El invierno boreal de 1988 fue leve en Ginebra. La nieve no cubría el cementerio de Plainpalais aquel febrero, y el sendero estaba despejado para llegar a la tumba de Borges. En el camino buscamos la del padre de la Reforma protestante, Juan Calvino, y la del gran músico argentino Alberto Ginastera. Curioso lugar el de tantos próceres que compartían la eternidad con Griselidis Real, escritora, defensora de los derechos sexuales y la prostituta más famosa de Suiza. Me había acompañado un amigo amante y poeta, con quien buscamos la lápida del genio de nuestra lengua que había muerto hacía dos años recitando el padrenuestro en anglosajón, francés y español. Leíamos con dificultad evidente el texto de la lápida realizada por el escultor argentino Eduardo Longato: “And ne forhtedon na”, que en inglés antiguo significa “Y que no temieran”, y que rodeaba un grabado circular de siete guerreros y una pequeña Cruz de Gales. No seguí leyendo los otros signos porque me atravesó el mismo malestar al sentir que Borges nos había traicionado, que huía de nosotros. Su oración fúnebre era en la lengua de sus antepasados. ¿Por qué había elegido su eternidad tan lejos de la Argentina? Era una adolescente de 13 años cuando comencé a leer su poesía. “Fundación mítica de Buenos Aires”, de Cuaderno San Martín, me convenció de que nos pertenecíamos en el espacio y el tiempo contenido, para siempre, en su Aleph. Intenté copiar en mis poesías adolescentes su métrica tremenda, los textos perfectos. Su cuento “Emma Zunz” me reveló la certera y paciente pasión de la venganza. Sólo la literatura es realidad, creí entonces. Viajé con Ficciones al mundo desorbitado de la imaginación. “Funes el memorioso” me acompañó en el intento vano de recordarlo todo, y de olvidarlo todo. No pude: recordé que también yo, como parte de una generación, había abjurado de Borges. ¿Por qué le exigía frente a su tumba, entonces, fidelidad? A ese genio que había definido mi pasión por la escritura quise perdonarle su distanciamiento de las causas que yo consideraba justas: su silencio ante dictaduras, su declarado antiperonismo, su sorna por lo popular, su permisividad ante la represión. ¿Por eso estaba allí, en silencio, en un largo duelo generacional? Leí entonces, en la parte posterior de la lápida, su epígrafe de la saga noruega del siglo XIII de su cuento “Ulrica”: “Hann tekr sverthit Gram okk/ legger i methal theira bert” (Él tomó la espada, Gram, y la colocó entre ellos desenvainada). Y recordé que el 22 de julio de 1985, Borges asistió a una audiencia del juicio a las juntas militares. Escuchó el relato de Víctor Basterra, ex detenido desaparecido en la Esma. Luego, escribió un texto sobre aquel día que narra la tragedia humana y metafísica que significó el terror edificado por los militares. “Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita (…) No juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice.” Aquella tarde, entre los periodistas que cubríamos esas jornadas, habíamos sentido que Borges era más nuestro que nunca; que su relato revelaba que nunca había podido alejarse de la historia que nos unía. Él no creía en la patria, pero su patria no sólo era morada en el Plainpalais sino también en “la cárcel infinita” de la que habíamos salido. Allí estaba, entonces, frente a su tumba anglosajona y nórdica ese invierno suave de 1988, unida a él en la misma cárcel de la memoria. Indefectiblemente piadosos ambos, absueltos del pecado de soberbia porque recordé que durante mis años de exilio, donde estuviera, en mi mesa de luz siempre estaba su Obra completa, editada por Emecé, que había logrado salvar del naufragio. Donde podía, tan sólo por un momento, sentir que esos textos me devolvían la patria, como los barquitos de la “Fundación mítica de Buenos Aires”. Que sus versos de “El instante” me aliviarían el destierro porque el hoy fugaz es tenue y es eterno… Que otro cielo no debía esperar, ni otro infierno.
INSTANTES
