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EL LARGO CAMINO DE LA JUSTICIA

Tras asumir la presidencia el 10 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín derogó, por inconstitucional, la Ley de Autoamnistía puesta en vigor por la dictadura tres meses antes; creó, el 15 de diciembre, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) para investigar el destino de los desaparecidos; ordenó, mediante el decreto 157, procesar a siete jefes guerrilleros por actos de violencia cometidos desde 1973, y enjuició, mediante el decreto 158, a las tres primeras Juntas de la dictadura por homicidio, privación ilegítima de la libertad y torturas, ya que la desaparición forzada no estaba tipificada en el Código Penal. Esta disposición fue denominada “teoría de los dos demonios”, pues limitaba a dos actores la responsabilidad por la violencia política y postulaba a la violencia de Estado como respuesta a la guerrilla.

Alfonsín propuso que los tribunales militares juzgasen, en primera instancia, las violaciones de los derechos humanos con posibilidad de apelar a la Cámara Federal y el principio de presunción de obediencia sobre los actos cometidos según planes de la Junta Militar. Se distinguirían tres categorías de autores: “Los que planearon la represión y emitieron las órdenes; quienes actuaron más allá de las órdenes, movidos por crueldad, perversión o codicia, y quienes las cumplieron estrictamente”. Sólo las dos primeras serían enjuiciadas, ya que se sostenía que la naturaleza jerárquica militar y el contexto ideológico que enmarcó la represión impidieron desobedecer las órdenes y discernir su naturaleza.

Los juicios fueron rechazados por las Fuerzas Armadas, que reclamaron el reconocimiento por su victoria ante la subversión, y por los organismos de derechos humanos, que proponían una Comisión Bicameral para investigar al terrorismo de Estado, que actuase la Justicia civil y el “juicio y el castigo a todos los culpables” de la represión.

La estrategia oficial fue afectada, en febrero de 1984, por una enmienda del senador Elías Sapag, del Movimiento Popular Neuquino, tío de un desaparecido, que excluyó del alegato de obediencia a quienes perpetraron hechos “atroces y aberrantes”. También, por la decisión del 21 de septiembre de 1984 de la Justicia militar, que calificó de “inobjetables” las órdenes de las Juntas y reclamó investigar a sus subordinados, a quienes el Gobierno pretendía no juzgar. Por ello, en octubre de 1984, el fiscal de la Cámara Federal de Apelaciones de la Capital, Julio César Strassera, pidió avocarse a la causa, por interpretar estos actos como denegatorios de justicia.

El Juicio a las Juntas comenzó el 22 de abril de 1985 y supuso una decisión excepcional en el tratamiento de la violencia estatal en el continente. La fiscalía presentó 711 casos, mayoritariamente producto de la investigación de la Conadep, para demostrar la responsabilidad conjunta y mediata de las Juntas en la construcción de un aparato de poder con el cual perpetraron innumerables casos de privación ilegítima de la libertad, aplicaron sistemáticamente la tortura y eliminaron a los cautivos, cuyos bienes fueron saqueados. Afirmaba, también, que este sistema había excedido la represión de la guerrilla.

Por su parte, las defensas intentaron demostrar el peso diferencial de las responsabilidades de cada comandante; adujeron la validez de la Ley de Autoamnistía; denunciaron el carácter político del juicio; justificaron lo actuado como resultado de la “guerra antisubversiva”; atribuyeron al gobierno peronista la intervención militar contra la subversión, y postularon que las desapariciones empezaron en ese período pero descalificaron a los testigos que denunciaron las sucedidas durante la dictadura.

El 9 de diciembre de 1985, el tribunal sentenció que los comandantes, contando con instrumentos legales, ejecutaron una represión ilegal con procedimientos clandestinos pero desestimó la existencia de una conducción unificada. Por ello, determinó condenas disímiles para los generales Jorge Videla y Roberto Viola, los almirantes Emilio Massera y Armando Lambruschini y el brigadier Orlando Agosti, absolviendo a los otros cuatro acusados. En cambio, el punto 30 del fallo extendió la acción penal contra los oficiales superiores y contra quienes tuvieron responsabilidad operativa y cometieron hechos aberrantes contrariando la voluntad oficial de limitar la acción judicial.

Por ello, en abril de 1986, el Ministerio de Defensa instruyó a los fiscales para que sólo continuaran analizando casos en los que “los subordinados actuaron con error insalvable” ante órdenes superiores, iniciativa rechazada por la Cámara Federal. En diciembre de 1986, el Ejecutivo envió al Congreso el proyecto de Punto Final, el cual establecía que, tras sesenta días, se extinguirían las causas de aquellos no citados a declarar. La ley fue aprobada el 26 de diciembre de 1986. Pero, antes de expirar este plazo, los organismos de derechos humanos presentaron centenares de casos ante las cámaras federales. En abril de 1987, un oficial citado a declarar se refugió en un cuartel militar iniciando la sublevación de un sector del Ejército, los “carapintadas”, opuesto a los juicios y a su conducción. Ciento cincuenta mil personas, reunidas en la Plaza de Mayo, rechazaron la sublevación. Tras ello, el Gobierno envió al Congreso un nuevo proyecto de ley de Obediencia Debida, que consideraba todo acto, excepto la sustitución del Estado civil, la sustracción de menores y la usurpación de propiedad, como ejecutados bajo estado de coerción y subordinación a órdenes superiores. Pese a la aprobación de la ley, en mayo de 1987, Alfonsín enfrentó dos nuevas rebeliones en enero y diciembre de 1988. La conjunción de estas tensiones contribuyó a menguar la base electoral de Alfonsín, que entregó el gobierno, anticipadamente, al peronista Carlos Menem, en julio de 1989, quien un año después indultó a las Juntas militares.

Pese al fracaso de su política de derechos humanos, la investigación de la Conadep y el Juicio a las Juntas desafiaron las creencias de los analistas de la época que consideraban riesgoso ajustar las cuentas con el pasado. Aún hoy, las pruebas reunidas entonces son claves para elaborar la verdad, materializar la justicia y ejercer la memoria de los crímenes de Estado ante los cuales, una y otra vez, la sociedad argentina, en su gran mayoría, repite Nunca Más.

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