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UNA NUEVA INGENIERÍA CULTURAL

En 1962, Andy Warhol realizó su célebre retrato múltiple del rostro de Marilyn Monroe usando un fotograma de la publicidad de la película Niágara estrenada nueve años antes. La rubia ya se había suicidado pero para entonces era un ícono de la cultura pop, algo que no cambió tras su muerte. Si usamos términos más actuales, podríamos decir que Warhol intervino a Marilyn. De acuerdo, pero, ¿a cuál? Sin duda, no a la de carne y hueso sino más bien a una imagen despojada de toda aura y sin pretensiones artísticas. Simplemente una foto de autor desconocido tomada con un fin estrictamente comercial y  que poco tenía que ver con la sensualidad fingidamente ingenua de la Monroe.

Los 60 fueron una época de intervenciones, estéticas y políticas, aunque no se las pueda separar fácilmente. Y la novedad que trajo la década fue reformar, deformar, contradecir, tomarse a burla el pasado, sobre todo el más inmediato, el que estaba marcado por la explosión del consumo y por el star-system, el de los lugares comunes, el de las represiones sexuales y el discurso contra las drogas.

Al año siguiente del cuadro de Warhol se editarían los dos primeros discos de los Beatles, Please Please Me y With the Beatles. En Gran Bretaña fueron un éxito inmediato, pero habría que esperar un par de años para que irrumpieran con todo en los charts estadounidenses. Algo se estaba inventando sobre las ruinas. Aunque el rock ya existía (Bill Haley, Elvis) antes de su llegada, lo sacaron de cierta escenografía retro o sentimental, si pensamos en las corbatas texanas de Haley y la rápida conversión de Presley en una figura romántica. Ese nuevo rock exacerbaba las pulsiones sexuales, hacía una lectura blasfema del star-system al que se había doblegado dócilmente Elvis. De allí la polémica frase de Lennon de que los Beatles eran más famosos que Jesús.

Hay, por otro lado, algo de escenografía religiosa en esos recitales gigantes: oficiantes a distancia, gente que entraba en trance, reverencias. En ese sentido, los 60 fueron una nueva lectura de la religión, muchas veces en clave gozosa, como cuando Janis Joplin cantaba aquello de  “God, won’t you buy me a Mercedes-Benz”.

Se puede decir que, al igual que Warhol había intervenido a íconos y marcas, el rock de los primeros 60 intervino la realidad. Dejó de ser sólo música (de allí que el  jazz, que dominó la escena hasta los 50, quedara tan relegado) para pasar a ser una forma de vitalidad. A veces graciosa, como en las películas de los Beatles, a veces desesperada, como en el canto de la Joplin o en la guitarra de Hendrix.

EXPLOSIÓN INSTANTÁNEA

Todo pasaba a gran velocidad, el álbum debut de los Rolling Stones aparecería un año después de los dos primeros de los Beatles, en 1964, esta vez interviniendo el blues. Una explosión instantánea, gozosa y perturbada a la que le complacía confundir presente con futuro. La vida sin intensidad no merecía ser llamada “vida”. The Who cantaban en “My Generation”, una canción con destino de himno: “Espero morir antes de envejecer”. Tu tiempo es hoy, como cantaría Spinetta, quien supo mantener las banderas de aquella época revuelta y promisoria a más no poder. Esta explosión en tiempo siempre presente, con toda su vitalidad, marcó una rara relación del rock con la muerte y la posibilidad de regresar de allí, la búsqueda por renacer que puede encontrarse en muchos temas de Charly García (otro hijo de los 60) como “Esperando nacer”.

Todo no sólo se presentaba como nuevo, sino que veía en su novedad un valor en sí mismo y abría las puertas a la fiesta que fue en general esa primera mitad de la década de 1960. Valdría preguntarse cuánto de nuevo hubo en esa irrupción inesperada de fenómenos artísticos y sociales que cambiarían para siempre la manera de relacionarse entre las personas y las formas de vivir y de exhibir la propia identidad.

Esa venta de la novedad como signo de la época atravesó no sólo el rock, que ganó una acelerada masividad. Es más, el mundo esperaba algo nuevo, a medias por el aburrimiento y por la necesidad de excitación, el arribo de mundos diferentes al actual, algo que incluía la experimentación con drogas, sobre todo con el recientemente inventado LSD. En el rock nunca coquetearon con la revolución, es más, la miraba con desconfianza, como puede verse en algunas canciones de los Beatles. En esa fiesta no había lugar para tristezas tales como la pobreza y la discriminación. La banda de sonido del movimiento de los derechos civiles fue en principio el jazz y luego el soul, ambos géneros cultivados mayoritariamente por negros.

De la pobreza y la tristeza se haría cargo la literatura. Mucho se ha discutido cuánto de nuevo había en el llamado boom de la literatura latinoamericana, cuánto de fenómeno comercial y de creación de una nueva especie de exotismo para lectores europeos. O de mera y buena literatura. Contra lo que aparenta, las posiciones no son contradictorias, la industria cultural es un terreno fisurado, que es otra de las grandes demostraciones de la década del 60. Un mercado en expansión no discrimina entre los productos porque los necesita para abastecer a la creciente masa de sus consumidores. Aunque sea uno de los mitos de la época, éxito y calidad no son siempre antagónicos.

Lo cierto es que también el boom estuvo atravesado de continuidades y rupturas, de intervenciones sobre el pasado. Se pueden encontrar claras señales de la obra anterior de Cortázar en Rayuela, de 1963, que fue el texto inaugural del boom (aunque seguramente el menos “latinoamericano” de todos), y el realismo mágico de García Márquez es deudor de la idea de lo real maravilloso del cubano Alejo Carpentier.

Para no hablar de la reformulación y puesta al día, a veces en clave de humor, como es el caso de Mario Vargas Llosa, de las denuncias del realismo naturalista de Miguel Ángel Asturias o de Ciro Alegría.

La cultura que produce una época está atravesada por los debates que agitan a la sociedad y a la política con los que convive. Los 60 estuvieron marcados por revoluciones –de hecho, las discusiones por la Revolución Cubana dividieron a los escritores del boom–, por abruptos cambios en las formas de sociabilidad y por la sensación de que el mundo quedaría patas para arriba en un futuro muy próximo. Esas marcas tuvieron sus expresiones más sangrientas pero también las más leves. El Mayo francés de 1968 cierra de algún modo los 60. Que para ser realista haya que pedir lo imposible abre dos espacios utópicos, que la política debe transformarse en poesía y que el horizonte de los logros siempre queda un poco más allá y que incluso eso es parte de su belleza.

Las culturas que produjeron los 60 son una mezcla de intervenciones sobre el pasado, de utopías condenadas al limbo, cambios que se pensaban como definitivos y mucha creatividad. Tal vez eso explique que no mueran.

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