Cuando decimos que Alejandra Pizarnik es esencialmente poeta, nos referimos a un tipo de escritura y de universo interior que emerge con estrépito del desvío de la norma.
Esta misma condición configura un modo de relación con el lenguaje que resulta simbiótico, profano y por momentos asfixiante. La palabra es todo, rodea, envuelve y a veces deja a la intemperie. “Hay palabras que ciertos días no puedo pronunciar.” Sin embargo, como toda persona dedicada a este oficio, Pizarnik hizo reseñas para medios gráficos o ensayos breves para revistas literarias, como Sur. Rodeada siempre de cuadernos y papeles, también dejó apuntes, fragmentos interrumpidos (deseos truncos), desechados u olvidados. Muchos años después de su muerte, las arqueólogas de su obra se abocaron al rescate de los manuscritos y de las publicaciones dispersas. Y lograron este montaje de perlas sueltas con sello propio. Y aunque siempre está la marca Pizarnik (la poesía derrama por doquier), estas otras escrituras incluyen el humor negro, el humor tierno y la ironía, rasgos no frecuentes en su poesía.
En 1962, la editorial Minotauro publicó una novedad: Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar. Alejandra no sólo era su amiga sino que supo leer en Cortázar, y en este libro en particular, como quizá nadie que no fuera poeta lo hubiera conseguido, la impronta poética combinada con cierto absurdo. No sería atrevido afirmar que la reseña que le dedicó se inscribe entre los más hermosos y lúcidos textos fuera de su poesía. Pizarnik, además de descollar con su pluma, era una lectora rigurosa, profunda y creativa.
Su escrito más feroz, y también el más extenso, es La condesa sangrienta, basado en la novela homónima de Valentine Penrose. Un texto inclasificable que combina narración, ensayo, crónica y poesía. Es sin duda uno de sus trabajos en prosa más destacados. No hay que olvidar que la obra de Penrose generó en Pizarnik un impacto que afectó e intervino su mirada y cada uno de sus “chorros de tinta” (dixit Sylvia Plath): “No por nada están en él –reflexiona la poeta y ensayista María Negroni–, como en un espejo que antecede a su reflejo, muchas de las figuras y expresiones recurrentes en la poesía de Alejandra: la dama de estas ruinas, la sonámbula vestida de blanco, la silenciosa, la hermosa alucinada. Es difícil resistir una estética hecha de furores y precoces holocaustos”.
OTRAS ORILLAS
Es cierto que en esas otras escrituras –las que iban destinadas a la intimidad o al soliloquio– podemos encontrar mucha riqueza literaria. Una escritora de su talla está viciada: no hay retorno de la lírica. Una vez instalada en esa dimensión del lenguaje resulta muy difícil volver atrás, animarse a arcas menores o cambiar el tono. Es cierto, sí, que tanto los diarios como las cartas denuncian rasgos más personales que lucen cierta picardía, humor, ternura, inteligencia mordaz en ocasiones. Pero también sus fastidios, sus sombras y sus pesares. Sus Diarios, en particular, ofrecen momentos de una poesía tan alta como la de sus poemas. “Un rostro que no recuerdo, ya no está en mi memoria. Ahora es el combate con la sombra, con las nubes difusas y confusas. Le he dado todo. Lo hice y lo puse en mí. Le di lo que los años me quitaron, lo que no tengo, lo que no tuve. Ahora falta mi vida, falto a mi vida, me fui con ese rostro que no encuentro, que no recuerdo.” Ráfagas de sus estados ánimo: “Miedo de mí. Cada vez que pienso en mí dejo de reír, de cantar, de contar. Como si hubiera pasado un cortejo fúnebre”. Referencias a los autores que acompasaban su estar en el mundo: “Alejandra, esta noche rogaremos por nuestros com pañeros de angustia: Pascal, Unamuno, Huidobro y Vallejo”.
Ana Becciu, responsable de la edición de sus diarios, relata en el prólogo que Alejandra, en una conversación personal en 1972, le confesó que tenía la intención de publicarlos alguna vez. Está claro que estos cuadernos no narran los elementos triviales de la vida de su autora, sino que alojan la batalla en la que la escritura lucha consigo misma y con la soledad tormentosa del poema. “Es el lugar de aprendizaje y de trabajo por excelencia –expresa Becciu–. Le sirve para aprender a escribir y crearse los medios literarios para su devenir lenguaje.” Y no es de extrañar, considerando que Pizarnik era una lectora persistente de los diarios de Kafka, de Katherine Mansfield y de Virginia Woolf, quienes dotaron de esplendor literario a estas otras escrituras. “Es la primera escritora latinoamericana que escribe un diario concibiéndolo como parte de su proyecto de obra literaria –confirma Becciu–. Trabajar escribiendo en sus diarios es para ella tan imprescindible como trabajar con sus poemas.”
La correspondencia general es otra historia. Allí puede notarse su modo de interactuar con sus colegas amigos y amigas. No demasiado extensas, y algunas muy breves, las cartas ofrecen una intimidad en la que se perciben los detalles de los vínculos y el afecto en la escritura. Hay lirismo –jamás se ausenta– pero también giros relajados, juegos de palabras, neologismos, el francés intercalado y a veces la pereza.
Un capítulo aparte son las cartas que le envió durante su estadía en Europa a León Ostrov, su psicoanalista. Durante los cuatro años que estuvo en París, Alejandra compuso cartas que, podría decirse, se acercan más al tono de sus diarios, por la intimidad, el nivel de reflexión y la calidad de su prosa. Y ese tono de triste incandescencia que la empujó a cumplir la premisa poética de su querido René Char: “La poesía robará mi muerte”.