Eran algo más de las cinco de la tarde, y en El Ateneo de Cangallo y Carlos Pellegrini, la “mesa de siempre” se llenaba de habitués: Enrique Muiño, Elías Alippi, Francisco Petrone, Sebastián Chiola, Ángel Magaña, Arturo García Buhr, Ulyses Petit de Murat y, por supuesto, Homero Manzi.
La referencia a esa mesa de El Ateneo y esos nombres es clave, no solamente porque allí gestaron en 1941 la productora cinematográfica Artistas Argentinos Asociados (AAA o, simplemente, “Asociados”), sino también porque durante muchas de esas tardes, Manzi entusiasmó y se entusiasmó hablándoles a sus compañeros de una historia que soñaba con filmar, y que se convertiría en una de las películas más importantes en la historia del cine argentino: La guerra gaucha.
A Homero Manzi le sobraban credenciales, cinematográficas y de las otras. Compositor y periodista, sí; pero también un obsesivo guionista. El autor de tangos como “Fruta amarga”, “Malena” o “Tal vez será su voz” entendía al cine como un instrumento político orientado a las masas, de ahí su preocupación por empapar sus guiones de temáticas históricas y sociales, en lugar de las historias de fácil digestión y con figuras conocidas, muy en boga durante el período.
En 1974, Ángel Magaña revelaba que fue incluso esa búsqueda la que los llevó a crear Asociados: “Éramos un montón de gente con sueños, con ideales y con la gran ilusión de un cine mucho mejor. La idea surgió porque ni Muiño, ni Alippi, ni Petrone ni yo trabajábamos. En ese entonces se había empezado a hacer ‘otro tipo de cine’, los productores creían que era más conveniente para la industria. Era el cine de canciones, de cantantes, de mercado exterior. Y nosotros estábamos ahí, resistiendo. Habíamos hecho Prisioneros de la tierra, y queríamos seguir con La guerra gaucha, que era una vieja idea de Manzi”.
LA REAFIRMACIÓN DE LA IDENTIDAD NACIONAL
“Siempre hablábamos de hacer La guerra gaucha –recordaba Ulyses Petit de Murat, coautor del guion junto con Homero Manzi– porque un maniático con mucha fuerza de convicción (Manzi) decía que había que hacerla. Él era muy haragán; es uno de los mayores talentos dramáticos que he conocido, si no el mayor del país, pero poseía tal falta de voluntad, tal haraganería, que yo lo tenía que amarrar para que escribiera. El libro de Leopoldo Lugones estaba lleno de neologismos. Lo tradujimos para demostrar que tenía acción y que esa acción arrancaba en los relatos de la historia de Salta. Después de esa traducción presentamos un resumen nuevo, y ese resumen fue leído a todos en una noche memorable en lo de Elías Alippi.”
Ambientada en Salta, la película transcurre en 1817, cuando gauchos del noroeste argentino se disponen a defender la independencia enfrentándose al ejército realista español. A diferencia de Güemes, la tierra en armas (Leopoldo Torre Nilsson, 1971), que se centra en el mismo período histórico, el foco de La guerra gaucha descripto por Manzi y Petit de Murat no era el general argentino, sino el pueblo que lo acompañó.
Para el momento en que comenzaron a trabajar en La guerra gaucha, ambos hombres ya habían firmado en tándem Con el dedo en el gatillo (1941) y Fortín alto (1942), dos títulos que no trascendieron, algunos dicen que por la inconsistencia de sus historias, otros por una poca inspirada dirección del prestigioso Luis Moglia Barth.
La guerra gaucha llegó en un momento en el que el cine nacional pedía a gritos nuevas temáticas, al menos en la visión de Manzi. Y por eso convenció a sus compañeros de Artistas Argentinos Asociados de que era el proyecto ideal para debutar con la productora; sin embargo, dos situaciones interrumpieron el sueño.
La primera fue la enfermedad de Elías Alippi, quien sería el protagonista, que llevó a postergar el comienzo de la filmación ante la decisión de sus compañeros de no reemplazarlo. La segunda tuvo que ver con las condiciones climáticas de Salta, que despertaron mucha incertidumbre en la concreción del plan de rodaje.
Ante la necesidad de poner en marcha la productora, el grupo decidió debutar con otro guion de Manzi, El viejo hucha, film en el que, más allá de su buen recibimiento y sus méritos formales, se escuchó por primera vez el tango “Malena”, una de las creaciones más inspiradas del compositor.
Elías Alippi falleció de cáncer en mayo de 1942. Satisfechos de haber respetado a su amigo hasta el último día, el grupo comenzó con la producción de La guerra gaucha bajo la dirección de Lucas Demare y con Sebastián Chiola como reemplazo. Un detalle “de color” relacionado con su personaje es el guante que lleva durante la película. No se trató de una decisión artística sino del hecho de que poco antes de empezar el rodaje, Chiola se cayó de un caballo y se fracturó la muñeca derecha. Debajo del guante estaba el yeso.
Estrenada en el cine Ambassador el 20 de noviembre de 1942, La guerra gaucha se convirtió en la película más taquillera del cine argentino hasta ese momento, y tanto público como crítica coincidieron en destacar su épica, su emoción y el sentir patriótico que emanaba. Todavía hoy es considerado uno de los grandes clásicos de nuestra cinematografía. El film resultó ser todo lo que soñó Homero Manzi, y más también.
EL AGUA Y EL ACEITE
La filmografía del escritor continuó con Todo un hombre y Eclipse de sol (ambas de 1943); Su mejor alumno (1944), un notable e imperfecto acercamiento a la figura de Domingo Faustino Sarmiento; Pampa bárbara (1945), y, ya en 1946, Donde mueren las palabras y Rosa de América.
Cada uno de estos proyectos fortaleció la unión entre Manzi y Petit de Murat, tanto que muy pocos entendieron por qué de un día para otro decidieron separarse. “Fueron peleas políticas –recordaba Petit de Murat–. Él había sido un apasionado radical, estaba en Forja, la rama nacionalista del radicalismo, y yo en el radicalismo yrigoyenista, el tradicional. Entonces creyó que el yrigoyenismo iba a Forja, estaba con Jauretche y otra gente, yo no. Y de golpe apareció peronista. Yo pensé: ‘El agua y el aceite no se pueden mezclar’, y por eso nos separamos. Me reconcilié con él antes de que muriera”.
Ya sin su colega, Homero continuó escribiendo para cine acuñando títulos emblemáticos, como Nunca te diré adiós y Como tú lo soñaste (1947), De padre desconocido (1949), Escuela de campeones (1950), y las únicas dos producciones que lo tuvieron también como director: Pobre mi madre querida (1948) y El último payador (1950).
Cuarenta y tres años de vida que a la luz de su obra parecen el triple. Y de todos ellos, casi la mitad estuvieron dedicados al cine en una obsesiva búsqueda por la exaltación del ser nacional y del héroe colectivo. “Sé que mi nombre resonará en oídos queridos con la perfección de una imagen”, escribió Manzi en el epílogo de su vida, y cuánta razón tuvo.