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Elogio y actualidad de “Para leer al Pato Donald”

Hoy es una creación cultural que, para algunos, representa la nostalgia de un tiempo lindo en el que el sueño eterno de la revolución con justicia social parecía al alcance de la mano. Para otros, es una pieza de museo o un error estratégico, típico del voluntarismo utópico de la juventud de una época demasiado idealista. Paradójicamente, Para leer al Pato Donald se metamorfoseó en un mito de dimensiones casi tan fuertes como aquel que pretendía combatir: la historieta más popular del mundo de Disney.    

Sin embargo, al momento de ser publicado en el Chile de 1971, provocó controversias a escala mundial. Sus autores, el académico, novelista y dramaturgo Ariel Dorfman y el sociólogo Armand Mattelart, fueron acusados de querer corromper y contaminar la inocencia del mundo infantil, de haber escrito un manual de adoctrinamiento de los niños y del divino tesoro de la juventud, y de no permitir -con perversa malicia comunista- que la niñez “amara y sufriera a través de los animales”. Mientras tanto, la prensa liberal se despachaba con titulares del tipo “Walt Disney sería proscripto de Chile” o “Allende se vuelve contra Disney”. Curiosamente en el apartado “Instrucciones para ser expulsado del Club Disneylandia”, los autores anticipaban las críticas que recibirían dando cuenta de que los argumentos de la derecha, de tan repetitivos, se tornan predecibles.    

El libro que convirtió al Pato Donald en enemigo público número uno y desenmascaró a Disneylandia como instrumento ideológico por antonomasia del capitalismo, es hijo de la breve primavera allendista y del plan de transformación de la coalición de la Unidad Popular para combatir la hegemonía cultural, tema tan caro a Gramsci. Luego de ganar las elecciones democráticas con el 36, 6 % de los votos en 1970, la Unidad Popular proyectaba una transición al socialismo con las manos limpias de sangre. Una opción “comunista” a la chilena: lo que el presidente electo, Salvador Allende, con optimismo desmesurado denominó una revolución con vino y empanadas.     

La creación de la nueva cultura, correlato del pasaje democrático a la vida socialista, precisaba atacar las bases superestructurales capitalistas con eje en Estados Unidos. Fue en ese marco que Dorfman y Mattelart decidieron emprender la guerra contra el universo de Walt Disney materializado en las populares revistas de historietas. Un aspecto novedoso de la investigación era analizar críticamente el terreno aparentemente puro del entretenimiento.   

¿Cuáles fueron, entre otros, los argumentos destinados a producir tanto escándalo, que le valieron a Dorfman, entonces funcionario del gobierno de Allende, ataques y escraches que lo persiguieron hasta el exilio y que, de permanecer en Chile tras el golpe de Estado, lo hacían blanco seguro del terrorismo de Pinochet? Para empezar, los mensajes de la industria Disney y las aventuras de un Donald o un Tío Rico representan el mundo soñado por los Estados Unidos: el de un capitalismo naturalizado en donde se han suprimido los conflictos. Casi el fin de la Historia que en 1989 proclamara Francis Fukuyama.     

Según los autores, para un mundo y una vida cotidiana sin conflictos ni contradicciones, Disney recurre a la estrategia de la desaparición de todos los agentes, motivos y escenarios que lo producen. Así, en Disneylandia no hay padres e hijos, solo tíos y sobrinos -sobrinos trillizos o mellizos indiferenciados que hablan a coro-, con lo cual desaparece el conflicto generacional presente particularmente en la etapa dorada del capitalismo donde gran parte de las juventudes se rebelaron contra la forma de vida, los valores y la moral de los adultos. Tampoco hay matrimonios, tan solo encantadores noviazgos eternos -Donald y Daisy, Mickey y Minnie- con lo cual no hay rutina ni fracasos amorosos sino la promesa cuasi-publicitaria que brinda la ilusión de un futuro que nunca llega. Claro que, en forma concomitante a la ausencia de progenitores y de sexualidad, aparece un mundo perverso en donde cada personaje desconoce de dónde proviene o de quién nació. Los cuerpos devienen así autogenerados y liberados, por tanto, del peso de la Historia y de la memoria.    

El mismo criterio rige para la producción de la riqueza. No se sabe a ciencia cierta de donde emanan las bóvedas con fajos de billetes y lingotes de oro puro -¿habrán servido de inspiración a investigaciones periodísticas recientes?- en donde se regodea y nada literalmente Tío Rico. En efecto, en las aventuras Disney no hay relaciones económicas de producción, no hay obreros ni jefes y, por ende, no hay lucha de clases.  A Tío Rico no se le conoce siquiera la posesión de fábricas ni industrias. La riqueza, como los personajes, parece surgir ex nihilo, fruto del azar o, mejor, suele provenir de tesoros escondidos por civilizaciones antiguas de América Latina ya sea mayas, aztecas, incas, entre otras (con los que se da cuenta de que evidentemente los buenos salvajes latinoamericanos no saben cuidar sus riquezas y precisan del paternalismo norteamericano), que los patos aventureros suelen ir a buscar en un sinfín de historietas.    

En efecto, la búsqueda del tesoro es el motivo recurrente de los argumentos de los comics. De esa forma, el dinero se convierte en deidad y un fin en sí mismo. Un oscuro objeto del deseo de todos los personajes que fue escondido en un pasado remoto y que, protegido por la naturaleza, se presenta como un don disponible para los más avezados sin mediación, es decir, sin necesidad de explotar obreros ni masacrar a los pueblos originarios. Como el tesoro, permanecen ocultas también la acumulación originaria y la plusvalía bajo la fachada del fetichismo de la mercancía y el saqueo y el pillaje son disfrazados bajo los subterfugios de la buena suerte o de la aventura. En definitiva, mediante estas abstracciones, Disney era el ejemplo paradigmático de la etapa superior del imperialismo cultural.    

Para leer al Pato Donald marcó un hito y rumbos en los estudios culturales y de la comunicación. Lo que hoy forma parte casi de un sentido común y que pocos se atreven a negar, el conservadurismo del mundo de Disney, su función de reflejo del mundo mercantilista y de propaganda capitalista, fue consecuencia de una obra que se convirtió en best-seller merced a una decisión política explicitada por sus autores en el “Prólogo para pato-logos”, de escribir con un lenguaje no restringido al mundo académico, sino al alcance de un público más amplio. Se suplantaba así el hermetismo intelectual por un estilo llano para que también el conocimiento fuera comunitario.      

Calificado por ciertos académicos sociales de poco riguroso y de escasa cientificidad, de no contemplar el pacto de lectura y el código de las historietas, criticado también por la misma izquierda de “idealismo” o de concebir la lucha de clases exclusivamente como lucha ideológica y de soslayar el peso de la estructura económica, el libro conserva una enorme actualidad.    

Sin ir más lejos, la corporación que lleva el nombre Disney ha terminado devorándose el globo, es uno de los conglomerados más poderosos del mundo y sigue cincelando las mentes y los corazones de millones con sus fantasías. Lo que los autores no pudieron ni siquiera imaginar es que lo que parecía solamente una utopía alocada de las historietas Disney, tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, la dictadura de Augusto Pinochet, cobraría una siniestra realidad. A partir de entonces, se impuso de la manera más terrorífica un nuevo mundo sin proletariado, ni industrias y con un capitalismo virando definitivamente hacia su costado más especulativo, financiero, rapaz y terciarizado (como aquellos trabajos superfluos que hospedaban transitoriamente a Donald) merced a la desaparición literal de obreras y obreros y a una política económica de desindustrialización.  La premisa teórica de la Unidad Popular de que, al renunciar a la violencia como partera de la Historia le quitaría a la derecha la legitimidad de llevar a cabo su propio terror y neutralizaría su campo de acción se convirtió así en la única e inocente ficción.    

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