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SANTA CUMBIA

La muerte es definitiva. Pero la eternidad de un ídolo popular también. La de Gilda, nacida como Miriam Alejandra Bianchi en 1961, madre de dos hijos, maestra jardinera pero compositora y cantante de profesión, está a la vera de una ruta, en el kilómetro 129 de la Ruta Nacional 12, camino a Chajarí, Entre Ríos. En una explosión de objetos y colores, con música de fondo, se levanta un templo pagano llamado el Santuario de los Milagros, construido luego del accidente ocurrido allí el 7 de septiembre de 1996 en el que murió la más bella y popular artista de la música tropical y cumbiambera de la Argentina de fin del siglo XX. Los seguidores de Gilda la adoran como una santa laica. Dejan mensajes, fotos y objetos como agradecimiento a las plegarias atendidas, mientras desde sus coches o en el altar rutero suenan sus canciones más conocidas, como “Corazón valiente”, “Corazón herido”, “Tu cárcel”, “Fuiste”, “No me arrepiento de este amor” y, proféticamente, “No es mi despedida”. Cómo no reflexionar sobre este amor, del que ni ella ni sus seguidores se arrepienten. Podemos pensar, por ejemplo, en la intolerable soledad nacida del fin de las utopías para la construcción de sociedades más solidarias; la desesperada necesidad de trascender a la muerte propia, la búsqueda de los milagros que prolonguen la vida de los que amamos, su salud, su fortuna, es la leña que alimenta el fuego de los altares de los ídolos populares muertos trágicamente. La búsqueda de una eternidad doméstica, individual, mágica se le pide no ya a la utopía inalcanzable de un dios de yeso, ni siquiera a los líderes políticos. El gran pensador italiano Umberto Eco sintetizó el clima de época en el epígrafe de su libro Apocalípticos e integrados, mixturando una frase de Nietzsche, de Hegel y de Dostoievski: “Dios no existe/ Marx ha muerto/ y yo tampoco me siento demasiado bien”. Así, ante el Dios oficial, duro, irascible, de católicos, musulmanes, judíos o protestantes, tan lejano para dar una mano concreta para paliar la angustia de la soledad, la pobreza, la muerte como destino cierto, la fidelidad a san Cayetano, al Gauchito Gil y hasta a los cantantes populares Gilda y Rodrigo –ambos muertos en trágicos accidentes– funcionaron como símbolos tranquilizadores para los sectores populares. Las capillitas o pequeños altares a la vera de los caminos son parte del paisaje de las rutas argentinas. Rodeadas de velas, botellas con agua y flores, generalmente fueron (y son) construidas en memoria de personajes legendarios con una fuerte carga de religiosidad condicionada a sus muertes. Las devociones por Ceferino Namuncurá (hijo de un cacique mapuche cristianizado y protegido por la Iglesia católica) y por la Difunta Correa (María Antonia Deolinda Correa, joven madre que en el siglo XIX debió huir de su pueblo con su pequeño hijo, murió de sed en el desierto, pero milagrosamente continuó amamantando a su bebé) son las más tradicionales. También existen santos populares cuya devoción es más regional, como el Gauchito Gil y san La Muerte, en el Litoral; el Maruchito en Neuquén, y los angelitos difuntos en el Noroeste. Y en los últimos años han surgido “santos” contemporáneos que en vida fueron muy conocidos y carismáticos y que fallecieron trágicamente. El culto por ídolos populares cuyo único mérito fue hacer felices a sus fieles es una reducción de la idea de trascendencia a aquello cuya terrenalidad está ausente: es decir, el bienestar y la felicidad en el reino de este mundo que son esquivos para miles de argentinos. A Gilda no se le pide buenaventura eterna: sólo pequeños milagros que hagan a sus fieles felices momentáneamente, como si la idea de trascendencia hubiera sido reducida a eso, a un momento privado, fuera del marco grandilocuente del dios más poderoso de las religiones oficiales y, por tanto, tan inalcanzable, desatento y lejano como un Estado argentino que supo abandonar a su suerte a millones cuando lo gestionó el neoliberalismo más voraz. Lo cierto es que la muerte es vivida como una tragedia cuando los que mueren son los ídolos populares. El 5 de marzo de 1988 cayó de un decimoprimer piso el gran cómico nacional Alberto Olmedo. El prototipo del chanta y el espejo más risueño de las miserias argentinas había muerto. También ocurrió con el cuartetero Rodrigo Bueno, el “Potro”, que encontró la muerte el 24 de junio de 2000, en la autopista Buenos Aires-La Plata, después de un recital, tras volcar la camioneta en que viajaba con su ex mujer, su hijo y Fernando Olmedo, hijo del cómico, que también murió. Rodrigo, que le dio el himno “La mano de Dios” a Maradona, se había convertido en un ídolo popular y su tragedia ensombreció el país junto con la de Gilda, ocurrida unos años antes. Miles de argentinos lloraron a Gilda y a Rodrigo. A Gilda la escucharon y la escuchan incluso en aquellos boliches “chetos” en donde se la despreciaba, y fue convertida en santa. Lo cierto es estos ídolos, como Rodrigo y Gilda, generan una mística poderosa. Bella, delgada, sensible fuera y sobre el escenario, defensora de la condición de mujer que pelea por lo que desea, es posible seguir escuchándola en canchas de fútbol, en cumpleaños y casamientos, en escuelas y bailantas. Es posible escuchar allí: “No me arrepiento de este amor/ aunque me cueste el corazón/ amar es un milagro” que siempre está por ocurrir.

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