Por Diego Szlechter. El triunfo de Macri (y su ratificación en 2017) sorprendió a todos no tanto por la eventualidad de que una fuerza de derecha acceda al poder por la vía democrática, sino particularmente debido a que luego de doce años de un gobierno que se caracterizó por transmitir que el progreso individual es consecuencia de determinadas políticas públicas que lo propician, fue reemplazado por otro que ensalza las condiciones subjetivas del éxito social denostando al mismo tiempo el papel del intervencionismo estatal en la “injusta” distribución del sistema de premios y castigos al esfuerzo individual. El triunfo de un gobierno conformado mayormente por directivos de grandes firmas que se muestran como fieles exponentes del self made man vernáculo nos convoca a reflexionar en torno a la pervivencia de un sentido común arraigado que cree que los vaivenes de la economía nacional no guardan relación con el éxito individual. De esta forma de concebir el mundo se infiere una particular visión de la estratificación social como producto de los esfuerzos individuales, mientras que los subsidios a los grupos menos favorecidos no hacen sino distorsionar los principios legitimados de justicia distributiva. En lugar de adoptar una posición de indignación frente a los aduladores del ideario individual del progreso, es preciso un esfuerzo por comprender las razones que esgrimen aquellos para quienes la meritocracia se erige como una verdadera grilla de inteligibilidad de las relaciones sociales.
Esto nos permitirá encontrar marcos explicativos a la persistencia del privilegio en nuestras sociedades a la vez que nos ayudará a explicar el trabajo de convencimiento por parte de las clases dominantes para lograr que los menos favorecidos justifiquen y naturalicen sus destinos sociales. Las clases altas tienen su propia manera de naturalizar la estratificación social. La socióloga Michèle Lamont considera que el mérito constituye una construcción social en la que aquellos actores que controlan el acceso a oportunidades y recompensas valoradas definen y evalúan las formas más y menos legítimas del mérito. De esta manera, los criterios de validación de lo que es meritorio así como de lo que no lo es corresponden a lo que establecen los grupos privilegiados. La capilarización de la ideología meritocrática en todas las capas de las clases sociales es una fiel muestra de que esta se ha transformado en sentido común. El potente concepto gramsciano de hegemonía da cuenta de la transformación de la ideología de las clases dominantes en sentido común para el resto de los mortales. Los sociólogos Bourdieu y Passeron sostienen que la función ideológica del sentido común consiste en transformar la herencia en privilegio social pero por vías más discretas y secretas.
RECOMPENSAS Y SANCIONES
¿Cómo surge esta forma ideologizada de justificar el sistema de recompensas y sanciones a la que el capitalismo nos expone de manera cotidiana? Europa fue testigo, a partir del siglo XVII, del surgimiento de un espíritu progresista que proclamó las virtudes de la “carrera abierta a los talentos”, con el fin de dejar atrás los privilegios que ofrecía la herencia. La movilidad social ascendente debía basarse en la plena utilización de los talentos como fundamento de una sociedad justa. En este tipo de carrera era posible desdeñar a los perdedores ya que todo era en función de la destrucción de los privilegios y las fortunas heredadas. En esta línea, la competencia equitativa es justa porque los puestos están abiertos a todos. Pero el concepto de meritocracia es más reciente y tiene su origen en los EE.UU. de la década de 1950, en un célebre libro de Michael Young, The Rise of Meritocracy, donde se denunciaba una sociedad hipotética basada en principios meritocráticos que cumplían un rol clasificador de las posiciones sociales, estableciendo criterios objetivos y subjetivos de validación de la estratificación social. En este marco, las percepciones juegan un papel central en la legitimación de la división de clases. En ese momento se trataba de encontrar marcos explicativos a la baja en la productividad de la economía estadounidense. Desde una postura apologética de la meritocracia surge la famosa teoría del capital humano, de Becker y Schultz, que abogaban por un sistema meritocrático en el cual los individuos progresen con base en sus talentos y habilidades individuales que, sumados al trabajo duro, constituirían variables determinantes centrales de la desigualdad. Pero la diferencia con Young es que ellos no veían con malos ojos este tipo de desigualdad. Si el puritanismo puede “explicar” las raíces religiosas del sueño americano, la división internacional del trabajo, que relegó a nuestro país a un papel subordinado en la economía mundial, sumado a la preferencia por la inmigración de origen europeo, dieron lugar a un sentido común sui géneris de la meritocracia vernácula. La “conquista del desierto” y la entrega de tierras a numerosos descendientes de inmigrantes devenidos millonarios abonaron a la cristalización de puntos de partida divergentes en diferentes sectores de la sociedad. Más adelante, la emergencia de las nuevas clases medias a partir del peronismo y su necesidad de distinción social respecto de todo lo plebeyo dieron lugar a la incorporación de cosmovisiones que habían surgido en el mundo anglosajón. A lo largo de este siglo surgieron diferentes concepciones acerca de los criterios de estratificación social. Por un lado, la igualdad de posiciones estuvo vinculada a los modelos de sociedad asociados al Estado de bienestar, mientras que por otro, la igualdad de oportunidades, que pregona que la competencia distribuye de manera justa a los individuos en la escala de prestigio, fue ligada al liberalismo económico. La primacía del discurso de la igualdad de oportunidades por sobre el de las políticas tendientes a la igualación de puntos de partida merece una reflexión sobre la ubicuidad de la fe meritocrática y su rol en la búsqueda de una convivencia armoniosa entre clases sociales. En su intención de poner el foco en que todos tenemos la posibilidad del ascenso social, en lugar de abogar por la igualdad, prefieren utilizar el concepto de equidad, es decir, a cada cual lo que “corresponde”, erigiéndose como reemplazante legítimo de la noción de igualdad, mucho más difícil de asimilar para estas sociedades. Este tipo de posturas desconocen que las oportunidades de vida de los individuos están ampliamente determinadas por sus puntos de partida en el seno de una estructura de desigualdad existente. En efecto, factores no meritocráticos, como la herencia, la discriminación y las variaciones en las oportunidades, son determinantes centrales de la desigualdad. En síntesis, la correlación de fuerzas en un momento histórico determinado marca las pautas sobre cómo se construyen los principios legitimados de justicia en torno a la estratificación social. Un ejemplo que ilustra de manera clara que la meritocracia no ayuda a explicar las posiciones sociales es la comparación del mercado de trabajo en la década de 1990 y en el kirchnerismo. En los 90 reinaba la creencia en la carrera individual porque el poder de los sindicatos había sido erosionado. A partir de 2003, con la reapertura masiva de las paritarias, reaparecen sindicatos de empleados jerárquicos que reconocen el valor de la negociación colectiva para mejorar las condiciones de trabajo. De repente, el mánager dejó de creer en la meritocracia a la hora de negociar los aumentos salariales… El economista Piketty ha insistido en que el capitalismo produce sistemáticamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas. Es la tarea de la política hacer emerger estas contradicciones de manera que las clases populares (que, como decía Bourdieu, son demasiado conscientes de su destino y demasiado inconscientes de los caminos por los cuales se realiza) dejen de vivir su desventaja como un destino personal.