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Una de las mejores tradiciones argentinas

Hubo una imagen que condensó el momento político que está viviendo la Argentina desde que el pasado 3 de marzo se detectara el primer caso de coronavirus en el país. Ese instante fue cuando Alberto Fernández anunció la primera tanda de medidas restrictivas a la circulación de personas para intentar contener la expansión de los contagios y por lo tanto de los casos graves y de las muertes. El Presidente hizo los anuncios desde la Casa Rosada. Estaba sentado detrás de una larga mesa; a su derecha se encontraba Horacio Rodríguez Larreta, que se disputa con Mauricio Macri, María Eugenia Vidal y algunos caciques radicales el liderazgo de la coalición antiperonista nucleada en Juntos por Cambio. Del otro lado del Presidente estaba el gobernador bonaerense, Axel Kicillof.

La foto tenía un sentido sanitario. En la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense se concentran más del 70 por ciento de los casos confirmados con el virus que está cambiando el orden mundial. Sin embargo, el mensaje político también fue de una enorme contundencia. El principal dirigente opositor con responsabilidades de gestión estaba sentado junto al primer mandatario respaldando el rumbo que el gobierno nacional había elegido para afrontar la pandemia.

Alberto Fernández lo tuvo claro desde el principio. Más allá de su estilo consensual, de su expertise como armador, de su pertenencia a la política tradicional, siempre denostada por la mayoría de los medios, el Presidente tenía la convicción íntima de que sin un consenso casi total el aislamiento social obligatorio estaba destinado a fracasar. No fue sólo un gesto de la forma en que AF propone procesar la convivencia política. Era una necesidad inexorable para que esta política –el aislamiento social– funcionase. Y de hecho está funcionando.

Resulta ilustrativo comparar el clima político frente a la pandemia que vive la Argentina con el de Brasil. En el país más grande de la región hay un proceso diametralmente opuesto. Los gobernadores, incluso los que tienen afinidad ideológica y partidaria con Jair Bolsonaro, están tomando medidas de restricción a la circulación de personas en sus estados en contra de la voluntad del presidente carioca. La personalidad impredecible y las decisiones erráticas de Bolsonaro han creado una situación de relativa anarquía. Los militares brasileños, que fueron desde que comenzó su carrera hacia la presidencia el principal soporte del actual mandatario de Brasil, tienen en carpeta distintas alternativas para derrocarlo y que asuma el mando el vicepresidente, el ex general Hamilton Mourao.

La comparación sirve para ilustrar hasta qué punto el poder se basa también en acertar el rumbo. “El conductor es un realizador de éxitos”, diría el general Perón. La frase tiene varias lecturas, entre otras, que la única forma de conservar la conducción es tener éxitos. No es lo que le ocurre a Bolsonaro.

UNA TRADICIÓN

La imagen de AF flanqueado por Rodríguez Larreta y Kicillof, más el respaldo en el Congreso de los bloques de la UCR, se inscribe en una tradición. No es un hecho aislado y mucho menos una novedad. La derecha corporativa y las corrientes de opinión trabajan con un discurso de desvalorización de la Argentina y de su sistema político. Esa conceptualización, que se resume en las calles con la frase “este país de mierda”, prefiere ocultar este rasgo de la cultura política nacional, que se fortaleció especialmente desde el retorno de la democracia.

No se cocinó en cualquier parte. La creación de la Multipartidaria en 1981 para empujar el final de la dictadura que impulsó el plan de exterminio fue el germen fundamental de esta tradición, para no ir más atrás y rememorar el clásico abrazo de Perón y Balbín. La Semana Santa de 1987, con el levantamiento carapintada y el resto del Ejército sin estar dispuesto a sofocar la rebelión contra el gobierno constitucional fue otro momento de condensación –quizás uno de los más dramáticos– de este rasgo de la política local. Y tuvo sus costos. El propio presidente Alfonsín, ya fuera del poder, solía repetir que gracias al respaldo que Antonio Cafiero le brindó en esa oportunidad, capturado en la foto en la que se ve a ambos dirigentes en el balcón de la Casa Rosada, la Argentina se había perdido de “un gran presidente”. Se refería a don Antonio. En su análisis, Alfonsín evaluaba que Cafiero había quedado muy cercano al gobierno radical y que el cataclismo económico con el que terminó lo había arrastrado a él también y había colaborado con su derrota en la interna peronista con Carlos Menem.

No sólo la defensa de la democracia y ahora la pandemia ilustran sobre la capacidad de la dirigencia política –especialmente la tradicional– de lograr acuerdos amplios. Las renegociaciones de deuda que tuvo que abordar Néstor Kirchner en su presidencia contaron en la mayoría de los casos con el apoyo de los senadores y diputados del radicalismo. Normas como la “Ley Cerrojo”, hecha para mostrarles a los acreedores que tenían que aceptar la propuesta argentina, tuvieron el apoyo de la que en ese momento era la principal fuerza de oposición en el parlamento. Lo mismo puede decirse de la reestatización del 50 por ciento de YPF en los primeros meses del segundo mandato de Cristina Fernández. Sólo el PRO, liderado por Macri en ese momento, votó en contra.

Ese gobierno –el de Macri– fue el único desde 1983 que puso realmente en riesgo esta tradición de la cultura política argentina. Y no fue por sus medidas económicas neoliberales. Los diez años de Menem fueron más “eficientes”, desde la mirada neoliberal, en la aplicación de las reformas estructurales que impulsan desde mediados de los 70 algunos de los centros del poder mundial. Macri puso en riesgo este rasgo porque reflotó el autoritarismo utilizando como máscara la supuesta lucha contra la corrupción y la prisión preventiva de opositores de todo tipo como forma de disciplinamiento. Pero, por suerte, y como ocurrió con casi todo lo que impulsó Cambiemos en el poder, fracasó.

La política argentina no es caníbal, como le gusta mostrarla a la corriente de opinión impulsada por la derecha corporativa. No hace falta mirar lo que hicieron los países europeos luego de la Segunda Guerra para hallar la capacidad de construir grandes consensos. Alcanza con mirar hacia adentro, acá cerca, para encontrarlos.

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