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La cumbre del amor

Allá por junio de 1994 caminábamos por las calles de Nueva York con un puñado de compañeras lesbianas feministas. Se cumplían los 25 años de Stonewall y en el marco de ese aniversario se celebraba una fastuosa y omnipotente marcha del orgullo. El desfile arrancaba en el edificio de Naciones Unidas para desembocar en el corazón del Central Park. En ese lugar se levantaba un escenario inmenso rodeado por un millón de personas de distintos lugares del mundo. Liza Minnelli tomaba el micrófono, saludaba a la multitud alegre y pintada en diversidad y se disponía a cantar “A mi manera”.

También se disputaba el Mundial de Fútbol. Nada daba cuenta del evento deportivo más importante en disputa. Una ciudad de luces, brillante, opulenta, plagada de barrios a la manera de guetos: chino, italiano, gay, negro, etcétera. Todas las lenguas posibles, todo el poder económico de dominación del planeta, todo. Pero sin fútbol. Se jugaba el Mundial. Podías no darte cuenta.

Mi desesperación aumentaba conforme avanzaban los días. Seguíamos en congresos y conferencias por el tema que nos reunía: había viajado en representación de la Comunidad Homosexual Argentina y esa era la misión. Pero nada de fútbol, nada. Sólo un atisbo en una esquina, a través de un grupo de hinchas italianos que venían de la cancha, pero no sabíamos dónde estaba.

Saliendo de la marcha más orgullosa y diversa que me había tocado transitar, me entero de que la Argentina le había ganado a Nigeria 2 a 1 y que había sido un partido bravo y con la emoción a flor de piel. Celebré internamente, sin abrazarme con nadie, sin posibilidad de comentar nada.

Al día siguiente, viajando en subte de Brooklyn a Manhattan con una compañera, me entero leyendo el diario, de ojito, que a Diego lo sacaban de la cancha. Su test de orina había dado positivo. Le cortaban las piernas. Todo terminaba. Sentí que se me aflojaban las rodllas. Y arrancamos una feroz y apasionada discusión con esta compañera. Lesbiana y feminista. No había razones, según ella, para defender a Maradona. Era lo que era. Un machista ególatra, millonario y maltratador. Se merecía eso y mucho más. Y encima por su culpa se perjudicaba a la Selección argentina entera. Levantamos las voces porteñas, argentinas, en ese transporte público repleto de personas que escuchaban y observaban con asombro. Sentí que se me quebraba la voz. Argumenté con la pelota al piso y bajo la suela. Con el barrio adentro. Con todos los años de fútbol en el cuerpo. Con las batallas que había dado hasta ahí sin saber las que me faltaban. Dejé la piel en esa discusión. Ninguna iba a convencer a la otra. Lo que seguramente no podía percibir en ese momento, veintiséis años atrás, eran los caminos de lucha que se abrían, los senderos diferentes que íbamos a tomar, la manera de habitar derechos y pelear por ellos, la manera de jugar.

Diego siempre referencia. Como animal poético y político. La certeza plena de belleza en la cancha. La verdad gritada a modo de barrio, furia y valentía villera. Con las medias bajas y los cordones de los botines desatados. Inflando el pecho. Marcando el camino a sus compañeros. Diciendo lo que todxs piensan y nadie se atreve a decir. Jugando siempre el partido de los que no tienen cara ni nombre. Revoleando la camiseta y gritando letras que hablan de amor y pertenencia. Es el jugador que miré siempre, es el deportista que escuché siempre. Es una forma de jugar irrepetible. Son los caminos y senderos que nos marcó siempre. Volver a significarlo, a llevarlo como bandera, hoy nos acerca a los feminismos populares. Creo que esa cancha Diego la ocupó siempre. Y ahí nos encontramos cada vez que respiramos juego, batallas, derrotas y victorias. Pelusa sobrevuela nuestras conversaciones, nuestras risas y nuestras lágrimas. Con nosotrxs siempre. A jugar eternidad.

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