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LOS LETRISTAS

“Prima la musica, dopo le parole”. Piazzolla se complacía en repetir esta sentencia, invocando a Richard Strauss y su ópera Capriccio (alegoría en la que una condesa se debate entre dos cortejantes: un compositor y un poeta). Así resumía toda una declaración de principios, que ratifica su discografía. Más allá de la inmensa proyección de varias de sus canciones, nunca perdió de vista su proyecto instrumental, que era el corazón de su obra. No es casual que Oscar Ferrari –último vocalista de su típica, en 1947– recordara con cierta amargura que para Astor “el cantor era una desgracia, éramos un mal necesario”. Ni en vano observa Federico Monjeau que en muchas de las orquestaciones de Piazzolla “el cantante entra por la ventana”.

LOCOS LINDOS

Pero su encuentro con Horacio Ferrer abrió un capítulo insoslayable en su producción y tuvo un impacto decisivo en el género íntegro, fue la alianza autoral más trascendente del último medio siglo del tango canción. Se conocían desde 1954, cuando el uruguayo le mandó a Piazzolla “una poderosa carta de hincha”. Pero el poeta entró en otro plano de consideración para el músico a partir de la publicación de su Romancero canyengue, en 1967. La operita María de Buenos Aires, su primer proyecto compartido, que tuvo el destino errático de una pieza maldita, fue la piedra basal de su cancionero: sus series de baladas y preludios, además de su vals “Chiquilín de Bachín”, configuraron a fines de la década de 1960 una nueva lírica porteña. Ferrer escribía al ritmo de una ciudad más permeable a la psicodelia que a la imaginería tradicional, con la que sin embargo dialogaba trasmutando, por ejemplo, aquella “Griseta” de González Castillo, “mezcla rara de Museta y de Mimí”, en un loco “mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizón en el viaje a Venus”. En cuanto a la música, Piazzolla le dijo a Oscar del Priore: “Cuando comienzo a trabajar con Ferrer, hay un cambio instrumental y el haber encontrado, haber descubierto, el tango canción, cosa que no había hecho jamás. Lo hice con el Quinteto, cuando puse temas escritos con Juan Carlos Lamadrid como ‘Rosa río’ o ‘Fugitiva’. Pero pienso que el tango canción tenía que ser otra cosa, algo más simplificado… y más sincero. Pienso que todavía era un poco cerebral escribiendo el tango canción alrededor del año 65. Después, con Ferrer, con María de Buenos Aires, voy descubriendo que es preferible para un creador decir siempre la verdad”. Lo capital de su producción conjunta se despliega a lo largo de algo más de una década que podría clausurar, simbólicamente, la “Milonga del trovador”, con su vuelta a cierta inspiración clásica, escrita para la sublime voz de Jairo. Estilísticamente, “Los pájaros perdidos” pertenece a la misma cepa de ese repertorio, aunque aquí la letra es del poeta y dramaturgo Mario Trejo.

“Balada para un loco” es la obra más emblemática del binomio Piazzolla-Ferrer. Fue estrenada por Amelita Baltar en el Luna Park en 1969, en un certamen que la relegó al segundo premio, y se convirtió en un colosal éxito. Integrada al canon tanguero, la penetración de la “Balada…” en los repertorios populares fue mucho más allá: a la versión con Baltar y la que el compositor grabó con Goyeneche, hay que agregar las que dejó con la italiana Milva, con la japonesa Ranko Fujisawa, y un sinnúmero de grabaciones hasta hoy.

OTRAS ALIANZAS

En el extremo opuesto del arco expresivo, el adusto estilo del “Gaucho” Edmundo Rivero fue la voz ideal para el proyecto que, unos años antes, a instancias del sello Phonogram, había reunido a Piazzolla y Jorge Luis Borges. Del encuentro perduran un puñado de milongas formidables y un profuso anecdotario que ilustra las fricciones entre los autores. Bioy Casares transcribe el siguiente comentario de Borges: “Dijo Piazzolla que por primera vez se llevan los cantos gregorianos a una milonga. Así salió”. Astor, por su parte, en 1989 le dice a Natalio Gorin: “Nunca he leído poemas más bellos que los que escribió Borges, pero en materia de música era sordo”.

La conexión con lo criollo reaparece en la única colaboración entre Astor Piazzolla y Atahualpa Yupanqui, propiciada por la bohemia parisina que en los años 70 llenaba de música y de argentinos el departamento de la familia Pons en la calle Descartes del Quartier Latin. Durante una cena, Yupanqui contó que sus padres se habían conocido “por un caballo perdido” que se había cruzado de campo. Al escuchar la historia, Astor le pidió que la escribiera para una canción, a lo que Atahualpa respondió con malicia: “Me comprometo a escribirle el poema para que usted le ponga música. ¡Pero póngale algo sencillito, eh!”. “Campo, camino y amor” se estrenó en 1974, pero recién fue grabada en 1999, por Amelita Baltar, que la rescató de un largo olvido.

Piazzolla compuso canciones para el cine, como “Graciela oscura”, con letra de Ulyses Petit de Murat, o “Vuelvo al sur”, con versos del director Pino Solanas. Grabó con Ernesto Sabato una “Introducción a héroes y tumbas”, inicio de un proyecto escénico que quedó trunco, y unió su nombre al del nobel Pablo Neruda, a pedido de la viuda del escritor, en “Pequeña canción para Matilde”. “Por afecto”, aceptó que su amiga Eladia Blázquez agregara versos a “Adiós Nonino”. También colaboró con su propia hija, Diana, en “Todo fue”. Para un joven Ney Matogrosso, que en 1975 le fue a golpear la puerta del camarín en el Teatro Municipal de Río de Janeiro, musicalizó el poema de Borges “1964”: vale la pena rastrear esta gema.

Con el poeta Pierre Philippe –“Ogro devorador de palabras”, como lo llamó Jean Guidoni– hizo Crime passionnel, “ópera de un solo hombre”. Llevaba largo tiempo trabajando con Philippe en una ópera sobre Gardel. Le había propuesto el rol a Plácido Domingo, que respondió sin dudar: “Hombre, si no lo hago yo, no lo hará nadie”. Resultó una inadvertida predicción.

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