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ADÁN Y LA NOSTALGIA DEL EDÉN

Casi contemporáneamente a la aparición de Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, David Riesman acuñaba, en un libro mayor de la sociología estadounidense, la paradójica expresión “muchedumbre solitaria”, que le permitía describir un tipo de sociedad profusa pero compuesta por hombres aislados y sin lazos firmes con los otros. ¿No se trataba de eso mismo el ensayo, tres lustros anterior, de Raúl Scalabrini Ortiz, El hombre que está solo y espera, precioso retrato de una ciudad habitada por una multitud (muy distinta ya a las que había pintado a su hora José María Ramos Mejía) hecha de los tristes hijos de una inmigración ya afirmada en el país que buscaban en el fondo de sus pocillos de café la respuesta a las preguntas que les planteaba su propio desarraigo? Si hay más dramatismo en el libro de Scalabrini que en el de Riesman es porque hay ahí la comprensión del angustioso sentido de una búsqueda.

De esa búsqueda trata la novela de Marechal, un roman en clé donde el propio Scalabrini se disimula apenas tras el nombre de uno de los amigos del protagonista, cuyos estudios de las zozobras del alma porteña configuran el gesto opuesto al de la fuga literaria al encuentro del espíritu de la patria en los paisajes con los que las orillas de la ciudad cosmopolita parodian a su modo una pampa fantasmal. Desde ya, el más notorio protagonista de este otro tipo de travesía en la literatura argentina de esos años también tiene su doble más o menos bufonesco en otro de los personajes de la populosa novela de Marechal. Que es entonces el relato de una búsqueda. De una búsqueda movida por el sentimiento de un desgarro y narrada según la más vieja metáfora de la literatura, la del viaje, que se inspira aquí en tres motivos notorios: el homérico de la odisea de Ulises, el medieval de la nave de los locos y el dantesco del descenso a los infiernos.

 

DESARRAIGO Y BÚSQUEDA

Dije desarraigo, dije desgarro. Son manifestaciones típicas del carácter de los habitantes de sociedades de inmigración aluvional, múltiple y heterogénea como la de Buenos Aires, cuya pluralidad retrata Marechal en su divertida pintura de una Villa Crespo polícroma, babélica, infinita. En esa epopeya escrituraria, que acompaña con humor disparatado la epopeya existencial del personaje y de sus amigos, la prosa de la novela se disemina, carnavalesca, en todas direcciones. Alguna vez Harold Bloom escribió que Shakespeare no había inventado un universo, sino tantos como sus personajes. Antes que eso había escrito Julio Cortázar que Marechal no había dado su estilo a las distintas escenas que componían su fresco, sino que había encontrado en cada una de ellas el tono que le convenía. El humor con el que realiza ese prodigio se traba en contrapunto, en la novela, con la gravedad de la búsqueda de su héroe.

Que es la búsqueda propia de todo sujeto desarraigado de su tierra y desgarrado de su propio yo. Es decir, en realidad (para no reducir el mérito de la novela de Marechal al de constituir una pintoresca ilustración de las sociologías de la inmigración en la Argentina), de todo sujeto. Que está sujeto a una pérdida primera, a un desgarro primordial, que lo constituye. No parece necesario subrayar que el nombre del protagonista, Adán, es el del primer hombre sujeto a un destierro semejante, pero ese destierro, y la búsqueda de alguna forma de la plenitud que remede aquel edén perdido en el comienzo, no ha dejado de ser el leitmotiv de la filosofía y de la literatura a cada nueva pérdida de Dios con la que se ha encontrado la humanidad a lo largo de la historia. La novela de Marechal tiene atrás El concepto de la angustia, de Soren Kierkegaard, y adelante El sacrificio o Nostalgia, de Andréi Tarkovski.

LA BELLEZA Y EL BIEN

Esa búsqueda de la plenitud tiene en Adán Buenosayres dos formas principales: la de una pregunta por la belleza y la de una pregunta por el bien. La primera se extiende a lo largo de toda la novela y alcanza su punto más alto en el episodio de la discusión filosófica en la Glorieta de Ciro, donde asistimos a una elaborada aunque también disparatada exposición de filosofía estética clásica, de una matriz idealista, platónica, que es la que subtiende todas las reflexiones de este tenor que puntean la novela. La otra es el verdadero motivo del torturado viaje personal del héroe, de la aventura de este Odiseo villacrespense que, descendiente ostensible y declarado del antecesor dublinense que le había inventado James Joyce en 1922, toma sin embargo distancia de él en el momento quizá fundamental de la novela, en la epifanía que tiene lugar al final de su viaje, frente a la reja de la iglesia de San Bernardo. Porque si el periplo del buen Leopold Bloom tenía como punto de llegada ese monólogo final de Molly Bloom, en el que la ausencia de sintaxis expresa la radical deserción de toda regla moral en el comportamiento de unos personajes de una secularidad sin resto, el de Adán Buenosayres termina, en ese final del libro V, en ese episodio de náusea que emparenta la novela con la gran literatura existencialista de su tiempo y que (es de nuevo Cortázar, en su temprana y notable reseña, el que lo advierte) toca el fondo de una angustia que no es sólo la del hombre de Buenos Aires, sino, de modo mucho más general, la del hombre occidental. Toca el fondo de esa angustia no para hundirse en ella, sino para salir de ella “por arriba”: por el lado de una trascendencia que el conjunto de la obra de Marechal nos deja ver en la Iglesia, en el Estado y en la historia.

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