Icono del sitio Caras y Caretas

AQUELLA MATINÉ

Nunca sabré bien si fue por azar o por fatalidad que dos acontecimientos inolvidables de mi vida tuvieron como escenario el cine Callao, frente al Congreso nacional, y que ambos ocurrieron en mayo de 1974, cuando se estrenó allí Boquitas pintadas, esa película tremenda, conmovedora, basada en la novela de Manuel Puig, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson. Ambos sucesos presagiaban el infierno más temido: el crescendo de la violencia política desatada sobre los cuerpos y la sombra de los exilios difíciles aún de tolerar en el horizonte de nuestras vidas. Los dos ocurrieron la misma semana. El primero –tal como conté en Caras y Caretas en julio de 2020– ocurrió en una cita con Carlos Eme donde le informaba con vergüenza, consumiendo mis últimas máscaras de obediencia debida, que la organización guevarista en donde militábamos no podía aceptarlo porque era homosexual. Fue el preludio del exilio de Carlos y el comienzo de un dolor que tardaría mucho en disiparse, aunque mi fantasía compensatoria de la culpa sería más tarde que ese gesto le había salvado la vida por obligarlo a partir. La otra ocurrió la tarde del 24 de mayo cuando huíamos de la guardia de infantería, que cargaba contra todos los que nos oponíamos a la aplicación de la reforma del Código Penal –sancionada en enero de ese año luego del incremento de la actividad guerrillera contra el gobierno de Perón–, que reintroducía el delito de asociación ilícita y rehabilitaba las leyes represivas de la última dictadura militar. Era el corolario del enfrentamiento entre la derecha y la izquierda peronistas y, también, con la guerrilla guevarista del ERP con su estrategia de asalto a cuarteles. Era el comienzo de la clandestinidad de Montoneros luego de un durísimo enfrentamiento con Perón el 1º de mayo. Además, ya se sentía en el aire cargado de pólvora de esos días el temor a que se destapara la caja de Pandora: Perón estaba muy enfermo. Y las huestes malditas de José López Rega, con su engendro de la Triple A, comenzaban a sembrar amenazas, muertos y exiliados. La posibilidad de la muerte de Perón coronaba la sensación de tragedia. Y allí estaba otra vez a las puertas del cine Callao, por segunda vez en mayo del 74, sumándome como estudiante a las protestas contra las leyes represivas cuando la guardia de infantería cargó contra nosotros y entre corridas y gases lacrimógenos y gritos, muchos terminamos entrando en malón al cine mientras comenzaba la matiné de Boquitas pintadas. Recuerdo que sin aliento llegué al pullman, en medio de un grupo en desbande, buscando en la penumbra un asiento vacío para camuflarme entre los espectadores. El cine estaba repleto. El folletín de amor, envidia, odios, traiciones y pasiones era un éxito rotundo. La condición humana se desplegaba en todo su esplendor en esa historia en un pueblo de provincia. La película recién comenzaba a contar la pasión reprimida de Nené (Marta González) y Juan Carlos Etchepare (Alfredo Alcón). Conseguí un asiento vacío junto a una pareja. Quizá el último. En la fila de atrás, una señora intentó ocultar entre los asientos y sus piernas a otro estudiante y taparlo con su abrigo. De pronto, entre gritos, se encendió la luz y se paró la proyección. La guardia de infantería irrumpió violentamente en la platea y el pullman. Revisó cada fila, entre gritos y palazos contra el piso. El muchacho de atrás no tuvo suerte. Lo descubrieron y lo esposaron en medio de golpes e insultos, mientras él gritaba su nombre. Ya era posible desaparecer en la Argentina del 74. La necesidad de defenderlo me sacudía pero elegí ser invisible. De repente, el hombre a mi lado me extendió su entrada cortada. “No”, dije con un movimiento de cabeza. Él insistió y la acurrucó en mi mano, con la mirada aprobatoria de su novia: debía tenerla por si me la pedían para justificar mi presencia ahí. No sé cuánto tiempo pasó porque sobrevino luego el silencio, y de nuevo, en minutos interminables, se apagó la luz y la película recomenzó desde un punto que ya no recuerdo. Minutos después intenté huir. Intenté pararme. No pude. La mano del hombre y la mirada aprobatoria de su pareja me detuvieron. “No –me dijo–. Tenés que salir cuando todos salgamos. Ahora mirá la película.” Y así fue. Al final, la pareja me custodió en silencio hasta la salida. Sólo intercambiamos miradas de gratitud y complicidad. Lloré mientras me alejaba por Callao. Me habían salvado de la prisión y la tortura. Había oscurecido. Pensé que la piedad era uno de los rasgos más conmovedores de la condición humana. Me pregunté qué hubiera dicho Puig de esta historia. ¿Hubiera festejado a carcajadas? ¿Disfrutado la derrota de la represión? Lo que sí sabía es que debería volver a ver Boquitas pintadas.

Salir de la versión móvil