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EL VIAJE FINAL

Diego Maradona vive en un palacio en una isla artificial de Dubái. En el fondo, una playa que da al golfo Pérsico. Después de una entrevista televisiva, el periodista, fuera de cámara, le pregunta: “Y, Diego, ¿se vive tranquilo acá?”. Maradona lo invita a que lo acompañe a la playa. Se adelanta. Y frente al mar, grita: “¡Holaaa!”. El periodista lo mira. Y vuelve el eco del agua: “¡Holaaa!”. “Viste –le dice–, no hay nadie acá”. Maradona, un ídolo en el mundo árabe, dirigió a Al-Wasl (2011/12) y a Al-Fujairah (2017/18) en los Emiratos Árabes Unidos. Fue acaso un segundo exilio después de Cuba. “Nunca debió haber dejado Dubái. Encontró la paz que no había tenido desde que debutó en Primera”, dice Rashid Ali García, periodista argentino que lo acompañó en la estadía árabe. “Tenía sus horarios para comer, para ir a trabajar, ir al club, entrenar, cantar, tomar mate y hablar de su familia”, certifica una asistente. Diego encontró un sitio de estabilidad después de dirigir a la Selección argentina. Era, además, embajador de Deportes de Dubái y copropietario del restaurante Diego Café. Aunque puertas afuera, por supuesto, aún era Maradona.

El ex futbolista argentino Mariano Donda fue dirigido por Maradona en Al-Wasl. “Diego salía a hacer las compras con una túnica y se vendaba las manos para que no le reconocieran los tatuajes –revive Donda–. Cuando se daban cuenta de que era él por cómo caminaba, no podía salir más”. Luego de su muerte, en una pared de un campo de refugiados en el Líbano, pintaron su figura con un mensaje: “En mi corazón soy palestino”. Esas fueron las palabras de Maradona en 2018, su último año en los Emiratos Árabes. La firma de un contrato con el Dinamo Brest de Bielorrusia, en el que lo nombraron presidente honorario y director deportivo, y una temporada como entrenador de los Dorados de Sinaloa, de la segunda división de México, marcaron el regreso del vértigo a su cotidianidad. Y la antesala de la vuelta a la Argentina para dirigir a Gimnasia de La Plata, el club que sirvió de base para que el fútbol argentino lo homenajeara en vida.

CARIÑO Y OVACIONES

El terremoto Maradona revolucionó a La Plata y a todo el país. Las ovaciones en las canchas, los sillones de rey, las banderas, el cariño asfixiante. La eternidad. “No sé si puedo considerarme un maradoniano de pura cepa, pero es innegable que Diego, incluso antes de su arribo físico a La Plata, nos corrió del agobio inherente a un promedio para el descenso flaquísimo y nos guio al lugar que más nos gusta: el de la celebración callejera, popular; a un escenario de fiesta barrial, de sueño colectivo”, recuerda el escritor Daniel Krupa, autor de Gelp!, una novela que narra las desventuras de un hincha de Gimnasia, como él. En diciembre de 2019, Maradona volvió al balcón de la Casa Rosada, invitado por Alberto Fernández. Se fotografió con una mini Copa del Mundo, como al regreso del Mundial de México 86.

Durante 2020, el año de la pandemia, la AFA decidió anular los descensos, lo que mantuvo a Gimnasia en Primera. Algunos vieron otro guiño maradoniano del destino. Pero acaso la última imagen pública de Diego haya sido un preanuncio de su muerte. El día de su cumpleaños 60 volvió el fútbol, después de casi siete meses de parate por el coronavirus. Le costaba caminar, no querían que hablara. Lo sostenían Claudio Tapia, presidente de la AFA, y Marcelo Tinelli, de la Liga Profesional de Fútbol. Estuvo apenas 15 minutos en la cancha de Gimnasia y se marchó por la puerta de atrás, escondido.

“Maradona es Fiorito y Dubái. Barro y siete estrellas. Canillas de oro y letrina –sintetizó el periodista Ernesto Cherquis Bialo, uno de sus biógrafos–. Maradona es el producto de todo eso y, además, por las dudas de que me haya olvidado de decirlo, es el mejor jugador del fútbol argentino y el mejor de todas las épocas”. El viaje final de Maradona, de Dubái a La Plata, con escalas en Bielorrusia y Sinaloa, fue también la expansión del mito a lugares más recónditos del mundo.

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