“Yo la conocí”, dice al teléfono la histórica cronista de espectáculos Adela Montes. “Nosotras conformábamos un grupito de chicas, las cazadoras de autógrafos, y una tarde de estreno fuimos al estudio de Radio Belgrano, que estaba en avenida Belgrano 1841 (apunta de memoria y sin internet), así que cuando vimos a Ada Falcón, que era toda una estrella de la canción, nos acercamos para saludarla y… salió disparando. Ya cantaba detrás de un cortinado, no quería que ni sus propios músicos la vieran. Era rara, sí, muy rara”, evoca, todavía extrañada, a ochenta y tantos años de aquel episodio teñido de sepia.
En efecto, Ada Falcón era tan rara como encendida, y apagó su voz por decisión propia en el esplendor de su fama y riqueza, a comienzos de la década del 40, para retirarse a vivir monásticamente en las sierras cordobesas, movida por una presunta revelación mística, inaugurando el mito que aún perdura y que cada tanto renueva su magnetismo.
En estos días, acaba de estrenarse La Falcón, con dramaturgia de Augusto Patané y dirección de Cintia Miraglia, en el teatro El Extranjero, del Abasto. Buenas críticas y funciones agotadas acogieron esta pieza que recrea aspectos de la vida personal, carrera artística y repertorio de la Emperatriz del tango, como la bautizó la prensa de su época, con una puesta en escena afín y ajustadas actuaciones que conjugan letra y música.
“Yo no vengo ni del tango ni del musical y terminé haciendo un musical tanguero –reseña Miraglia, quien antes había dirigido El casamiento, de Witold Gombrowicz, en esa misma sala–. Me interesan en general los personajes que dejan algo trunco en su vida. En el caso de Ada pasó algo de eso. Fue una de las primeras mujeres del tango, y creo que el peso de la relación clandestina con (Francisco) Canaro, con su impronta tan dominante, le desató esa persecuta que la conduce a no querer cantar más delante del público. Fue una víctima de su época.”
En la reciente edición del ciclo Teatroxlaidentidad –que cumplió veinte años–, La trastornada, una obra que dialoga con las tradiciones y la memoria popular, con dirección y dramaturgia de Ariel Gurevich, le dedicó explícitamente un cuadro completo, incluyendo la interpretación de “Envidia”, clásico de su repertorio con la orquesta de Canaro.
OJOS PODEROSOS
Director de orquesta, hombre fuerte del show business porteño, fundador de Sadaic, Francisco “Pirincho” Canaro fue fundamental en el ascenso rutilante de la Falcón. Mentor, guía y amante en las sombras, marcó su vida y, de alguna manera, signó su destino. Canaro estaba casado y tenía dos hijas. Pero le tenía más resquemor a la división de bienes que a la excomunión eclesiástica. Si en algún momento de la tormentosa relación evaluó seriamente la separación de su mujer para formalizar con Ada, el consejo de sus abogados lo convenció de lo contrario.
En cambio, compuso para ella el tema más representativo de todo su repertorio, el vals “Yo no sé qué me han hecho sus ojos”, hechizado como muchos por el fulgor de esa mirada que las viejas fotos en blanco y negro sólo nos permiten imaginar.
Sus ojos serían un rasgo heredado de su padre biológico, un Anchorena estanciero de la zona de Junín. Ada, además de un amor prohibido, guardaba un origen dudoso. Demasiados estigmas para una mujer de su tiempo. Tuvo dos hermanas, que la secundaron con dispar suerte en el terreno artístico. Con Adhelma, menor, se distanció definitivamente hacia 1938. Según la versión que retoma la obra, a ella no le importaba compartir a Canaro con su esposa.
El cineasta Sergio Wolf desempolvó el recuerdo difuso de Ada a fines de los 90. Trabajó cinco años en la investigación junto a su coequiper Lorena Muñoz, plasmando un premiado documental que lleva el nombre de aquel tema icónico y que culmina con el encuentro cara a cara con una anciana senil, que se recuerda a sí misma en tercera persona. Una década más tarde, el redescubrimiento de un material inédito de aquellos encuentros lo impulsó a filmar una especie de continuidad, Viviré con tu recuerdo (2016). Ahora, adelanta que prepara un opus tres de la saga, aunque no ahonda en detalles.
“En esta época, donde el éxito es un valor supremo, la decisión de una estrella de aislarse del mundo por una devoción religiosa, por menos entendible que sea, es una historia poderosa, con ecos de Manuel Puig”, apunta Wolf, citando al autor de Boquitas pintadas, que ciertamente cultivaba la admiración por la cancionista.
Cuando Wolf comenzó su viaje al pasado, los registros discográficos de la Falcón eran casi inexistentes. Piezas sueltas en manos de coleccionistas o entendidos, como el investigador Aníbal Ford, que lo introdujo en el armado del rompecabezas.
En la era del CD, su repertorio nutrió muchas recopilaciones armadas a las apuradas, sin mayor información. El sello RGS compiló 24 Grandes éxitos con la orquesta de Francisco Canaro, en su colección vintage Tango Collection, que funcionaba comercialmente muy bien como souvenir for export en las disquerías del centro, antes de la pandemia.
“Cuando se empieza a entender el tango, es porque uno se va volviendo viejo”, cita irónicamente el lugar común su socio gerente Andrés Galante para explicar el interés de las generaciones que se acercan al género y para las que Ada Falcón era tan pieza de museo como sus contemporáneas Libertad Lamarque o Azucena Maizani. “En definitiva, lo bueno perdura y el público tiene más posibilidades de ir descubriendo lo que estuvo antes”, agrega.
Paradojas de la tecnología, mientras más lejos, más cerca: hoy podemos escuchar a un clic de distancia por la plataforma digital Spotify la mayoría de los clásicos que cimentaron la fama de Ada (“La morocha”, “Cascabelito”, “La última copa”, “Cosas viejas”, decenas de ellos) interpretados en su particular registro de mezzosoprano. También está disponible en YouTube una llovida aunque todavía apreciable copia de Los ídolos de la radio (1934), la película que protagonizó junto a Ignacio Corsini, Olinda Bozán y Tita Merello.
La influencia de su estilo es más compleja de verificar en la dinámica escena contemporánea del tango, que reivindica los orígenes arrabaleros por sobre el glamour que destilaba la Emperatriz. Aunque ahí está la cantante Lidia Borda para marcar la diferencia. Con raíces en el blues, a la Borda se la suele asociar con el estilo de Falcón, y en su trabajo Tu pálida voz (2012) asume con naturalidad y destreza ese rol.
“Fue una de mis referentes al momento en que decidí volcarme al repertorio tanguero. Contemporánea de Gardel, desarrolló una personalidad que trascendía a su identidad artística. Encarna la pasión y la locura del tango. Con una voz atiplada como solían serlo entonces, vistió de dramatismo un repertorio original, en el cual como era costumbre entonces no había sólo tangos, sino valses y rancheras. Ada es una de las indispensables del tango. Además, me parece muy distinta de las otras mujeres del tango, que eran un poco ‘antidivas’. Falcón era al revés, una diva total, y me fascina esa condición”, se explaya la intérprete.
QUIÉN ERA ESA CHICA
El mito de “la Greta Garbo del tango” es demasiado potente para contradecirlo. Pero en algunas (pocas) ocasiones, la misma Ada se encargó de traspasar ese muro de silencio autoimpuesto.
La historiadora Estela Dos Santos recuerda, en su trabajo Damas y milongueras del tango, que Héctor Larrea fue de los primeros en rescatar sus añejas grabaciones y darles aire en su icónico programa radial Rapidísimo. Hacia mediados de los 70 (cuando ya habían transcurrido casi tres décadas de ostracismo), esa deferencia sumada a los buenos oficios de su productora, María Rosa Piñeyro, entreabrieron la puerta del misterio y revelaron el estrago del tiempo en la antigua diva colmada de lujos y consentida en caprichos dignos de Hollywood.
En los 80, bajó incluso en alguna ocasión a Buenos Aires, pero si tocó una puerta, encontró los timbres tan secos como en la letra de “Yira, yira”, que grabó en 1930.
Para celebrar sus 90 años, en 1995, accedió a una postrera entrevista formal en el asilo cordobés donde había encontrado refugio tras la muerte de su madre, única compañía en su retiro. En esa ocasión, apostrofó a la periodista que hablaría “con una caricatura de Ada Falcón”, para perderse luego en alguna anécdota que la vinculaban con Gardel, Discépolo y, elípticamente, Francisco Canaro.
“Usted no se imagina lo que era yo… Bastaba con mirarme los hoyitos de las mejillas, los dientes, las piernas. Decía Discépolo de mí: ‘Es tan divina que hace mal mirarla’”.
Medio siglo antes de esa tarde apacible y conventual, Ada Falcón vivía en un palacete de Palermo chico, tenía estacionados en el garaje dos autos importados que ella misma conducía, vestía diseños exclusivos de importación y rankeaba al tope de los cachets mejor pagos de la época. Aunque ya se había retirado de los escenarios y redoblado sus peregrinaciones a la iglesia de Pompeya, desatando las intrigas de una conversión religiosa.
“Qué sería de mí, ahora, llena de millones y viviendo en pecado”, se justificó, acaso compenetrada con ese sentimiento de mártir.
Su etapa discográfica más productiva abarca la década 1928-1938, contratada por el sello Odeón y bajo la batuta de Pirincho, cuando registró casi doscientas grabaciones.
Al margen de semejante friolera, hay un antes para la RCA Víctor (grabaciones con las orquestas de Osvaldo Fresedo y Enrique Delfino) y un después: dos únicas piezas que datan de 1942, acompañada por la orquesta de Roberto Garza. En una de ellas (música de Canaro y otra vez letra de Ivo Pelay, un requerido autor de sainetes) entona: “Recordaré de tu pasión, la inmensidad/ Recordaré la imagen fiel que me adoró/ Evocaré de tu mirar la suavidad y soñaré que aquel ayer no se alejó”.
Premonitoriamente o no, se estaba despidiendo.
Ada Falcón falleció en enero de 2002.
Vivimos con su recuerdo.