Astor Piazzolla estrenó “Adiós Nonino” al frente de un quinteto de bandoneón, violín, piano, guitarra y contrabajo. Sucedió en el preludio de la década del 60. Pronto llegarían “Buenos Aires hora cero”, “Verano porteño”, “La muerte del ángel”, “Milonga del ángel” y nuevas versiones de sus creaciones anteriores, como “Prepárense” o “Triunfal”. Un corpus de obra destinado a la posteridad, más allá de los oleajes históricos que hacen subir o bajar determinadas músicas según la época. En la actualidad, con diferentes grados de proximidad, tanto el flamante Quinteto Revolucionario (Greco, Zárate, Prusak, Rivas y Esteban Falabella) como el quinteto de Diego Schissi replican el formato favorito de Astor. Obviamente, no son los únicos que lo hacen; quizá sí los mejores. La sólida vigencia de la música de Piazzolla mucho tiene que ver con lo que el bandoneonista supo hacer en complicidad con otros cuatro músicos.
En realidad, “Adiós Nonino” fue compuesto unos meses antes del debut del grupo. “El día que lo estrenamos con el Quinteto, los músicos y yo dijimos ‘con esto no va a pasar un carajo, no le va a gustar a nadie, pero toquémoslo que es lindo’”, le contó años más tarde Piazzolla a su amigo periodista Natalio Gorin. El impacto emocional que el tema produjo en el público de aquel tiempo –así como en los públicos siguientes– se debió no sólo a la belleza de la escritura musical, con ese contraste dramático entre las partes rítmica y melódica y el desenlace apesadumbrado, sino también a la eficacia de la interpretación. Eficacia confiada a cinco músicos brillantes, cinco solistas en inspirada conjunción. Entre ellos –al frente de ellos–, el propio compositor: una de las características de la música popular de la segunda mitad del siglo XX ha sido la reunión inalienable de la composición con la interpretación.
EL PUNTO JUSTO
Desde luego, Quinteto Nuevo Tango no habría existido sin el antecedente del revolucionario Octeto Buenos Aires. En el proceso de reducción de la orquesta típica, el quinteto fue para Piazzolla el grado perfecto. Con menos de cinco músicos, Astor no habría podido explorar tan ricamente las texturas del contrapunto y el fugato ni poner en escena el swing de una ejecución nunca exactamente igual a sí misma. Y con un número mayor de músicos –cosa que hizo en varios tramos de su carrera, pero sin lograr continuidad–, la cercanía al formato clásico del tango de los 30 y 40 no le habría permitido profundizar el gesto parricida respecto de la tradición, amén de los costos difíciles de solventar para una música que no movía multitudes. Podría hablarse entonces de una decantación natural hacia el quinteto. Pero nada es natural en el arte.
No es casualidad que el primer disco que Piazzolla grabó frente a un quinteto haya sido el desangelado experimento neoyorquino Take me Dancing! The Latin Rhythms of Astor Piazzolla & His Quintet, de 1959. En definitiva, el quinteto había sido la estructura instrumental idiosincrásica del bebop. A fines de los 50, en el mundo del jazz, los quintetos de Miles Davis, Art Blakey y otros maestros del género improvisado dictaban cátedra. En Buenos Aires, el notable Quinteto Real liderado por Horacio Salgán salió al ruedo en el mismo momento que lo hacía el de Piazzolla, pero sin acometer ninguna apostasía. No caben dudas de que al convocar a un guitarrista “eléctrico” como Oscar López Ruiz (tras el paso fugaz de Horacio Malvicino, ex violero del Octeto Buenos Aires), Piazzolla buscó empatizar con la escena del jazz local, allí donde Jamaica, Mogador y más tarde su propio boliche, el 676, fueron a la nueva música de Buenos Aires lo que el Marabú o el Tibidabo habían sido al estilo de las grandes orquestas.
Si bien hubo algunos relevos en su largo periplo, el quinteto fue una formación estable, audaz y sin duda consagratoria para su fundador. Una formación capaz incluso de sobrevivir a las enojosas mudanzas que Astor llevó a cabo de un sello discográfico a otro. En el quinteto, el bandoneón pudo darse el gusto de frasear más libremente, en un marco rítmico dinámico, pletórico de síncopas que hacían bailotear las corcheas sobre la pulsación en negras del contrabajo medio canyengue de Kicho Díaz, mientras los otros instrumentos, nunca limitados a un mero acompañamiento, destacaban por turno o en simultaneidad con los planteos armónicos del director.
APOLOGÍA DEL GOCE
El deseo de Piazzolla de que sus músicos transmitieran una actitud de goce en la ejecución –Astor afirmaba que, a diferencia de los músicos de jazz, los tangueros carecían de esta– se hizo realidad en el Quinteto. A pesar de las críticas de los tradicionalistas y las frecuentes dificultades económicas, aquellos años fueron de plenitud para Astor. Cuando en 1978, ya convertido en una figura de relieve internacional, decidió refundar el grupo de cinco (sólo sobrevivió el guitarrista de la formación primera), un déjà vu de aquel Nuevo Tango de los años 60 impregnó las presentaciones de Fernando Suárez Paz, Pablo Ziegler, Oscar López Ruiz y Héctor Console. Al frente de su segundo Quinteto, Piazzolla estrenó nuevos arreglos, escribió complejas cadencias para piano y violín y alcanzó un grado de virtuosismo posiblemente único en toda su vida. Sin embargo, como señala Omar García Brunelli, exceptuando “La camorra” y algunos pocos estrenos, el repertorio de esta etapa no se alejó mucho de lo que el compositor había escrito entre 1960 y 1973.
Si con su primer quinteto Astor encontró en Héctor De Rosas al cantor ocasional que su música esencialmente instrumental requería, el segundo quinteto evitó las voces humanas, salvo… la de Roberto Goyeneche. Con él, en un memorable concierto en el teatro Regina de 1982, Piazzolla pareció reconciliarse con el tango canción clásico (fueron de la partida “Cambalache”, “La última curda” y “Garúa”, además de “Chiquilín de Bachín”, “El gordo triste” y “Balada para un loco”), esa fuente primera de su identidad díscola y genial.