Existen pocos artistas que conjugan de un modo tan riguroso y bello el compromiso político con la creación de arte popular. Osvaldo Pugliese fue perfectamente interpretado por su tiempo, casi como si fuera una invención de las primeras décadas del siglo XX. Una época de cambios, de ateneos políticos-culturales, ediciones literarias económicas e hijos de inmigrantes que integraban las historias de hambre y persecución de sus ancestros con la posibilidad de un mundo nuevo, moderno. Si en lo ideológico Pugliese no dudó en seguir a pie juntillas los dogmas del Partido Comunista, en lo musical formó parte de la línea evolucionista decareana del tango, esa que torrencialmente desemboca en Astor Piazzolla. El especialista Jorge Nudler escribió alguna vez: “Como estalinista, Pugliese fue una rareza. Estaba abierto al cambio y, además, demostró un rechazo a todo culto de la personalidad”.
Nacido en 1905, porteño de Villa Crespo e hijo de un zapatero que tocaba, bien, la flauta, temprano configuró una conciencia proletaria, cuando ser marxista significaba, además, disponer de un amplio bagaje de conocimientos, desde las novelas de Fedor Dostoievsky hasta el pensamiento anarco-colectivista de Mijael Bakunin. Pugliese superponía la lectura de libros teóricos y de ficción realista con la calle y la práctica del piano. Su vocación fue completada con una enorme constricción al estudio. El mismo recordaba, una y otra vez, sus orígenes:
“Yo empecé con la música clásica: a mi padre y hermanos les gustaba la música y yo comencé tocando de oído. Con dos amigos que tocaban la guitarra y bandoneón, rascábamos todo lo que estaba en boga. Era por el año 1918, después de la guerra mundial. Iba a la escuela, terminé el cuarto grado y le dije a mi viejo que la escuela no me gustaba, que quería trabajar. Me llevó a una imprenta que quedaba en la calle Triunvirato, entre Vera y Velazco, cuyo dueño era un pianista muy conocido en aquellos tiempos, un tal Mazzone; ahí aprendí el oficio de gráfico. Una buena tarde, al volver del trabajo, me encuentro con un piano en mi casa, regalo de mi padre, que me dijo ‘tenés que aprender a tocar el piano’. Yo me negué, fue una lucha bárbara pero al final me llevó a estudiar con el maestro Antonio D’Agostino. Mientras estaba con D’Agostino compuse el tango “Recuerdo”, que lo terminé en el año ’24.
Hizo todas las inferiores del tango: tocó en sociedades de fomento, integró la orquesta de Paquita Bernarda –otro baluarte de Villa Crespo, la primera bandoneonista mujer–, tocó en el Bar La Chancha en Rivera y Godoy Cruz, se hizo fuerte en el café ABC de Canning y Córdoba, fue pianista de la agrupación de Roberto Firpo y del sexteto de Pedro Maffia, donde conoció al violinista Elvino Vardaro. Formaron una agrupación que no dejó registro grabado, pero el boca a boca tendido como un puente a lo largo de las décadas señala a Vardaro-Pugliese como una experiencia tanguística de avanzada.
La crisis del ’30 y el advenimiento del cine sonoro generó un alto índice de instrumentistas desocupados, lo que motivó la creación de un sindicato de música popular. Pugliese se había afiliando al P.C. en 1936, y adhirió a cada una de las huelgas. Tres años después cumplió el sueño de la orquesta propia. Debutó en el Café Nacional, y al poco tiempo ya estaba tocando en Radio El Mundo. Como innovación extra musical, Pugliese diseñó un sistema cooperativo en el que los músicos ganaban de acuerdo a un escalafón de merecimientos. Eran ya los años 40 –la década de oro del género–, en que los directores de orquesta podían cobrar diez veces más que los ejecutantes. El cooperativismo de Pugliese se sumaba a una generosidad ilimitada para incentivar a los integrantes de la orquesta a componer. De las primeras doscientas grabaciones de la orquesta, 69 de ellas son instrumentales, y de éstas 34 tangos escritos por el propio Pugliese y por músicos de su típica como Osvaldo Ruggiero, Jorge Caldara, Emilio Balcarce e Ismael Spitalnik.
Fue un protagonista total de los bailes populares que se desarrollaban en clubes y salones. Los milongueros y milongueras lo adoran. Como Aníbal Troilo y Carlos Di Sarli, combinó excelencia musical con función rítmica para el baile. La orquesta aspiraba a una síntesis de lo que a él le gustaba catalogar como “el ABCD” del tango: Arolas, Bardi, Cobián y De Caro. Fue perseguido tenazmente y encarcelado por las dictaduras militares y por las dos primeras presidencias de Perón. Pugliese no cesó de bregar por sus ideas, pero sabía que la coherencia política conspiraba contra el trabajo de los músicos, por lo que durante años la orquesta siguió tocando sin su director. Como símbolo colocaban un clavel rojo sobre el piano mudo, gesto poético que dejaba más en evidencia la proscripción.
Uno de sus tantos admiradores fue Astor Piazzolla, que se escaba de los ensayos de la orquesta de Troilo para ir a escucharlo al cabaret Moulin Rouge. En la célebre trilogía de Pugliese de “La Yumba”, “Negracha” y “Malandraca” –en esa forma milongueada de acentuar el primer y el tercer compás y en la intensidad y la “roña” de la ejecución– se advierten señales de lo que Piazzolla desarrollaría a partir de su Octeto de Buenos, a fines de los ’50.
Los adeptos a Pugliese que concurrían a las milongas eran bravos. Se distinguían por presentarse con una curita en la mejilla, como si se hubieran cortado luego de una afeitada al ras. Hasta tenían sus propios cantitos: “Ese o ese, la barra de Pugliese”. Otro detalle, insólito, es que en una épica solían organizar concursos de belleza en lo que se otorgaba la corona Miss Pugliese. Durante los ’60 y ’70 el maestro contempló, melancólicamente, cómo su orquesta se debilitaba por la decadencia del género y cómo se atomizaba en sextetos. En ese cambio de paradigma se proyectaron figuras solistas como Daniel Binelli y Rodolfo Mederos, que se nutrieron de su sabiduría.
En una comitiva integrada por varios artistas, en 1973 se encontró con Juan Domingo Perón, su viejo perseguidor. Por tercera vez era presidente, y había regresado del exilio tratando de unificar a la Argentina. El general le dijo: “Gracias por saber perdonar”. A un costado, Isabelita y López Rega ni lo miraron. Muerto Perón, lo volvieron a prohibir. Recuperada la democracia, fue convocado por Raúl Alfonsín. Entre otras cosas, hablaron sobre la realización de un concierto en el Teatro Colón, junto a su orquesta. Se llevó a cabo en 1985, como parte de los festejos de 80 años de Pugliese. Con la carga simbólica del caso –en ese juego de legitimaciones que se da entre la música popular y los templos líricos–, cumplió así el deseo de su madre y de la hinchada de la orquesta que, como un mantra, gritaba en cada presentación de los años de oro: “¡Al Colón, al Colón!”. Isidoro Gilbert escribió en el prólogo del libro de Arturo Marcos Lozza, ¡Al Colón!, que ese grito fue “voceado hasta el paroxismo en los clubes del arrabal que se fue industrializando: es el triunfador ‘de abajo’ que llega al sitio de los elegidos”.
Los últimos años los pasó tocando esporádicamente. Había perdido parte de la audición y prefería el refugio de su hogar, en el corazón de Villa Crespo, sobre la calle Corrientes, siempre acompañado por la leal Lidia. Ya había dado todo. Había musicalizado el pulso de un pueblo que bailó al ritmo de sus creaciones, que lo silbó camino al trabajo y que, como epílogo, transformó su apellido en un conjuro contra la desdicha, un talismán verbal, una contraseña mágica como sus tangos.