Verrier, la periodista y dramaturga que había propuesto el golpe de mano y era hija de un juez de la Corte Suprema. La movida resultó una presentación inaugural de las juventudes políticas que cobrarían un creciente protagonismo a partir de esos años. Es que todos eran jóvenes, hasta el mayor y único periodista, Héctor Ricardo García que, con 34 años entonces, ya había puesto en marcha el diario Crónica con un sensacionalismo sin pruritos que lo instaló como el medio más popular de la Argentina por décadas.

El grupo subió en el vuelo AR-648 a las 0.30 de aquel 28 de septiembre y se disimuló entre el pasaje del cuatrimotor Douglas DC4 cuyo destino final era el aeropuerto de Río Gallegos; entre los viajeros volaba el gobernador de facto de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, contralmirante José María Guzmán. Los cielos del sur se veían agitados esa madrugada, hasta el punto de barajarse un aterrizaje precautorio en Comodoro Rivadavia, una sorpresa que hubiera complicado los planes de los comandos. El piloto, Ernesto Fernández García, decidió avanzar a destino. Claro que los destinos cambian en el aire, según pudo darse cuenta cuando un revólver viejo empuñado por Dardo Cabo se apoyó en su sien y le ordenó otro rumbo. En la cabina, Giovenco se encargaba del azoramiento de los pasajeros. Fuera de radar, declarado en emergencia con la presunción terrenal de que la nave se había perdido en el sur, se le había ordenado al comandante que pusiera proa a Malvinas. El piloto dijo desconocer la ruta aérea pero Cabo le entregó un plano improvisado y le dijo que debía encarar el “rumbo 105”. También le cantó al comandante cuantos litros de combustible quedaban cuando éste le mintió que no iba alcanzar para aterrizar en las islas. Nada disuadió al grupo que finalmente pudo sumar a su favor la pericia del piloto que encajó la nave en pista, pero en la del hipódromo, detrás de la casa del gobernador Cosmo Harvard, ausente. Solo quedaban dos minutos para que se agotara el combustible. El arrojado plan inicial era precisamente tomar la casa del gobernador, pero el largo sobrevuelo del aterrizaje hizo trizas el imprescindible factor sorpresa.

Luego de que se abriera la escotilla los kelpers comprobaron que no se trataba de extraterrestes sino de unos muchachos argentinos con armas –un Mauser, entre ellas–. El grupo desplegó siete banderas argentinas, rebautizó a Puerto Stanley como Puerto Rivero –en honor al gaucho entrerriano que había resistido la usurpación colonial de los ingleses en 1833–. Desde ya que los argentinos sabían de la inferioridad militar que se produciría tras el arribo. La defensa inglesa estaba a cargo de mercenarios que habían peleado en el Congo y se trataba entonces de poblar las horas con actos simbólicos que amplificaran la hazaña. El primero fue emitir al continente y por la radio del avión un parte que conmocionó: “Operación Cóndor cumplida. Pasajeros, tripulantes y equipo sin novedad. Posición Puerto Rivero (Islas Malvinas), autoridades inglesas nos consideran detenidos. Jefe de Policía e Infantería tomados como rehenes por nosotros hasta tanto gobernador inglés anule detención y reconozca que estamos en territorio argentino”.       

Después pasaron las horas de las curvas y contracurvas de una negociación veloz. El mediador fue un cura católico y neerlandés, Rodolfo Roel, que también se avino a dar una misa para los argentinos en el fuselaje. Los “cóndores” hicieron valer la cláusula innegociable de saltear el rito humillante de la rendición y fueron trasladados a una parroquia hasta su retiro que estuvo a cargo de la nave Bahía Buen Suceso, de la Armada Argentina. Fueron despachados a Tierra del Fuego y quedaron detenidos nueve meses mientras se realizó el juicio aunque Cabo, Giovenco y Juan Carlos Rodríguez purgaron tres años por sus antecedentes.

Las investigaciones históricas cuentan que el operativo fue financiado por el entonces jefe de la Unión Obrera Metalúrgica (UOM), Augusto Vandor, por el empresario peronista César Cao Saravia y el mismo Héctor Ricardo García, aunque antes de morir, en 2019, lo desmintió.

El dueño del diario Crónica, Héctor Ricardo García, llevando una cámara fotográfica, pisando suelo de Malvinas.

Si aquellos jóvenes pensaron, como algunos sostienen, que desde el nacionalismo en falsa escuadra del general Onganía les darían una plataforma de apoyo se equivocaron fiero. La dictadura emitió un comunicado cuyo título los diarios publicaron en tapa: “La recuperación de las Malvinas no puede ser excusa de facciosos”. El viejo nacionalismo con olor a bosta solo se notaba en los paseos imperiales del dictador por la arena de la Rural, en la omnipresencia de la liturgia católica y en la absurda cruzada moralista en pos de cortar el pelo y alargar las polleras.

La actitud ante el arresto malvinero estuvo en sincronía con el entreguismo a pleno del onganiato: ahogo al sistema cooperativo y a las pymes, redujo la industria, desnacionalizó bancos y empresas: Había un cruce indecente entre funcionarios, generales y monopolios y otras de esas bellezas recurrentes de las cíclicas restauraciones conservadoras. Entre los muchos cierres de aquel aterrizaje en Malvinas uno es elocuente: Dardo Cabo integró el comando que asesinó a Augusto Vandor, el apoyo político y económico más explícito que tuvo la Operación Cóndor hace cinco décadas y media. Giovenco murió en 1974 cuando estalló una bomba que llevaba en su portafolio. Cabo desapareció en 1977.    

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