Hacía apenas dos meses, en febrero de 1982, que el marino Carlos Alberto Lacoste acababa de escalar al Ministerio del Interior de la dictadura, cuando se enteró de que Mercedes “la Negra” Sosa había llegado de nuevo a la patria en la desesperación de dar por terminado su exilio europeo, en España y Francia. Toda Europa la había escuchado en sus escenarios más importantes desde que, en 1979, por la censura y la persecución –fue detenida luego de un recital– había tenido que huir, como tantos otros –Piero, Litto Nebbia, León Gieco, Gustavo Santaolalla, Moris, Horacio Guarany, César Isella–, perseguidos por los perros nocturnos del régimen terrorista. Ese febrero del 82, entonces, luego de tanto peregrinar, la Negra ya no pudo contener su deseo de volver para “cantar al sol” como la cigarra después de años “bajo la tierra, igual que sobreviviente que vuelve de la guerra”. Y entonces miles de argentinos escucharon estas estrofas, potentes, en su concierto en el teatro Ópera en Buenos Aires, ese verano caliente, pesado, insoportable por la espera del final del régimen que se peleaba y se murmuraba en cada rincón, en cada recital, en cada aula, en cada fábrica, en cada cárcel llena de presos políticos, en cada ronda de las Madres y búsqueda de las Abuelas de Plaza de Mayo… Que forzaba una grieta en la censura. En cada verso que la Negra derramó con su potencia en ese recital en el Ópera fue acompañada por cientos de gargantas cuando cantó, entre otras, “Sólo le pido a Dios”, junto a León Gieco; “María va”, con Antonio Tarragó Ros; “Sueño con serpientes”, de Silvio Rodríguez, o “Cuando ya me empiece a quedar solo”, de Sui Generis, junto con el gran Charly García. Y el teatro estalló cuando sola derramó desde esa garganta de sinsonte, como pájaro cantor de cientos de voces posibles, “La cigarra”. No fue suficiente: debió dar doce conciertos más para saciar la sensación de libertad que vivían en esa misa laica los miles de argentinos tan necesitados de aire y sol, como la cigarra. Pero fue insoportable para el régimen. Una tarde de ese verano del 82, el almirante Lacoste preguntó a la prensa: “¿Quién le dio permiso a Mercedes Sosa para estar en mi país?”. Entonces la Negra volvió a partir, esta vez con la convicción de que se estaba incubando un tiempo de descuento en su separación de la patria, como ella llamaba a la Argentina cada vez más. Debió esperar a que la oscuridad que reinaba fuera partida por un rayo. La fractura de la dictadura comenzó con el final de la guerra de Malvinas. Y ella regresó, finalmente, algunos meses después. Muchas veces pensé en esa frase del almirante, esos seres pequeños que sólo la muerte de otros pudo hacer monstruosamente grandes. Esa manera de echarla del país, de definirnos como extranjeros en un territorio apropiado por las armas y la muerte. Porque si la Negra no era nuestro país, nuestra cultura, es decir, nuestra patria, me dije, ella había nacido el mismo día de la Independencia de la patria, el 9 de julio de 1935 y, además, había nacido en Tucumán y le había cantado a la patria en todos sus géneros –zambas, chacareras, vidalas, tango y rock nacional, para empezar por acá sin mencionar las tonadas de nuestra América– y tenía ese tono potente de bombo y conmovedor de bandoneón, profundo como las grietas del alma, y había sufrido abandonos como en el tango; nostalgias de la tierra adentro por los exilios; intemperies como en el desamor de su gran amor Oscar Matus. Mercedes “la Negra” Sosa no sólo había sido la patria en cada escenario nacional e internacional. Porque la patria era, para ella, su pueblo. Su país, ay país, su patria. Y ahora sabemos que, si la Negra no fue la patria, de seguro fue su voz.
LA GARGANTA DE LA PATRIA
