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LO QUE LA ALFABETIZACIÓN NOS DEJÓ

El acceso a la cultura escrita fue parte de la formación de la subjetividad moral y política de niñas/os y jóvenes en el proceso de construcción y legitimación del Estado argentino en las décadas finales del siglo XIX y principios del XX.

Ya desde el período colonial, una vez que los niños podían deletrear, los catecismos católicos como el de Gaspar Astete, Jerónimo de Ripalda y Claude Fleury, que enseñaban los dogmas religiosos, fueron sus primeras lecturas, en muchos casos reforzadas en su contenido moral y de buenas costumbres por el Catón cristiano y el catecismo de la doctrina cristiana.

Buscaban formar subjetividades obedientes a la autoridad de los padres, los mayores, los sacerdotes, los maestros, los gobernantes, a la monarquía como institución. Se trataba de sociedades tradicionales de fuerte peso estamental y con procesos educativos ejercitados sobre un fondo cultural relativamente en común y restringidos socialmente en sus alcances.

Algunos de estos catecismos fueron parte de las recomendaciones establecidas por Manuel Belgrano en el “Reglamento para las escuelas del Norte”, que redactó el 25 de mayo de 1813. Al amor al orden y la virtud les incorporó el respeto por los derechos y las obligaciones del hombre respecto de la sociedad y del gobierno, y la prescripción de algunas acciones que reforzaban la religiosidad con otras que creaban hábitos patrióticos y un espíritu nacional acorde con la diferente vibración política generada por la Revolución de Mayo.

Durante varias décadas a lo largo del siglo XIX persistió la lectura de catecismos en las escuelas de primeras letras incorporando otros textos como el Tratado de las obligaciones del hombre, que a los contenidos morales y de buenas costumbres agregaba –pese a los cambios políticos– el sostenimiento de la monarquía.

ALFABETIZACIÓN Y OPINIÓN PÚBLICA

Con la ley 1.420, de 1884, se estableció la obligatoriedad de la educación primaria común, gratuita, graduada y neutral en lo religioso para todos los niños/as de entre 6 y 14 años. Juan Carlos Tedesco la interpretó como una herramienta para lograr la homogeneización del mosaico de culturas, lenguas y razas que se iba conformando en la Argentina a partir del proceso inmigratorio. Los otros niveles del sistema educativo nacional formarían a las elites políticas.

La enseñanza del currículum ciudadano que estableció la ley –la lengua, la historia y la geografía nacionales, las instituciones políticas, nociones de higiene, moral y urbanidad– buscó nacionalizar y homogeneizar ese mosaico a partir de la enseñanza de la lectura y la escritura, de manera de otorgar legitimidad a un Estado nacional en construcción y a un régimen político que requirió “paz y administración” para consolidarse.

Según diferentes censos, de una tasa de escolarización de la niñez en edad escolar del 20,4 por ciento en 1869 y del 28,6 en 1883, se pasó a otra del 48 por ciento en 1914 y del 73,5 en 1947. Estos porcentajes señalan el crecimiento cuantitativo de la alfabetización que, impulsada además por la creación de las escuelas fiscales de la Ley Láinez de 1905, amplió el acceso a la lectura y escritura en un proceso que desbordó el ámbito escolar, generando un público lector.

Correlativamente, se creó un mercado editorial que ofreció toda clase de publicaciones a precios accesibles. Entre muchas otras, libros de lectura escolar, revistas infantiles, novelas y ediciones baratas de clásicos de la literatura universal, revistas como Caras y Caretas, TitBits, Don Quijote, P.B.T., El Hogar, diarios matutinos y vespertinos, prensa obrera como La Vanguardia y La Protesta, encontraron a ese público lector que se extendió más allá de las tradicionales elites letradas, componiendo así la opinión pública necesaria para una república liberal.

EL IMPACTO DE LA 1.420

Con la ley 1.420, de 1884, se estableció la obligatoriedad de la educación primaria común, gratuita, graduada y neutral en lo religioso para todos los niños/as de entre 6 y 14 años.

En torno a 1900, las elites gobernantes se preocuparon por la irrupción de unas multitudes de extranjeros que, al decir de José María Ramos Mejía –luego presidente del Consejo Nacional de Educación–, requerían de la inculcación de sentimientos nacionales para evitar el desorden social. Y a la escuela le asignó en parte esa tarea con una educación de contenido patriótico, dirigida a los hijos de los extranjeros y –agregamos– de la población preexistente de criollos, mestizos, negros e indios.

La reforma electoral de 1912 expresó un cambio en la cultura política al que no fueron ajenas ni las transformaciones de la economía agraria exportadora dependiente ni las luchas de los viejos y nuevos actores sociales y políticos. Fenómenos atravesados por el impacto de la expansión de la escolaridad primaria que, con todas sus limitaciones y críticas a cuestas, habilitó un acceso diferencial a la cultura escrita a crecientes masas populares.

Es difícil suponer que las elites sociales y políticas que se beneficiaban de un sistema político basado en el voto no obligatorio, emitido de viva voz y viciado por el fraude y la violencia, se propusieran que el Estado liberal oligárquico estableciera la obligatoriedad de la educación primaria con el objetivo de generar una ciudadanía liberal y republicana, tales los objetivos que algunos le adjudican a la ley 1.420.

En cambio, es posible conjeturar con Tedesco que buscaron homogeneizar culturalmente a la sociedad para facilitar los procesos de conducción política de una sociedad heterogénea y en transición desde formas “tradicionales” hasta formas “modernas”.

Legitimar el sistema, imponer la lengua oficial como herramienta de una cultura y una visión del pasado, generar consensos en torno a ciertos valores políticos y sentimientos que otorguen pertenencia e identifiquen a individuos y masas con las elites que conducen el Estado parecen ser objetivos posibles para una oligarquía en expansión.

Con la escolarización obligatoria que, pese a todo, amplió el acceso a la cultura escrita a los sectores populares, el Estado oligárquico abrió perspectivas sociales y políticas por fuera de las que imaginaron sus constructores. Es que, como sostiene Héctor Cucuzza, el sistema educativo pasó a incluir a los grupos sociales antagónicos al proyecto oligárquico.

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