Sólo desde la ignorancia profunda o desde la mala fe se le puede tratar de bajar el precio a una obra como la de Fernando “Pino” Solanas. Fue uno de los poquísimos cineastas argentinos que logró una trascendencia internacional antes de la renovación de los 90. Únicamente las filmografías de Leopoldo Torre Nilsson y Armando Bó habían logrado romper el cerco endogámico del mercado local. Pino inició su carrera internacional en el Festival de Pesaro, compitió y ganó en eventos de primera línea, como Cannes y Venecia, logró armar coproducciones con Europa cuando esa práctica era relativamente rara para el cine argentino, sostuvo debates con los principales teóricos, críticos y cineastas del mundo, incluyendo a Jean-Luc Godard. Pero además de esos triunfos personales tuvo la virtud mayor, rara en los directores de su generación, de reinventarse sistemáticamente como creador sin dejar de ser coherente. Quizás, incluso, para seguir siéndolo.
Como todos los realizadores militantes que salieron a pelearle terreno simbólico a la dictadura de Onganía, Pino fue un hombre del primer Nuevo Cine Argentino, es decir, de la Generación del 60. Sus primeros cortos, Seguir andando (1962) y Reflexión ciudadana (1964), son contemporáneos a esa renovación que incluyó a Simón Feldman, David Kohon, Manuel Antín, José Martínez Suárez, Rodolfo Kuhn, Ricardo Alventosa, Leonardo Favio. Luego financió su primer largo con una frondosa actividad publicitaria, al igual que Néstor Paternostro, Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Juan José Jusid y Raúl de la Torre. Donde se diferenció fue en decidir que esa ópera prima no podía jugar el juego de la legalidad cuando el pueblo estaba proscripto. Así La hora de los hornos (1966-1968) inauguró el cine militante, que por su voluntad de contrainformar tenía que ser clandestino y que se vinculó con las organizaciones políticas proscriptas para su difusión. El mismo camino eligieron después Gerardo Vallejo, Jorge Cedrón, Raymundo Gleyzer, Pablo Szir y otros realizadores anónimos.
Escrita con Octavio Getino, uno de los intelectuales más lúcidos que tuvo el cine argentino, La hora de los hornos es un filme-ensayo dividido en tres largas partes, de tono muy distinto, donde se alterna la información, el documento, la agitación política, la recreación y la propuesta movilizadora. También contiene una historia del peronismo clásico, desde una perspectiva crítica, y registra, prácticamente en tiempo real, la resistencia peronista a las sucesivas proscripciones desde 1955. Fue pensada para completarse en el debate posterior a la proyección, y en varios momentos el propio filme propone detenerse para que los presentes en la sala discutan las ideas propuestas, una idea que reapareció en otros filmes militantes posteriores. Con Getino y otros, Pino fundó el grupo Cine Liberación y desde allí emprendió dos filmes con Perón en el exilio (los más vistos por la militancia de esos años), y su monumental Los hijos de Fierro (1972-1975), que se empezó en la clandestinidad durante la dictadura de Alejandro Lanusse, tuvo respaldo oficial durante la primavera camporista y se terminó en secreto durante el terror de la AAA.
EL CINE INTIMISTA
Durante su exilio europeo hizo La mirada de los otros (1980), un proyecto por encargo del que terminó apropiándose con su característica audacia exploratoria y porque, seguramente, algo del mundo de los impedidos se parecía al de los exilados. Allí se inicia su segundo cine, una etapa más personal y reflexiva que sigue con El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), dos filmes complementarios, uno sobre los que se fueron y otro sobre los que se quedaron. En ambos se despliega la idea de la “tanguedia”, como estructura libre capaz de contener elementos narrativos heterogéneos que abarcan todo el espectro posible contenido entre lo documental y lo fantástico, con el tango como principal aglutinante. Ambos sintonizaron además con la Argentina de su época y sus estrenos fueron acontecimientos que movilizaron a una generación. El viaje (1992) multiplicó esa apuesta expresiva en un esfuerzo por repensar Latinoamérica durante el primer apogeo neoliberal, pero tropezó precisamente con la economía y quedó trunca. No obstante, algunas escenas, como las de Tierra del Fuego o las de la inundación, deben apuntarse entre lo mejor del realizador. La nube (1998), sobre una obra de Eduardo Pavlovsky, cierra este ciclo tal como se abre, con pretensiones más modestas y reflexivas. Fue su forma de desensillar hasta que aclare.
El tercer cine de Pino tuvo una primera manifestación visible en 2004 con Memorias del saqueo pero en realidad se inició con la catástrofe política, económica y social que estalló en diciembre 2001. Como toda una generación de cineastas jóvenes, Pino sintió la necesidad de salir a la calle a registrar lo que pasaba, se sacudió como un lastre el peso de las condiciones que exige el cine industrial, se armó una isla de edición en su casa y realizó siete documentales que componen una mirada poliédrica sobre las consecuencias de las políticas neoliberales, incluyendo las que implicaron la devastación de la red ferroviaria argentina durante el menemismo (La próxima estación) y las que impactan sobre el medio ambiente en todos los gobiernos (Oro impuro, La guerra del fracking, Viaje a los pueblos fumigados). La contracara de esa denuncia descomunal fue Argentina latente, un film expresado en potencial donde Pino proyectó sobre la Argentina esa parte de su temperamento que sabía liberarse de todas las ataduras culturales para pensar propuestas superadoras, inclusivas, mejores. En medio de esa enorme producción testimonial, Pino encontró tiempo para terminar dos films más, de otro orden: El legado (2016), donde se conecta con su propio cine militante y actualiza lo conversado con Juan Domingo Perón en 1971, y Tres a la deriva (2020), en la que Tato Pavlovsky, Yuyo Noé y Pino recorren los diversos problemas y niveles que tiene la creación artística. La pandemia quiso que Tres a la deriva quedara inédita hasta ahora, pero es de esperar que vea la luz en algún momento del año próximo.