La primera persona del plural es una figurita difícil para los hijos de la generación que murió en su nombre, porque hizo de ella su principio. El álbum de los que llegamos a la democracia con huellas de dictadura y rastros borrosos de la guerra de Malvinas está hecho de fragmentos y de una pregunta por el nosotros que gambetea una y otra vez los intentos de respuesta. Pero la muerte de Diego devolvió de golpe la pregunta al centro de la cancha, y para saber por qué no se me ocurre mejor opción que recordar un partido.
Corre el año 1986 y tenemos 7, 8 o 9 años. Hace frío, es 22 de junio y Argentina está en los cuartos de final contra Inglaterra. Diego es el capitán del equipo y nos jugamos un acto de justicia, porque si la guerra es la política por otros medios, ese partido fue la guerra en otra cancha.
La tele de tubo es chica y tiene antenas de aluminio que ponen en vilo la señal. No hay espectador de butaca en un partido como ese. Con Diego en la cancha, los de 7, 8 y 9 experimentamos por primera vez la realidad aumentada cuando aún la técnica está muy lejos de soportar el invento. A esas edades, el mundo es un conjunto de reglas de juego por descubrir o inventar. Vos, él, ella y yo no necesitamos sacarnos los zapatos para recordar que con los pies se puede saltar, correr y bailar. ¿Se acuerdan de que He-Man éramos nosotros diciendo “¡Por el poder de Grayskull!”? ¿Dónde empiezan y dónde terminan los pies de Maradona cuando se los mira desde el centro de la infancia? Tal vez la nuestra sea una generación que se extendió pocos años, no más de tres o cuatro, y que en ese entonces ya entendía perfectamente la diferencia entre juego y realidad, pero aún no cargaba con el peso de sostenerla. Eso no quiere decir que los adultos no hayan sentido vibrar cada parte de su cuerpo con la magia de Diego, no. Lo que quiere decir es que en ese partido Diego se hizo marca generacional: un estilo canchero de vivir la victoria colectiva cuando ya estábamos de camino a una nueva derrota en el menemismo.
Diego es el nombre de la confirmación nacional de que gobernar y enseñar son tareas imposibles. ¿Habrá sido esa imposibilidad genial la que nos dejó descansar de la derrota de la generación que nos precedió? Pero, además, Diego no nos exigió que nos dejáramos representar por él. Sus victorias fueron nuestras tanto como sus derrotas, pero el pago de cada una de ellas corrió exclusivamente por su cuenta. Tampoco nos pidió que nos pusiéramos en su lugar, porque la empatía se exige cuando no hay lazo del que agarrarse. Él hizo otra cosa: nos invitó a viajar en sus botines, nos dejó experimentar su magia y también sus caídas. La generosidad fue su rasgo más singular. Y ahora, que nuestra infancia se fue un poco más con él, pienso en los que llegamos después de la derrota mayúscula y antes de que la empatía sea la cosmética, el parche, de los lazos rotos, y me pregunto si nuestra marca generacional no será la gratitud que descubrimos con el genio que nunca dejó de gambetear tanto a los que quisieron idolatrarlo como a los que pretendieron defenestrarlo. Por las dudas de que así sea, gracias por siempre, Diego.