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Caras y Caretas

           

BAQUIANA DE TODA PARTES

Mercedes Sosa llevó su voz y su música a buena parte del planeta y obtuvo un enorme reconocimiento. Pero ese prestigio y afecto también estuvieron marcados por el sabor amargo del exilio.

Mercedes Sosa es una mujer de edad no muy definida, de aspecto inconfundible, gruesa, dulce. Es la primera cantante popular no sólo de la Argentina, sino de toda América”, publicó el diario español ABC el domingo 14 de octubre de 1973. “Para los alemanes Mercedes Sosa es la Madre Coraje latinoamericana”, afirma un recorte de agosto de 1986. “Como todos los grandes intérpretes populares, todo lo que quiere expresar Mercedes Sosa pasa por las emociones, por un instinto casi animal para hacer emerger todo un continente, con sus aromas, sus colores y sus desgarros”, decía Le Monde, de Francia, el 30 de marzo de 1982.

Desde siempre, las fronteras de su territorio musical y sentimental se extendieron hacia toda Latinoamérica. Basta pensar en su debut en el Festival de Cosquín, en 1965, cuando subió a cantar sola con su bombo a instancias de Jorge Cafrune: eligió “Canción del derrumbe indio”, del peruano Fernando Figueredo Iramain.

Dos años después, era la única mujer en la embajada artística que integraron Ariel Ramírez, Jaime Torres, Los Fronterizos, el bombista Domingo Cura, Chito Zeballos y Luis Amaya para actuar en Bélgica, Holanda, Suiza y Alemania. “Entré en la Filarmónica de Berlín con un vestidito corto y mi ponchito, y dijeron: ‘Es como Édith Piaf o Bessie Smith’”, recordó muchos años más tarde en una entrevista con Pacho O’Donnell. Para ponerlo en perspectiva: Mercedes Sosa cantó en la Berliner Philharmonie cinco años antes de hacerlo en el Teatro Colón de Buenos Aires (que no había tenido oportunidad de pisar ni siquiera como espectadora hasta 1972, el momento de su debut). En Europa encontró muy pronto una audiencia devota, fascinada por su voz prodigiosa y por el imaginario americano que encarnaba. Una audiencia que la diáspora de argentinos por el mundo como consecuencia de la dictadura militar no haría más que ensanchar a partir de 1976, amplificando las reivindicaciones sociales y políticas del cancionero. Para entonces, ya había cantado en Japón −donde tendrá un público fiel a través de las décadas− y llevaba cumplidas unas cuantas giras latinoamericanas. En la Argentina, donde su popularidad seguía creciendo, había debido soportar varios episodios de censura, y en el 75, una sucesión de intimidaciones de la Triple A, incluidas amenazas de muerte.

“Nostalgia es mi color y siempre seré solamente un sudamericano más” (“Sudamericano en Nueva York”, Ariel Ramírez y Félix Luna). Mercedes grabó esta canción de destierro en 1972, mucho antes de conocer el exilio. Una pieza atípica incluida en el disco Cantata sudamericana, conmovedora en la morosa sobriedad de su interpretación, que no busca efectos, resultó también profética en su añoranza de la patria, cuando las giras continuas se convirtieron para ella en un viaje sin certeza de regreso. En febrero de 1979, después de volver a Tucumán para despedirse de su madre, voló desde Ezeiza rumbo a Madrid, empujada por la persecución, las amenazas y la proscripción.

Los cuatro años del exilio europeo la marcaron adosando para siempre, a su enorme triunfo en la escena internacional, el contrapeso dramático de la ausencia forzada. “El exilio… ¡qué crimen perfecto! −maldice en una de sus conversaciones con Rodolfo Braceli para el libro biográfico Mercedes Sosa. La Negra (Random House, 2011)−. Dicen que yo tuve un exilio dorado, je… No hay duda de que hay exilios con trabajo y exilios sin trabajo. Y es preferible mil veces trabajar. Pero no basta. No basta el dinero ni el éxito ni los comentarios elogiosos de los grandes diarios del mundo. El exilio siempre es una muerte. Ni el caviar ni las ovaciones detienen esa hemorragia que tenemos cada día cuando estamos lejos. (…) La mejor comida del mundo ya no es la mejor comida del mundo si uno está lejos. Lejos todo tiene otro sabor, tiene un gustito a nada. Es una mierda vivir tan bien y pasarlo tan mal (…) ¡Que me dejen de joder con el exilio dorado!”

GIRAS CONSAGRATORIAS

Desde Madrid o París, las ciudades donde vivió, su actividad fue cada vez más intensa, con actuaciones consagratorias, grabaciones y giras de Estocolmo a Túnez, de Tel Aviv a La Habana.

Después del épico regreso a Buenos Aires en 1982, para trece funciones en un teatro Ópera siempre colmado por una multitud fervorosa y rodeada por una elite de artistas populares, la vuelta a Europa la puso frente a un vívido contraste: en ningún escenario volvería a sentirse en su casa, como le sucedía en la Argentina. “Me sentí muy sola, porque yo ya había conocido las mieles de haber vuelto, de haber estado con la gente. La gente [en la Argentina] pedía ‘La carta’ como si yo traicionara por no cantarla, porque era un momento de barricada… ‘La carta’, en Europa, no es nada, porque no comprenden el idioma”, recordaba. “Los hambrientos piden pan, plomo les da la milicia”, denuncia el tema de Violeta Parra que sólo pudo cantar en uno de los recitales del Ópera. En el 83, junto con la democracia, haría su retorno definitivo.

Desde entonces, aunque tenía su hogar en Buenos Aires, viajó constantemente por el mundo. La vida siguió entre escenarios, hoteles y aeropuertos. “De repente, cuando me levanto de noche en mi casa me doy contra un armario, porque vivo en hoteles.” En 2008 hizo su última gira internacional.

“Fuera de mi patria, ganarme el aplauso segundo a segundo es muy duro. Ganarme el aplauso de un sueco o un francés… es otro idioma, otra manera de expresar. Es una tensión muy grande”, le confiaba a una periodista española a comienzos de los 80. Su voz conmovió en las principales salas de concierto del mundo y a las audiencias más disímiles. Cerrando la tradicional fiesta anual del periódico comunista L’Humanité en París, en 1976, o veinte años después cantando en el Vaticano en navidad para el papa Juan Pablo II. Frente a los mineros de El Bierzo en España, o en el Konserthuset de Estocolmo colmado de argentinos exiliados. Por la paz, cantando “Imagine” de Lennon en el Coliseo de Roma o compartiendo con Günter Grass un encuentro contra el racismo en Hamburgo. Podía grabar “Bella ciao” en Milán, cantar en Australia una canción de cuna japonesa o levantar el teléfono tres días antes de un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York para decirle a su amigo Víctor Heredia que lo esperaba para cantar allí. ¿Dónde se sentía más a gusto? “Como decía un compadre mendocino, al corazón no hay que andar tironeándolo porque al final se termina deshilachando.” Baquiana del mundo, como se la llamó, había aceptado su destino andariego. El equipaje: “Mi valija, mi walkman, mi bombo”.

Escrito por
Irene Amuchastegui
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