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Caras y Caretas

           

Postales de este mundo

I

Creyó que Saramago exageraba y que Oesterheld había inventado al Eternauta para jugar con la ficción. Creyó que aquella muerte que había dejado de cumplir sus funciones era, nada más y nada menos, que la expresión de un caos interior y que Juan Salvo desorientaría al guionista contándole algo que aún no había sucedido. Todo eso creyó hasta que llegó ese día en que el caos lo sorprendió en casa de unos amigos, tomando cerveza en el festejo del cumpleaños de Ezequiel. Al principio él, que creía en todo, no creyó.

–Paren con las noticias –dijo mientras sorbía un trago de su Heineken y acariciaba las rodillas de Paula–. No crean en eso.

¿No crean? ¿Justamente él, que cuestionaba a Saramago y había tratado de mentiroso a Juan Salvo?

–Es cierto. Ha llegado un virus que mata –dijo Antonio sacándose los auriculares conectados a su celular.

La música se detuvo. Facundo dejó de tocar un tema de Fito que había practicado para ese día. Después vendría el “Que los cumplas feliz”. Silencio. Se miraron. Se abrazaron sin saber que era el último abrazo antes del aislamiento. Algunos corrieron hacia la puerta para regresar a sus casas, pero otros les advirtieron lo que pasaba afuera y les pidieron que se quedaran. ¡Cómo no recordar al Eternauta! Matías se envolvió en una bolsa de nylon y los enfrentó. Allí fuera lo esperaban la tos, la alta temperatura y la falta de aire. Corrió algunas cuadras. Le faltó el aliento y cayó.

Silencio. Empezó la cuarentena. Nadie sale, nadie se toca, nadie besa, nadie corta la torta de cumpleaños ni acaricia las rodillas de Paula.

Y él creyó que eran mentiras, que la muerte no se iba a disfrazar de hermosa muchacha para enamorarse de Facundo, que era el único músico de la reunión, ni tampoco iba a mandarles el sobre violeta de Saramago para anunciarles su final.

Paula se levantó del sillón, se acomodó su pollera, los tocó uno por uno y se marchó.


II

Federica dejó el oso asomándose apenas en la caja de los juguetes, al conejo lo sentó en la cama, escondió al astronauta detrás de las cortinas, puso al mono debajo de la cama y al tigre cerca de la ventana.

–Ahora sí –dijo.

Abrió la puerta de su cuarto. Papá había dejado de trabajar “online” (¿qué significa eso?) y se dirigía a la cocina para poner un pollo en el horno, mamá corregía tareas de sus alumnos en la computadora y su hermano Felipe no se movía del sillón del living con el celular en la mano.

Algo raro estaba pasando. A ella hacía unos días que no la llevaban al jardín y extrañaba a sus compañeritos y a la maestra. Mamá y papá tampoco habían ido al trabajo y Felipe estaba todo el santo día jugando con su celular o con la Play.

Pidió salir a la vereda y un “No se puede” fue la respuesta al unísono de sus padres. Felipe empezó a picar una pelota en el living. ¿Por qué no va al club?

Pero ella se preparó. Todos sus muñecos estaban en la habitación dispuestos a defenderla del monstruo que se acercaba. Le dijeron su nombre, pero no lo recordaba. Ella sabía de monstruos que eran vencidos por los príncipes y de princesas valientes que se animaban a entrar en el bosque.

¿Cómo sería este monstruo? ¿Vendría de otro planeta? Mamá y papá no salían para nada y cuando lo hacían se tapaban la boca y la nariz, seguramente para que el monstruo no los reconociera o tal vez como una manera de espantarlo.

¿Habría un solo monstruo o muchos que atacaban a las personas para que se transformaran en uno ellos y así tener un ejército de monstruos?

Extrañaba a la abuela. Su mamá se la había mostrado en el celular y había hablado con ella. Le mandó muchos besos. Besó el celular, pero “no es lo mismo”, dijo.

Por las dudas, puso a todos sus muñecos en lugares especiales. Ellos la defenderían de ese monstruo que no la dejaba ir al jardín ni jugar en la plaza de la vuelta, que hacía que mamá y papá se pusieran máscaras para salir a la calle y que su hermano Felipe no quisiera jugar con ella. Lo mejor era quedarse adentro de la casa así pasaba de largo.

Monstruo: te vamos a vencer.


III

Cuando la Seño Anita se jubiló, lo que más extrañó fue el bullicio de los chicos y chicas. A veces se iba hasta la escuela del barrio para ver la salida de las 16.30 y disfrutaba ver a las nenas y nenes del jardín, luego a los de primero, hasta llegar a los de séptimo, menos ordenados y menos afectuosos con sus maestras o maestros.

Quería oír sus voces, sus risas, sus discusiones y hasta sus llantos. No le molestaban los cuatro chicos de sus vecinos cuando jugaban en el pasillo del edificio o subían y bajaban las escaleras corriendo y gritando.

–No sé cómo aguantás a estos pibes –decía su hermana cuando la visitaba–, yo que vos me quejaría a la  madre y si no hace caso, al consorcio.

A Anita no le importaba. Le contestaba a su hermana con una sonrisa.

–Lo que a mí me molesta es el silencio de los chicos.

–Nunca se van a callar –le replicaba.

Y un día  se callaron. Abril despuntaba. Anita salió a la calle con su barbijo, pasó frente a la escuela, espió entre los barrotes verdes y vio el patio vacío. Eran las 16.30. No había niños ni allí ni en la calle. ¿Adónde fueron las voces y las risas, los guardapolvos blancos y las mochilas? Una ciudad entera callada. Sin niños su barrio, la vecina sin Luli de la mano; Juan, el kiosquero, con el asiento de atrás de la bicicleta vacío.

Y tuvo miedo del silencio. No del de la gente. El silencio de los niños, como alguna vez le había dicho a su hermana.

La seño Anita volvió a su casa. Buscó el delantal blanco, el último que había usado y que tenía guardado como recuerdo junto con las cartitas de sus alumnos y una copia de sus palabras de despedida. Se puso el delantal y se pintó los labios. Abrió la puerta de balcón y a viva voz se puso a leer: “Había una vez una ciudad sin niños, hasta que un día…”

Escrito por
Mabel De Gesso
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