En la vida de Manuel Belgrano hay abundantes testimonios de su solidaridad con los pueblos originarios y su por la antigua civilización andina. Hijo de padre genovés, católico, instruido en España, influido por la Revolución Francesa, podría parecer extraña esa fidelidad a las raíces americanas, que tropezó, por cierto, con muchas decepciones, y sin embargo era un rasgo que identificó a su generación revolucionaria.
En la expedición al Paraguay, atravesando el territorio misionero, Belgrano reclutó soldados guaraníes, y concibió llevar la revolución a aquellos pueblos que, tras la expulsión de los jesuitas, bajo la administración de la burocracia realista se disgregaron en una penosa decadencia.
Con tal propósito dictó en Tacuarí el Reglamento para los Naturales de Misiones del 30 de diciembre de 1810, reconociéndoles plena libertad e igualdad. No era una promesa abstracta, sino que contemplaba un conjunto de medidas concretas: “A todos los treinta pueblos y sus respectivas jurisdicciones les exceptúo de todo impuesto por el espacio de diez años”; “les habilito para todos los empleos civiles, políticos, militares y eclesiásticos”; “se les darán gratuitamente las propiedades de las suertes de tierra que se les señalen” en el pueblo y en la campaña, suministrándoles instrumentos agrícolas y ganados. Regulaba la contratación de trabajadores a fin de evitar abusos, prohibía los azotes y castigos corporales con severísimas penas a los infractores y creaba un fondo con la venta y arriendo de las demás tierras −“después de acomodados los naturales”− para “el establecimiento de escuelas de primeras letras, artes y oficios”.
Aquel estatuto no se cumplió: un año y medio después, los 261 guaraníes que llegaron a Buenos Aires como voluntarios del Regimiento de Granaderos se dirigían a San Martín expresando “el honor de conocerlo a Vuestra Señoría y saber que es nuestro paisano” y denunciaban que su región “aún se mantiene en infelicidad por la larga distancia en que se halla, pues aunque nuestro Supremo Gobierno le ha dispensado su protección, nada se ha adelantado, siendo la causa que los gobernantes que aún existen en aquel destino mantienen las miras del sistema antiguo, ocultando o interpretando las nuevas regalías que se nos conceden”. San Martín les hizo redactar el petitorio y lo elevó al Triunvirato (6 de mayo de 1813) que concluía apelando por “que desaparezcan aquellos restos de nuestra opresión y conozca nuestro benigno gobierno que no somos del carácter que nos supone y sí verdaderos americanos, con sólo la diferencia de ser de otro idioma”.
Marchando con el Ejército del Norte, Belgrano escribía: “Yo deseo tener muchos naturales en él” (carta del 12 de febrero de 1812) y, en efecto, consiguió incorporar a numerosos contingentes comandados por sus caciques. Se iniciaba la formidable movilización de las comunidades indígenas, que siguieron en pie de guerra durante más de una década hasta la liberación del Alto Perú.
Uno de los mejores jefes que Belgrano sumó a la lucha fue Baltasar Cárdenas, a quien Rivadavia puso como un ejemplo peligroso en las gestiones diplomáticas conciliatorias con el Reino de España, según el informe de 1815 de su interlocutor Gandásegui: “Rivadavia estaba alarmado con la participación que los indios tomaban en el movimiento insurreccional, destacándose la personalidad del cacique Cárdenas”.
Otro caudillo sobresaliente fue el coronel indio Víctor Camargo, cuyo notable genio y energía el relato histórico de Mitre lo atribuía a que quizás “por sus venas corría alguna sangre europea”.
LA MONARQUÍA INCAICA
Cuando el Congreso de Tucumán proclamó en 1816 la independencia de “las Provincias Unidas en Sud América”, Belgrano propuso el plan de la monarquía incaica, con el elocuente apoyo de San Martín y de Güemes. No era una ocurrencia repentina: planteado desde 1790 por el precursor Francisco de Miranda, seguramente se había difundido en las logias patriotas en Europa y América.
La soberanía de un inca, “atemperada” con un régimen representativo, sería la base para unir los países del continente sudamericano. Belgrano alegó la importancia de ganar a los indígenas, y con la capital en Cusco, levantar a las masas del Perú. El proyecto, aplaudido por la mayoría de los congresales, fue impulsado por el catamarqueño Acevedo, el riojano Castro Barros y los altoperuanos Rivera, Sánchez de Loria y Pacheco de Melo, aunque al trasladarse la asamblea a Buenos Aires naufragó.
Belgrano lo defendió en un artículo de El Censor (19 de septiembre de 1816), sosteniendo que “sólo la monarquía constitucional es la que conviene”, y así, a la vuelta de los siglos, los incas “vuelven a recuperar sus derechos legítimos al trono de la América del Sud; he dicho legítimos, porque los deben a la voluntad general de los pueblos. Sabido es que Manco Cápac, fundador del gran imperio, no vino con armas a obligar a los naturales a que se sujetasen, y que estos le rindieron obediencia por la persuasión y el convencimiento”. Se podía optar por otra monarquía, pero sería injusto no elegir aquella “que sólo hizo bienes” y “a la que se le quitó el cetro por nuestros antecesores con toda violencia”.
Mitre, enemigo de las ideas indigenistas, explicó sin embargo cuánto inspiraron a los hombres de Mayo, pues “los incas, especialmente, constituían entonces la mitología de la revolución”. No era extraño, decía, que Belgrano participara de tales sentimientos, y señalaba la influencia de dos enciclopedistas franceses, los jesuitas Marmontel y Raynal, que ponían al incario como modelo de civilización.
Sin negar esas y otras influencias intelectuales, hay que pensar que nuestros patriotas debían conocer y respetar a sus propios ancestros, que eran los de la mayoría social de entonces. Belgrano, Castelli y Moreno, hijos de europeos por el lado paterno, por el lado materno descendían de Agueda, una de las mujeres guaraníes de Irala, y de la hija de ambos, Isabel, que vino desde Asunción a fundar Buenos Aires (sobre la ascendencia de María Josefa González Casero de Belgrano, María Josefa Villarino de Castelli y Ana María Valle de Moreno, ver Historia genealógica argentina, de Binayán Carmona, 1999, y Familias argentinas, de Herrera Vegas y Jáuregui Rueda, 2002). Aunque estos blasones cotizaban poco en “la gran aldea”, los revolucionarios de la primera hora eran conscientes de que la sociedad mestiza de la patria naciente tenía que rescatar y honrar sus raíces originarias.