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Un mapa sin un rumbo ideológico definido

Con la confirmación del conservadurismo como fuerza política gobernante en Ecuador y la incertidumbre que plantea un ballotage en Perú entre rivales muy dispares, Latinoamérica reafirma su travesía errante en medio de la pandemia. El paisaje no es ya el de un predominio claro de uno u otro lado de la grieta ideológica, sino un collage que intercala viejas y nuevas izquierdas y derechas con marcadas lógicas locales en un equilibrio siempre tenso.

Para la Argentina, fue una doble apuesta perdida, aunque todavía pueda sacar algo de rédito a futuro, según cómo se pare el gobierno de Alberto Fernández. De movida, desde el “otro lado” ya lo primerearon con Guillermo Lasso en Ecuador, asumiéndolo como propio, con toda razón. Desde Buenos Aires, el ex presidente Mauricio Macri se apuró a celebrar el triunfo del banquero, que también fue felicitado desde Chile, Colombia y Uruguay, aunque su triunfo diste de entenderse en clave regional.

El Frente de Todos había apostado por el candidato correísta Andrés Arauz, en aquel país, y por Verónika Mendoza, en Perú. Al ecuatoriano le había ido muy bien en la primera vuelta y todas las encuestas lo proyectaban ganador en la segunda pero, al final, cayó frente a Lasso. En Perú, Mendoza quedó muy lejos del ballotage. Con el recuento casi completo, al cierre de esta edición, se posicionaba sexta con apenas el 8 por ciento de los votos. La nación andina es toda una incógnita.

EL PLEBISCITO CORREÍSTA

“Lo de hoy fue un traspié electoral pero de ninguna manera es una derrota política ni moral. Esta noche voy a llamar telefónicamente al señor Guillermo Lasso para felicitarlo por el triunfo electoral obtenido el día de hoy y le demostraré nuestras convicciones democráticas”, saludó Arauz al reconocer la victoria de su rival. Sin embargo, remarcó: “De ninguna manera es una derrota política y moral”.

Aunque el candidato era Arauz, el que se sometió al veredicto popular en esta elección fue el correísmo, con su líder exiliado al otro lado del Atlántico, en Bélgica, imposibilitado de retornar bajo riesgo de terminar preso por lo que él denuncia como la versión andina del lawfare. Vetado de una nominación a la vicepresidencia, al estilo Cristina Fernández de Kirchner, Correa se mantuvo como una sombra permanente en la campaña, procurando no eclipsar a su elegido, un joven economista de 36 años con el que la Revolución Ciudadana intentó mostrar un rostro fresco.

A diferencia de otros dirigentes de la vieja Alianza País, que hoy se encuentran presos o asilados, Arauz consiguió neutralizar, en gran medida, el clásico discurso de la oposición contra Correa respecto de la corrupción. Él también había sido ministro pero uno de bajo perfil, abocado a las políticas educativas y científicas, además de encarnar un cambio generacional. El Grupo de Puebla en su conjunto lo apadrinó tanto como el presidente Fernández y la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, desde Buenos Aires. Pero los que votaban eran los ecuatorianos.  

Pese a una amplia ventaja en primera vuelta –32,7 por ciento frente al 19,7 de Lasso–, Arauz y el correísmo no pudieron sostener ese envión y usarlo a favor. Quedó en 47,5 por ciento, a cuatro puntos de la épica que hubiera marcado, también, un nuevo aval a Correa y su legado tras el frustrado pase del testigo a Lenín Moreno, que terminó dando un giro de 180 grados. De poco sirvió que, en la segunda parte de la campaña, el joven economista hasta ensayara algunas tibias autocríticas a los tres mandatos de su mentor. Perdió Arauz pero, sobre todo, perdió el correísmo, por primera vez en su historia.

Lasso, por su parte, representa un conservadurismo tradicional que se manifestó ya en sus primeras palabras como presidente electo, bajo los conceptos recurrentes de Dios y familia. Casi como un viaje de un siglo atrás en el tiempo. No obstante ellos, se consagró con el respaldo de una colección variopinta de dirigentes que comparten, ante todo, su profundo anticorreísmo. Y con la ayuda del estratega Jaime Durán Barba, que lo posicionó ante el electorado más joven como un hombre que no es y que difícilmente pueda ser: jovial y moderno.

Luego, por supuesto, mucho dependerá de la habilidad de Lasso para construir poder tras ganar la presidencia, de forma legítima, en su tercer intento. Puede haber ciertos valores y algunas cosmovisiones de Estado similares con sus socios ocasionales pero es imposible saber hoy si esa alianza puede volverse programática y consolidarse como sostén de gobierno. De movida, Lasso y su movimiento Creo tienen un acotado margen de maniobra legislativo: su bancada de sólo doce asambleístas quedó quinta en tamaño detrás de la correísta Unes (48), la indigenista Pachakutik (27), la Izquierda Democrática (18) y el Partido Social Cristiano (19), de Jaime Nebot, respaldo crucial para Lasso.

Pedro Castillo, el candidato más votado en Perú.

LA INCÓGNITA ANDINA

Si en Ecuador lo que asoma es una terminante polarización que ya se ha convertido en una marca de agua para las democracias de gran parte del mundo, acompañada de un mandatario débil –al menos, desde el arranque–, que ve condicionada su precaria estabilidad a la voluntad de sus socios, el resultado electoral del domingo en Perú no dibuja un panorama diferente. Quien sea que gane la segunda vuelta asumirá en la Casa de Pizarro sin un sostén propio en el Legislativo. Al contrario, la hiperfragmentación en la oferta presidencial tendrá su equivalente, otra vez, en el Congreso, con todo lo que eso implica para la supervivencia presidencial, a juzgar por el destino de los últimos que ocuparon la oficina.

El gran ganador de la jornada no fue ninguno de los que rankeaban primero, aunque sí entraba dentro de ese pelotón con chances. Pedro Castillo, un dirigente gremial, maestro rural, representante de una izquierda más bien tradicional y conservadora, se convirtió en el candidato más votado con el 19 por ciento de los votos. El segundo lugar se lo quedaba Keiko Fujimori, con 13,3, seguida por Hernán de Soto, con 11,1. A las claras, dos opciones con ADN fujimorista, parte de un movimiento que, como todo en Perú en los últimos tiempos, también se resquebrajó y fue dividido a las urnas.

Al analista político José Carlos Requena no lo sorprendió el devenir electoral de este último proceso. Afirma que es una constante de las últimas elecciones que el resultado –aún el parcial, como en este caso– se resuelva en las dos semanas finales. De hecho, en las últimas encuestas publicadas, el voto que aventajaba con hasta 20 puntos de diferencia era el nulo/indeciso. Luego, en el pelotón de dieciocho candidatos que se presentaron, había seis que peleaban por un lugar en la final, con una intención de voto de entre los 6 y 10 puntos. La única certeza que arrojaba esta elección era que no se conocería al próximo mandatario hasta el 6 de junio.

“Más que la retórica de izquierda que exhibe el candidato, creo que prevalece un gran rechazo a Lima, a lo que ha estado caracterizando la administración de los asuntos públicos durante los últimos años”, reflexiona Requena. Y vaticina mayores turbulencias: “La fragmentación que se vive en el Parlamento y la baja legitimidad con la que llegan ambas opciones a la segunda vuelta no ayuda a la estabilidad. De hecho, un gobierno sólo puede conseguirla si logra atar su desempeño a una coalición mínima que le asegure superar cualquier amenaza de vacancia o acoso parlamentario. En el papel, todo escenario se ve desafiante porque las personas que han mostrado más habilidad en los últimos años están retiradas o fueron retiradas o sufren este descrédito propio de la clase política en Perú”.

Quizás el último de ellos pueda haber sido Vizcarra. Frente a un Congreso que le hacía la vida imposible, el entonces mandatario cosechaba un envidiable nivel de aceptación popular. Todo eso se hizo polvo cuando trascendió que había sido uno de los beneficiarios de las aplicaciones secretas a miembros del poder de la vacuna contra la covid-19 mientras el pueblo se moría en las calles. El mismo que lo defendió cuando lo sacaron del poder.

No obstante ello, el desencanto peruano es mucho más profundo. La nación transita una prolongada crisis política que se cobró a tres presidentes –Pedro Pablo Kuczynski renunció para evitar su desalojo, Vizcarra creyó que le ganaría la pulseada al Congreso y terminó destituido en un juicio por vacancia y Manuel Merino fue expulsado por el clamor popular tras una violenta represión–, un Legislativo –tras la decisión de Vizcarra de cerrar el Congreso y llamar a elecciones anticipadas, acorde al poder que le confiere la Constitución– y hasta un ex mandatario suicidado, Alan García. Los escándalos de corrupción salpicaron a diestra y siniestra a la dirigencia y la pandemia sólo ahondó más las diferencias sociales y la ausencia de toda empatía entre gobernantes y gobernados.

Al igual que en Ecuador, el resultado ya no puede atribuirse a influencias extranjeras ni al juego de la grieta en la región sino al devenir incesante de Perú en su propio laberinto. Así y todo, como los conservadores reclamaron para sí a Lasso, el ex presidente boliviano Evo Morales hizo lo propio con Castillo: “Perdimos en Ecuador, pero ganamos en el Perú”, arengó. Quizá vio en la promesa del candidato de nacionalizar los recursos, reformar la Constitución para darle mayor presencia al Estado y pregonar con la austeridad, a otro adalid del progresismo latinoamericano. No obstante, Castillo aún debe ganar la elección y los votantes, en todo el continente, se han vuelto cada vez más impredecibles en su decisión como para cantar victoria antes de tiempo.

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