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EL ALMA EN EL TANGO

Por motivos políticos, sociales y culturales, el tango en los 70 tuvo su peor década del siglo XX. Los 60 habían significado un repliegue con la disolución de las orquestas y el fin de los bailes masivos. El golpe del 55 a Perón, el cambio de paradigma del consumo que formateó a la “juventud” como un producto, junto con el advenimiento del rock and roll y la nueva ola, lo dejaron malherido. Resistían, entre otros, Julio Sosa y, en las antípodas estéticas, Ástor Piazzolla. En los 70 todo fue para peor. Y, conceptualmente, el tango quedó identificado con una ideología reaccionaria, conservadora y chauvinista, en sintonía con la dictadura militar.

Este prólogo sirve para poner en contexto la revolución que encarnó en los 80, acaso sin quererlo, Pino Solanas a partir de El exilio de Gardel. Con un certero y surrealista suceso cinematográfico desde la ciudad fetiche de la historia del tango, París, el director revitalizó el género y le cambió la piel. Le devolvió el pulso juvenil. Se apoyó en la música de Piazzolla y con “Solo” prefiguró lo que haría con Roberto Goyeneche en su película siguiente, Sur. La versión de “Solo” es sublime. El tango fue escrito especialmente por Solanas y Piazzolla para subrayar la tristeza del personaje de Miguel Ángel Solá al enterarse desde un teléfono público de París que en Buenos Aires había muerto su madre. Goyeneche alcanza un cenit interpretativo: el fraseo es exacto; el dramatismo, desolador. Y se complementa con una de las tantas apariciones fantasmales del filme, la de Carlos Gardel, que canta entre brumas “Anclao en París”.

El éxito de El exilio de Gardel –estrenada aquí en mayo de 1986– resultó furibundo. Fue la película que la democracia argentina necesitaba. Se desmarcaba del aluvión oportunista y al tiempo catártico de producciones que ponían el foco en siniestras temáticas del terrorismo de Estado, a veces abusando de cierto amarillismo. La de Solanas fue una película política pero también, en el mismo gesto, una manifestación iconoclasta: desfilaban Perón, San Martín y Gardel como personajes de la gran metáfora del exilio.

LA ARGENTINIDAD EXTRAVIADA

Solanas ubicó al tango en el centro neurálgico de una argentinidad extraviada. La dictadura se había apropiado de demasiados símbolos. Sur se puede pensar como una secuela de El exilio de Gardel. O un juego de espejos donde se vislumbran las penurias de los que se fueron y de los que se quedaron. Cuando se sentó a escribir la historia tuvo claro que quería contar con Goyeneche, pero ya como actor. Mejor dicho: actuando de sí mismo. “Recién después de ‘Solo’ decidí convocarlo para Sur –dijo–. Concebí el personaje de Amado pensando en el Polaco. Lo único que me aclaró es que él no hacía playback. Así que todos los temas que se escuchan –excepto una versión del tango ‘Sur’ con orquesta– fueron grabadas en la calle, mientras rodábamos”. En el filme ocurre un abrazo que funcionó como símbolo de los nuevos tiempos: el de los personajes que encarnaron Goyeneche y Fito Páez. Y siempre, Piazzolla. En esta película vuelve a formar dupla compositiva con el bandoneonista y alumbra otra joya: “Vuelvo al sur”. Es una obra que excede la funcionalidad del guion y que en el transcurso de los años fue versionada por Caetano Veloso y Mercedes Sosa, entre tantos. Es notable la capacidad de síntesis tanto de “Solo” como de “Vuelvo al sur”: son canciones sencillas, con imágenes muy claras. El sur aparece en su acepción como sitio de pertenencia, como una definición de la identidad. Es un punto cardinal con una carga alegórica que trataron desde Jorge Luis Borges hasta Homero Manzi.

MELODÍAS DE VARIETÉ

El cine de Solanas jugó con la caricatura del tango como una forma de exorcizarlo, de neutralizar una densidad que sonaba retrógrada. En El exilio… desplegó coreografías cándidas y melodías de varieté compuestas por José Luis Castiñeira de Dios. En Sur le inyectó humor al papel de Goyeneche, lo envolvió de una entrañable picaresca. Además de haber estudiado música, Solanas fue un curioso nato. Todo lo que hizo tuvo un sentido ideológico. Fraguó su pensamiento nacional y popular a partir del ideario de Forja y se educó con la convicción de que el tango –su metafísica, su poética– estaba totalmente relacionado con los aportes líricos de Manzi y Enrique Santos Discépolo, pero también con los ensayísticos de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Leopoldo Marechal, Ezequiel Martínez Estrada e, incluso, Borges.

Nunca volvió a tener el impacto del díptico tanguero El exilio de GardelSur. Para La nube (1998) convocó a un cantor de barrio de una voz pequeña y entonada, carismático, ponderado por intelectuales: Luis Cardei. Realizó con él una operación similar a la que había hecho con Goyeneche: escribió un papel a su medida y lo dejó ser. Se luce en La nube junto a su leal compañero de cantina, el bandoneonista Antonito Pisano. La elección de Cardei no resulta azarosa: es otra demostración del olfato de Solanas para captar fenómenos en su punto justo. Luisito no fue ni por asomo “el nuevo Polaco”, como lo definió cierta prensa, ni él quería serlo (“en plan de sucesiones, me gustaría ser el ‘nuevo Gardel’”, ironizaba). Pero se adivinaba en sus genuinas credenciales tangueras, en la lucha contra una salud endeble, un hilo conductor que lo vincula con Goyeneche. Pertenecían a una misma raza de noche y sobremesa, en extinción.

Como la raza que honró Pino Solanas. Con él se fue un hombre de los de antes, forjado en las encrucijadas del siglo XX, de los que dedicaban la vida a pensar pasionalmente el país. Poniendo todo, denunciando, sin especulación: política, corazón, riesgo artístico y esa obstinación por volver al sur. Por ser del sur.

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