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“ES LA FIGURA MÁS PERFECTA QUE DIO LA CUMBIA ARGENTINA”

Gilda rompió todos los estereotipos. Era una maestra jardinera de clase media que pateó el tablero y eligió ser cantante de cumbia. A diferencia de sus colegas contemporáneas, combinó sensualidad y santidad. Estableció un vínculo indisoluble con los sectores marginados, especialmente con las mujeres. Y tras su muerte no sólo fue venerada por los rockeros, que reversionaron sus canciones, sino que devino en un ícono cuasirreligioso, al que se le hacen ofrendas y se le agradecen supuestos milagros.

“Gilda es una figura fantástica, por lo compleja y por la cantidad de cosas que mueve”, sostiene el sociólogo e investigador del Conicet Pablo Alabarces, en diálogo con Caras y Caretas. También escritor y docente de la Universidad de Buenos Aires, en varios libros analizó distintos aspectos y fenómenos del que es su objeto de estudio desde hace treinta años: la cultura popular. Y si hay algo que no se discute es que aquella “princesa plebeya” seguida por fans y devotos, perpetuada en murales callejeros, remeras o estampitas, que tiene su propio santuario, es una de las más amadas representantes de ese universo.

–Hace algunos años, en el artículo “Las manos de todos los negros, arriba: Género, etnia y clase en la cumbia argentina”, analizabas, junto a Malvina Silba, la cumbia como espacio de disputa de los sentidos de género y de clase. ¿Qué rol tuvo Gilda desde ese punto de vista?

–Me animaría a decir que es la figura más perfecta que dio la cumbia argentina y una de las más suculentas de la historia de la música popular argentina. Primero, por ser mujer, en un medio que es muy masculino, por origen, desarrollo, despliegue y administración. Y porque cuando aparece rompe con los modelos hegemónicos femeninos de la cumbia, rápidamente ejemplificados: Gladys la Bomba Tucumana y Lía Crucet. Además, su cumbia es una alternativa a una más plebeya: Gilda no lo es porque nunca desmintió en escena que era una maestra jardinera de Villa Devoto, y rompió con el modelo femenino de entonces.

–Además, en un momento en el que no se hablaba de paridad de género, las mujeres la vieron como un símbolo de autonomía.

–Convengamos que sus canciones no eran un canto a la liberación de género, pero hay una voz muy autónoma, y “Fuiste” es uno de sus mejores ejemplos. Ella trabajaba mucho con reversiones, pero en las letras propias hay una voz, un “enuncie en femenino”. E insisto: no se trata de una ruptura radical con los cánones heteronormativos patriarcales ni la mar en coche. Pero hay distancia. Hay autonomía. Y eso, en 1990, era decir mucho.

–Y también hay una cuestión de clase.

–Claro. Suelo graficarla con una mirada que le copié a Martín Kohan, respecto de la película de Lorena Muñoz (Gilda. No me arrepiento de este amor, 2016). Él señala tres escaleras: una por la cual baja al tugurio donde va a firmar su primer contrato; otra en el interior de su casa, donde el marido la quiere golpear, y hay una tercera, en la escena final, que es la que ella sube camino al escenario y, en realidad, está ascendiendo hacia el cielo, porque va hacia la muerte. Entonces: una escalera desciende al infierno, otra asciende al cielo y otra es aquella en la que pelea su lugar de mujer con el nabo con el cual está casada. Lo del descenso al infierno es muy piola, porque Miriam Alejandra Bianchi desciende de clase. Se transforma. Pero lo divertido es que no es una chica de clase media que va a redimir al proletariado sino que al descender de clase se redime ella misma, encuentra su deseo y el placer, ella quiere cantar. Y en ese momento que pasa a ocupar ese lugar subalterno encuentra su destino. Al contrario de lo que narra la cultura de masas, que el estrellato produce un ascenso de clase, Gilda desciende: de Charly García y Franco Simone va a parar al mundo de la cumbia, que es “inferior”. Hay que destacar el entrecomillado: se considera inferior pero no lo es. Es un mundo subalterno.

–¿Cómo se explica que una cantante tropical devenga en santa popular?

–Es muy interesante pensar estas santidades de figuras que vienen del espectáculo. La situación de Gilda puede compararse con la de Rodrigo, a quien le construyeron un santuario, el mismo día de la muerte, al que no va nadie. No hay fabricación en una santidad popular. Se da, pero tampoco es mágica. Es explicable por determinado contexto y momento. En el caso de Gilda, es una construcción femenina. Tomo una idea de [la socióloga brasileña] Eloísa Martín, quien afirma que esta santidad no es una cuestión de creencia sino de afecto. Es una relación amorosa entre mujeres de las clases populares y la figura de la cantante. No se trata de una santera que impone las manos y hace milagros, sino de amor.

–Si la cumbia se entiende, además, como espacio de disputa de la hegemonía cultural, hay que decir que la música y la figura de Gilda también fueron apropiadas por sectores de la clase alta, algo que no sucedió, al menos de manera tan evidente, con otros cantantes de ese género.

–Otra vez cito a Eloísa, que escribió un texto muy lindo que utilizo mucho en mis clases después de ver a [Gabriela] Michetti y a [Mauricio] Macri en el balcón de la Casa Rosada bailando “No me arrepiento de este amor”. Una cosa espantosa. Y ella señala que ahí está claro qué lugar ocupa la cumbia para estos sectores: apropiación irónica y distanciada. Traducido, esto es: bailan y cantan como el culo. Y Gilda lo permite, justamente, porque es la más blanca de las cumbieras. Eso es más sencillo que ir a apropiarse irónicamente de Lía Crucet o Kumbia Queers.

–Entonces, puede decirse que en este caso se dio lo que en tu último libro, Pospopulares. Las culturas populares después de la hibridación, denominaste como proceso de “plebeyización” de la cultura.

–Cuando hablamos de esta captura por parte de las clases medias y altas, sí. Se da un “blanqueamiento” de la cumbia. Por un lado, están estos sectores altos apropiándose de productos, lenguajes y prácticas habitualmente marcados como plebeyos, y por otro, esa expropiación de elementos plebeyos pero desprovistos de lo revulsivo, o sea, la “negritud”.

–¿Por qué sigue tan vigente la figura de Gilda a 25 años de su muerte?

–Por tres elementos fundamentales: si se une aquella afirmación de género –a destiempo, si se quiere– en sus letras; la cuestión de clase, tan compleja, de descenso y redención, y la religiosidad, no hay un caso similar. Para colmo, ¡cantaba bien! Afinada, con matices y con garra. Además, las canciones tenían unos arreglos buenísimos. Me produce una inmensa admiración.

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